De la indignación al cuidado extremo con las palabras: cómo es vivir en un mundo demasiado susceptible

¿Por qué nos sentimos agraviados cada vez más rápido?, ¿por qué autopercibirse como víctima puede ser engañoso?. Estas son algunas de las reflexiones de esta nota que indaga en la nueva cotidianeidad, marcada por los eufemismos, la queja y la ofensa fácil

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De la indignación al eufemismo: de vivir en un mundo demasiado susceptible  (Shutterstock)
De la indignación al eufemismo: de vivir en un mundo demasiado susceptible (Shutterstock)

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En el episodio 10 de la temporada 5, The Cigar Store Indian, Jerry Seinfeld le propone a su pareja ocasional, Winona, una hermosa mujer nativa con quien ha sufrido varios malentendidos debido a su condición étnica, ir a un restaurante chino. Ella acepta encantada, aunque Jerry no logra recordar dónde quedaba el lugar en el que había cenado unos días antes. Por ese motivo le pregunta a un cartero que acaba de divisar si conoce la ubicación de alguno en ese vecindario. La cuestión es que ni Jerry ni el espectador han visto la fisonomía del hombre porque estaba en cuclillas y de costado, según la perspectiva del protagonista de la serie, y detrás del buzón del cual extraía la correspondencia, según la nuestra. Recién cuando el cartero se incorpora y la cámara abre el plano nos enteramos de que su rostro exhibe inconfundibles rasgos asiáticos, y en ese mismo instante comienza, bastante desorbitado, su ataque:

-¿Por qué debo saberlo? ¿Porque soy chino? ¿Cree que sé dónde quedan todos los restaurantes chinos? Pregúntale al honorable chino la ubicación del restaurante.

Frente a lo desproporcionado de la reacción, Jerry se defiende: “Pensé que como era el cartero conocería el vecindario”.

Inconvenientes similares se suscitarán en otros capítulos, con diversos actores, latinos y negros fundamentalmente (a no perderse el episodio 22 de la temporada 6 ni el 15 de la temporada 9), aunque el punto máximo del temor a herir susceptibilidades ocurrirá en The Outing, capítulo 17 de la cuarta temporada, cuando por una broma que sale mal (en Seinfeld no sólo lo que puede salir mal sale mal, sino que incluso lo que podría haber salido bien saldrá mal), una periodista que intenta entrevistar a Jerry cree que él y George son pareja. De ahí que pasen todo el episodio tratando de reparar el equívoco, o sea, tratando de demostrar lo contrario de lo que la periodista cree. Ahora bien, cada vez que George y Jerry afirman su heterosexualidad (o desmienten su homosexualidad), se ven obligados (¿por qué fuerzas?) a aclarar (de forma progresivamente fingida), “pero no hay nada malo en eso”, “no es que sea malo”, “si lo eres está bien”, “la preferencia sexual…”, hasta el siempre ambiguo “tengo amigos gay”. Son nueve o diez expresiones de carácter defensivo en menos de veinte minutos, pronunciadas no solo por los principales involucrados en el enredo, ya que para intensificar la farsa, los padres de Jerry, e incluso Kramer, deciden jugar el juego de las aclaraciones.

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La coincidencias en general son meras coincidencias, pretender descubrir un sentido donde sólo impera el azar es una de las operaciones que más nos atraen a los seres humanos (nos atrae porque nos alivia, y está muy bien), sin embargo en ciertas ocasiones esas coincidencias pueden volverse efectivamente reveladoras de un sentido en apariencia oculto. Es, vaya casualidad, el caso que nos convoca.

A pesar de pertenecer a diferentes temporadas, los capítulos referidos de Seinfeld fueron emitidos en 1993 (febrero y diciembre), año de publicación también de La cultura de la queja (Culture of Complaint), libro en el que Robert Hughes anticipa la decadencia de los valores del imperio americano si consiguen triunfar (como lo han hecho) la corrección política (de izquierda a derecha), el victimismo, la adicción a la queja, la indignación y el eufemismo. Escribe Hughes: “Queremos crear un Lourdes lingüístico, donde la maldad y la desgracias desaparecerán con un baño en las aguas del eufemismo […] La idea de que puedes cambiar una situación buscando una palabra nueva y más bonita para denominarla surge del viejo hábito americano del eufemismo, el circunloquio y la desesperada confusión sobre la etiqueta, provocado por el miedo a que lo concreto ofenda”.

