Héctor Olivera y Fernando Ayala: la secreta historia de amor de dos grandes del cine argentino

El celebrado director de “La Patagonia Rebelde” acaba de publicar “Fabricante de sueños”, su libro de memorias, en el que pasa revista a su trayectoria pero en el cual también hace revelaciones sobre su vida privada. Infobae Cultura adelanta un capítulo

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Héctor Olivera y Fernando Ayala en 1956 en la calle Lavalle —escenario más que significativo para el cine de aquella época—, poco después de la fundación de Aries Cinematográfica Argentina
Héctor Olivera y Fernando Ayala en 1956 en la calle Lavalle —escenario más que significativo para el cine de aquella época—, poco después de la fundación de Aries Cinematográfica Argentina

Terminada mi adolescencia sucedió un hecho clave en mi vida: mi relación con Fernando Ayala. Lo había conocido cuando coincidimos en algunas películas de Asociados y, en un breve lapso, en Chile. En distintas charlas me enteré de que su padre, don Benito, había sido un inmigrante vasco con un pequeño capital que le permitió comprar unas tierras en el sur de la provincia de Entre Ríos, más concretamente en Rosario El Tala, Gualeguay, donde al tiempo conoció a la joven Dominga Pais Garay con la que se casó y tuvo dos hijos: Fernando y Teodelina, llamada Lilí. El primogénito, a quien don Benito seguramente veía como el continuador de su emprendimiento agropecuario, hizo su primaria en el pueblo y secundaria en el colegio Ward de Ramos Mejía, en el que obtuvo varias medallas de oro. Cumpliendo con el deseo paterno ingresó a la Facultad de Derecho pero muy pronto lo picó el bichito del cine y, con el apoyo de doña Dominga, se vinculó con esta industria. De su fallecido padre, Fernando recordaba con placer un viaje a su pueblo natal, Villanueva de Valdegovía, una experiencia que seguramente determinó el amor de Fernando por España. Cuando conoció al director Francisco Mugica, dejó los estudios de Derecho y, después de ser oyente en dos largometrajes, empezó a trabajar profesionalmente como asistente del realizador y continuó así en varias películas. Fernando siempre consideró a Mugica como su maestro.

Inicialmente, el señor Ayala y yo mantuvimos una relación laboral y amistosa que respetaba las diferencias de edad, me llevaba once años, y de rango, él era asistente del director y yo ayudante de producción, por lo que durante un tiempo nos tratábamos de usted.

Así empezó una amistad basada en la profesión y en que compartíamos nuestra cinefilia, una devoción por ver películas y discutirlas. Fernando era más culto, disponía de una biblioteca que coincidía con mis gustos y sabía mucho de cine, teatro y literatura, por lo que esta relación creció naturalmente. Se acabó el usted, éramos dos amigos que sentían afecto y tenían gustos similares, hasta que llegó una previsible propuesta de Fernando.

"Fabricante de sueños" (Sudamericana), de Héctor Olivera
"Fabricante de sueños" (Sudamericana), de Héctor Olivera

Si bien él hacía todo lo posible por mantenerse en el closet, su homosexualidad era evidente para quien lo conociera de cerca. Un buen día, almuerzo en el restorán Riobamba y luego una película en el cine Grand Splendid. A la salida, un té y después de comentar el film, muy sutilmente Fernando me propuso iniciar lo que entonces se llamaba una amistad particular. Sin darle una respuesta, me disculpé y me alejé. Lo pensé: no tenía ninguna tendencia homosexual sino un rechazo proveniente de mi educación militar decididamente machista, por lo que mi primera reacción fue negativa. Habíamos quedado en juntarnos el sábado siguiente pero me disculpé y postergué el encuentro. Durante la semana que siguió le di vueltas al tema y poco a poco me fui dando cuenta de que solamente podía ser para bien, pero la decisión no surgía fácilmente a pesar de que me atraía la curiosidad de vivir una experiencia distinta y sentir que por primera vez en mi vida le podía aportar felicidad a alguien que me necesitaba.