Que lo concreto ofenda. Miedo a que lo concreto ofenda.

"La cultura de la queja", de Robert Hughes
"La cultura de la queja", de Robert Hughes

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Dos periodistas discuten en un pase de programa del canal América acerca de un tema X. El tema abordado resulta indistinto. Lo que importa es el modo en que se lo aborda, la forma de abordarlo, y en especial el procedimiento de uno de ellos para cancelar el debate.

El primer periodista, llamémoslo X, argumenta que la cuestión no puede resolverse en ese momento, que el conflicto continuará hasta que la justicia se expida y determine cuál de las partes implicadas está infringiendo la ley.

Reconozcamos que el argumento esgrimido lejos está de ser original o sofisticado, es simplemente un pedido de mesura, un reclamo de prudencia hasta que la justicia resuelva, y cuando resuelva, allí sí se pondrá blanco sobre negro (o viceversa).

El otro periodista, llamémoslo Z, tiene posición tomada, él sabe dónde está la ilegalidad (o la legalidad), aunque la justicia aún no se haya expedido, por tanto sabe a priori dónde está el mal (o el bien). Representa la vara moral del conflicto. Justamente, esa seguridad sin fundamento produce el desconcierto de su colega, quien mantiene su postura de modo tal que la estrechez de miras de Z queda en evidencia. Entonces Z, impotente, corta por lo sano: “Perfecto, perfecto, quedate tranquilo X, el equivocado siempre soy yo” (con la articulación de esa frase mueve sus manos de modo concluyente, como cerrando el tema), y agrega, ante la tentativa del otro por bajar la tensión: “Quedate tranquilo, vos sos el dueño de la verdad y yo el pelotudo”. La incomodidad va en aumento, a X se lo nota inquieto, es más joven, tiene menos experiencia, y trata por todos los medios de reparar la situación (situación que en principio se produjo por una simple reserva). Z insiste, envalentonado: “Quedate tranquilo, vos sos el periodista y yo el pelotudo”.

Lo sencillo sería repetir, a modo de boutade, el famoso axioma jurídico, “a confesión de parte, relevo de prueba”, pero resulta mucho más productivo reflexionar sobre el proceder de Z como síntoma de época. Una época signada por la indignación (el goce del indignado), la queja (el goce del irritado) y la ofensa fácil (el goce del ofendido); la posibilidad de que estos fenómenos (en realidad, es uno de múltiples caras, un fenómeno poliédrico) sean tan frecuentes reside esencialmente en el cultivo metódico y cotidiano de la susceptibilidad.

Aclaremos algo. La pregunta por la reacción de Z, ¿sincera o impostada?, en este contexto se vuelve superflua, dado que la ficción televisiva nos invita a creerla, a compartirla y además, esa reacción termina por exceder al periodista, en tanto no es una reacción meramente individual, sino fomentada por la época, una época en la que cada uno de nosotros, embarcados en este Titanic llamado realidad, nos sentimos unos pelotudos. Los pelotudos que pagan impuestos, los pelotudos que trabajan, los pelotudos que hacen la cuarentena, los pelotudos que no roban, los pelotudos que únicamente queremos vivir en paz. Autoadjudicarse ese linaje ofrece la tentadora chance de matar dos pájaros de un tiro (perdón especistas): clausura el debate e inflama la indignación. Nada más indignante que sentirse un pelotudo. Nada más indignante que sentir indignación. La indignación se retroalimenta. Es adictiva. Una droga (y de las duras).