Un buen día, almuerzo en el restorán Riobamba y luego una película en el cine Grand Splendid. A la salida, un té y después de comentar el film, muy sutilmente Fernando me propuso iniciar lo que entonces se llamaba una amistad particular.

El sábado siguiente, sin una posición tomada, acepté su invitación a almorzar. Nuevamente el Riobamba, con una charla intrascendente aunque el tema estaba flotando, luego una película olvidable y, a la salida del cine, con toda naturalidad, la invitación a su departamento de la avenida Pueyrredón. Dejando atrás mis escrúpulos, acepté e iniciamos una relación que duró unos pocos años, aunque la amistad se prolongó medio siglo, hasta su muerte en 1997. Al principio fue de maestro y discípulo, luego de hermano mayor y menor, hasta que, a partir de la creación de Aries, la relación se niveló: fuimos socios a la par aunque él siempre mantuvo una autoridad indiscutible. Con los años, acabada la breve relación íntima, se afianzó una inquebrantable amistad y solidaridad de por vida. Y, a partir de nuestra asociación profesional, la creación y realización de más de un centenar de largometrajes, obras teatrales y series televisivas.

A partir de que con Mamá nos habíamos mudado a un departamento en la esquina de avenida Vértiz (luego Libertador) y Maure, se afianzó mi amistad con Manuel —entonces estudiante de Medicina— que incluyó a su familia en tanto vivía a dos cuadras de casa. Como por su trabajo Mamá tenía horarios inciertos, muchas veces me quedaba a cenar en lo de Sanguinetti. De origen radical, su abuelo Cáceres había sido gobernador de la provincia de Santiago del Estero, coincidíamos en nuestro antiperonismo que continuó con el paso de los años. Sin embargo, más de una vez fuimos a las concentraciones del 1° de mayo y 17 de octubre en la Plaza de Mayo, donde se establecían diálogos fascinantes entre Perón y sus descamisados como los llamaba Él y grasitas como los llamaba Ella. Hablando de La Señora, sus discursos nos parecían lamentables.

Héctor Olivera recibe el Gran Premio de Honor de Argentores de su presidente Roberto Cossa
Héctor Olivera recibe el Gran Premio de Honor de Argentores de su presidente Roberto Cossa

Ester Choco Areco fue mi primer amor. La había conocido en una fiesta de quince años de una amiga común. Cuando Ester nació alguien comentó: —Qué Chocotita, y ese fue el sobrenombre que le quedó. Mientras que ahora lo que se usa son apócopes, entonces eran muy comunes los sobrenombres, de los que por suerte me salvé. Fue un amor a primera vista que duró un par de años. Choco era uruguaya, hija de un embajador ya fallecido, y viajaba frecuentemente a Montevideo donde tenía parientes maternos de apellido Quincke. Un fin de semana fui a visitarla, en el Vapor de la Carrera, por supuesto.

Cuando entré en su habitación del hotel tiré mi sombrero sobre la cama, con gran consternación de los presentes: era un llamado a la mala suerte. Tanta fue la mala suerte mía que a los pocos días, estando yo de regreso en Buenos Aires, Choco fue invitada a pasear por su primo segundo Paty Quincke. Con su Mercedes Benz a cierta velocidad, chocó contra otro auto y mi novia se incrustó contra el parabrisas astillado que le produjo cortes en la cara y las manos. Fue operada y estuvo internada un breve tiempo en el que el irresponsable primo trató por todos los medios de agasajarla y hacerse perdonar la imprudencia.

En síntesis: terminaron casándose. La explicación que le dio la muy traidora a su enamorado fue que con él, o sea conmigo, iba a tener que esperar muchos años para casarse considerando que era sólo un empleaducho, aunque tuvo la gentileza de no usar esa palabra. Al poco tiempo, Choco se divorció de Paty y se casó con su cuñado Rodolfo, un gran tipo con quien nos hicimos muy amigos.

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