Sumado a lo anterior, podríamos afirmar que la maniobra dialéctica del periodista tiende a la victimización. Mejor dicho al discurso de la victimización. Cuando Z esgrime “vos sos el periodista y yo un pelotudo”, se ubica mediante esa operación, en apariencia defensiva o de pura impotencia, en el rol víctima, y como víctima, se sabe, le asiste la razón. La víctima (indignada por el hecho de serlo o de sentirse así) siempre tiene razón. Ergo: quien se coloca en ese lugar tiene razón. La novedad, o una de los grandes novedades contemporáneas, radica en que no sólo la gente común (con sus derrotas diarias) se proyecta como víctima potencial (discurso de la victimización), sino que aún, digamos, los ganadores (léase Donald Trump como ejemplo paradigmático), y dentro de ellos los machos fachos al estilo Z, aspiran a tan “ansiada” condición. La historia de este fenómeno la cuenta Lucía Lijtmaer en Ofendiditos, un libro desafortunado, que reduce el problema, le quita espesor y complejidad, plagado de premisas y conclusiones caprichosas, para no decir falsas, pero que eso (contar la historia de la derecha o ultraderecha ofendidita) lo hace muy bien (“No hay libro tan malo que no contenga algo bueno”).

"Ofendiditos", de Lucía Lijtmaer
"Ofendiditos", de Lucía Lijtmaer

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Una persona susceptible es alguien que siempre está dispuesto a sentirse herido, por opiniones ajenas, por la realidad circundante, por el devenir del mundo, por lo que sea. El diccionario de la RAE define susceptible: Quisquilloso, picajoso. Y sobre picajoso propone: “Que fácilmente se pica o da por ofendido”. Darse por ofendido. Uno de los fenómenos estrella de la contemporaneidad. En efecto, debe ser una sensación lastimosa la de “sentirse humillado o herido en el amor propio o la dignidad”. La pregunta sería por qué hoy, justamente hoy, cuando la polarización política-social-económica en el mundo es (o por lo menos se presenta de esa forma) tan extrema, verificamos un aumento de la susceptibilidad. Quiero decir, cuando transitamos una época de discursos inflamados, enardecidos, exaltados, una época en la que muchas veces los discursos coquetean con el desprecio, el ultraje, justamente ahora se esparce la susceptibilidad igual que un virus sin vacuna.

Quizás la respuesta sea: por esa misma polarización, ya que entre dos bandos interdependientes, bajar la guardia, permitirse algún contacto con el otro, implicaría poner en suspenso esa grieta que le otorga sentido a tantas y tantas vidas a lo largo y a lo ancho de Occidente. En este contexto, si existe algo más odioso que un integrante del bando contrario es aquel que dice “no se lo tomen tan a pecho”, sabiendo que ambas facciones comparten más cosas de las que parece a simple vista.

Leamos al respecto un hermoso poema (un poco trillado, lo lamento) de Konstantinos Kavafis, citado en La cultura de la queja:

¿Qué significa esta súbita inquietud,

Y esta confusión? (¡Qué serios se ven sus rostros!)

¿Por qué las calles y las plazas se vacían tan deprisa,

Y por qué todos se van a casa, absortos en sus pensamientos?

Porque es de noche y los bárbaros no han venido;

Y algunos hombres han llegado desde las fronteras

Y dicen que los bárbaros ya no existen.

¿Y ahora qué será de nosotros sin los bárbaros?

Eran una especie de solución.

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No es una especie de solución. Es una solución. Quedan marcados los límites de lo uno y de lo otro. Pero como los límites son frágiles, deben reactualizarse cotidianamente, con muestras de fe, de convencimiento, muestras de que seguimos comprometidos con uno de los bandos (el correcto, claro). Ese compromiso instala una visión del mundo bastante estrecha, por decirlo generosamente, en la que se evalúan los comportamientos u opiniones ajenos según nuestra particular medida. Este fenómeno no es nuevo en absoluto. Podríamos remontarnos a la Atenas del siglo V a.C. para observar el modo en que las disputas internas desgarraban a la sociedad ateniense y mandaban a degüello al pobre de Sócrates, aunque él jamás se percibió como una víctima, todo lo contrario, desafió al jurado, y así le fue. Y si creemos en la palabra del filósofo belga Laurent De Sutter en Indignación total, nos enteraremos de que Solón (inmortalizado por el Plutarco de Vidas Paralelas), antes incluso de la muerte de Sócrates, había ordenado un edicto por el cual “en caso de nuevo conflicto interno en la ciudad, quien no tomara partido por uno de los campos en presencia inmediatamente sería despojado de sus derechos cívicos, lo que equivalía a convertirlo en un hombre sin ciudad, un apátrida, por lo tanto en un muerto en suspenso”. Desde los albores de Occidente entonces –y sólo para empezar: “el lazo social está basado en la exclusión del otro”, dice Pascal Quignard en Retórica especulativa–, la violencia, los bandos, las contiendas encarnizadas han atravesado nuestras sociedades, pero quizás ahora, el valor agregado es que a causa de una susceptibilidad cultivada hasta el hartazgo, cualquier hecho, por nimio o intrascendente que sea, enciende la mecha del escándalo, y con el escándalo brotan la indignación, la furia, la desconfianza (dejo para futuras intervenciones el tema de la paranoia, sintetizado brillantemente por Mariano Llinás con la fórmula “lo que nos quieren hacer creer”).

"La muerte de Sócrates" (1787) de Jacques-Louis David
"La muerte de Sócrates" (1787) de Jacques-Louis David

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En otro pase de programa, en este caso radial, Reynaldo Sietecase y Ernesto Tenembaum conversan sobre el mismo tema que sus colegas televisivos y sobre el estado del derecho en Argentina y concluyen: “El estado de derecho es solo si fallan para mí” (el estado –de derecho– soy yo, diría Luis XIV).

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En el muro de Facebook de Hinde Pomeraniac se lee un fragmento de una entrevista que le realizó a César Aira en 1991 (volvemos a los 90, nunca nos fuimos): “Lo que tiene de bueno la literatura mala es que opera con una maravillosa libertad, la libertad del disparate, de la locura, y a veces la literatura buena es mala porque para ser buena tiene que cuidarse tanto, se restringe tanto, que termina siendo mala […] Una buena literatura es buena en relación con normas establecidas. Si la función de la literatura es inventar normas nuevas, no podemos limitarnos a seguir obedeciendo”. En este sentido, declara recientemente Ariana Harwicz: “El arte existe para tener la libertad que no se tiene en la vida civil, para que no existan leyes ni moralidad. Yo no puedo pasar un semáforo en rojo, robar un negocio, desnudarme en la calle, tocarle el culo a un tipo: si se le aplican estos límites a la ficción, qué sentido tiene el arte; es como una copia mala de la vida”. Cerrando el círculo, retornamos a Aira, noviembre del 2018 (incluimos la pregunta): “¿Por qué cree que se da por hecho que un escritor de literatura tiene que estar comprometido con la realidad social y política que le rodea? No me lo explico, ¿por qué, por qué será? Seguramente para ganar premios. A mí, mis compatriotas me están reclamando que haga un pequeño esfuerzo, a ver si me dan el Premio Nobel y el pequeño esfuerzo sería ponerme a hablar de los derechos humanos, de la democracia... Pero no estoy dispuesto a hacerlo”.

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Novena y última temporada de Seinfeld (la serie se ha visto desbordada por su propia apuesta, por su propio impulso; pocas producciones de consumo masivo penetraron tan hondo en las opacidades humanas –exceso, mezquindad, delirio– como lo hizo Seinfeld); Jerry ha contratado los servicios de una mucama. Al enterarse, Elaine se sorprende y le pregunta a su amigo, susurrando (la mucama realiza los quehaceres del hogar fuera de campo, aunque cerca de ellos): “¿Por qué contrataste una mucama?”. Jerry responde, también en voz baja: “No tienes que susurrar, ella sabe que es mucama”.

El susurro funciona en Seinfeld como eufemismo. Decir las cosas de una manera que no suenen mal, agresivamente, por temor a que “lo concreto ofenda”, y por temor a que lo concreto ofenda ahora aplicamos una nueva denominación para mucama o empleada doméstica: la señora que me ayuda. Primera cuestión, ¿qué habría de ofensivo en el término mucama? ¿Por qué una mucama sufriría al ser nombrada así? ¿Y una enfermera? ¿Y una azafata? La trampa (y la eficacia) del eufemismo reside en que si existe una agresividad o una rebeldía latente, la licua, la liquida, obtura en el agente implicado cualquier atisbo de reacción, lo deja inmovilizado (igual que la susceptibilidad). Dice precisamente el narrador de El amo bueno, de Damián Tabarovsky: “El eufemismo no es nunca la discreción, ni el rodeo, ni mucho menos la ironía, sino que expresa la lengua en el momento en que está saturada de ideología, el habla sobreideologizada del poder, la palabra recargada de sentido”. Estamos en presencia de una supuesta pacificación que se vuelve encubrimiento: una falsa piedad.

Ahora bien, en la vida cotidiana, si uno quiere, vaya y pase. Pero ¿qué sucede cuando el eufemismo, la corrección política, el miedo a la ofensa, la autocensura copan la parada del arte? ¿Qué sucede cuando el arte hace concesiones al bien? En principio, se terminan el despilfarro, la incomodidad, la digresión. Se cancela la paradoja, lo inacabado, el malentendido, la ambigüedad. Se extirpa así la posibilidad del error, del ridículo, centro volante de la práctica artística. Se acepta entonces sumisamente una sintaxis normalizada, un montaje reglado, un orden lineal. Se pone en suspenso el riesgo implicado en cualquier creación. El riesgo de poner juntas dos cosas que naturalmente van separadas. El riesgo de intentar hacer saltar la banca del lenguaje, ya sea literario, plástico o cinematográfico, y consecuentemente el riesgo de poder fracasar. Sin posibilidad de fracaso no hay arte, o hay un arte escuálido, raquítico, casi fantasmal. Un fantasma de la más baja estirpe. Un fantasma del fantasma. El fantasma de un arte que ignora su propia muerte, un fantasma que no asusta a nadie, que no recorre ningún continente, que no deambula por la casa, que no destruye nuestra vajilla, sino que está guardado, temeroso, lloriqueando, sin fuerzas ni siquiera para hacer buuuu.

"En el monolingüismo del otro", de Jacques Derrida
"En el monolingüismo del otro", de Jacques Derrida

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En el monolingüismo del otro (¡1996!) Jacques Derrida reflexiona sobre la esperanza de que el guion interpuesto en el término franco-maghrebí (en francés términos como afroamericano llevan separación por guiones) sea capaz de pacificar el mundo (en línea con la fantasía de que cambiar –bajo imposición– la letra e por la letra o disolverá las pretensiones hegemónicas de una lengua y las desigualdades vigentes en la realidad): “Ahí tenemos aquello de lo que, en el fondo, tendríamos que hablar, aun cuando lo hagamos por omisión. El silencio de ese guión no pacifica ni apacigua nada, ningún tormento, ninguna tortura. Nunca hará callar su memoria. Incluso podría llegar a agravar el terror, las lesiones y las heridas. Un guión nunca basta para ahogar las protestas, los gritos de ira o de sufrimiento, el ruido de las armas, los aviones y las bombas”.

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En lugar de un epílogo, una observación del filósofo francés François Châtelet en El pensamiento de Platón: “Quien consiente en conversar y acepta tomar en consideración cualquier objeción que se le haga, se libera así mismo, de la vulgaridad de los sentimientos, de los apegos pasionales, del miedo a la muerte, del peso de las tradiciones incontroladas, del falso lirismo que aporta la vida de cada día. Advierte, tras el discurso que poco a poco, en el diálogo, se va elaborando, que se perfila otro mundo distinto de este teatro de sombras en el que se debaten la insulsas y negras siluetas de individuos que se cierran en sus certidumbres y se entregan a sus apetitos”.

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