Cada libro del mexicano Yuri Herrera es una sorpresa y un desafío. Escribe como quien tiene la certeza de dominar las palabras y desde allí construye universos que parten de la realidad, pero la toman como algo que necesariamente debe ser pervertido, enmarañado, degenerado.
Herrera se presentó en medio de la irrupción de la literatura del narcotráfico con una novela que muchos lectores descuidados podrían haber creído que formaba parte de aquel género. Los trabajos del reino (2004), tal el título, hablaba de algo más profundo: la relación entre el arte y el comercio, entre el artista y el poderoso. A esa novela le siguió Señales que precederán al fin del mundo (2009) en la que tomaba el problema de la inmigración clandestina como una ilusión poblada de pesadillas. Y luego vino La transmigración de los cuerpos (2013), con la que tal vez recordaba la gripe aviar o tal vez anticipaba la del coronavirus.
Acostumbrado a recorrer el camino inesperado, acaba de publicar Diez planetas (Ed. Periférica) un libro compuesto por breves relatos de ciencia ficción: hombres enfrentados a la tecnología despiadada, la amenaza de la aniquilación, la huida del planeta como única solución posible, el encuentro con lo desconocido. Herrera entra en un género que América latina ha comenzado a abordar con una clara identidad regional y con autores como Edmundo Paz Soldán, Liliana Colanzi, Rita Indiana, Martín Felipe Castagnet.
“Diez planetas es un libro al que le tengo mucho cariño”, dice en diálogo con Infobae Cultura, “porque es una vuelta a lo que hacía cuando empecé a escribir: la posibilidad de imaginarte otros mundos, otras maneras de hablar, de lidiar con monstruos. Nunca lo dejé de hacer, pero esta es la primera vez que lo hice de manera orgánica.
—¿Diez planetas nació como libro o es una reunión de cuentos?
—Lo pensé como libro. Hay solo un cuento que no pertenece a este envión, que se llama “Entera”, y que lo escribí para una revista artesanal que hacía con mi dinero y distribuía de mano en mano, que se llamaba El Perro. Por lo demás, todos son partes de un mismo proyecto. Tuve como modelo a Ciudad, de Clifford V. Simak, uno de mis libros favoritos, que son cuentos que pueden ser leídos independientemente o como una novela. Cuando organizaba los relatos me di cuenta de que los míos eran cuentos, pero me sirvió como una dirección general tener algunos cuentos en común.
—Uno de los cuentos se llama “Casa tomada”, en donde una casa inteligente se rebela frente a los habitantes. El vínculo con Cortázar es casi directo.
—Cortázar me gusta mucho; me gustan hasta los libros que la gente ya no quiere leer. Pero sus cuentos, aunque ya es un lugar común decirlo, son lo que mejor han sobrevivido. Todos y, particularmente, “Casa tomada”, que es uno que utilizo en los talleres que doy. Ese cuento es una clase sobre la ambigüedad y los silencios, sobre lo no dicho y cómo cada lector tiene que llenar con sus propias expectativas y con sus propios miedos. Es un cuento sobre el miedo a los otros, a lo que está fuera, a los sucios, a los que no tienen nombre. Me gustó hacer un homenaje insolente; creo que en la literatura siempre se tiene que ser insolente y, sobre todo, con los autores que nos gustan. De una manera irrespetuosa, en mi cuento es la casa la que se vuelve una especie de ente extraño. También creo que es un cuento que puede ser leído a la luz de lo que vivimos en este último año, en el que nos hemos recluido adentro de nuestra casa y hemos descubierto sus límites y sus enormes posibilidades también.
—Una marca de tus novelas es la escritura por sustracción. Pienso, por ejemplo, en ciertas palabras que se eliden —el caso de “frontera” en La transmigración de los cuerpos—. Esa idea resuena también en el cuento “Los objetos”, que comienza: “Juraría que la escuchó no llegar”. ¿Qué cosa evitaste en Diez planetas?
—No todos los silencios son iguales. No todas las ausencias son iguales. Uno tiene que trabajar el contexto alrededor de esos silencios y el ambiente alrededor de esas ausencias, de tal modo que se le indique al lector por dónde está yendo sin decirle la instrucción exacta. De manera muy general, los cuentos son historias del abandono del planeta y la exploración del universo y sobre cómo los humanos tratan de adaptarse. Nunca queda muy claro qué es lo que hace que se abandone la Tierra, aunque haya señales apocalípticas. No queda claro quiénes son los otros ni cómo nos relacionamos con ellos. Eso sería solucionar fácilmente lo que para mí es uno de los temas más interesantes aquí, que es cómo entendemos al otro, cómo ese que podría ser una amenaza es algo distinto de lo que nuestros miedos o nuestras expectativas nos dicen. No hay una resolución en el sentido de que cierta ciencia ficción chabacana podría ofrecer (“los marcianos vienen a quitarnos nuestros recursos”), sino que hay una especie de relación misteriosa con el descubrimiento de los otros, de otros lugares y otras personas.
—Otra cita del libro: “Tendemos a pensar que la representación del objeto tiene que ser similar al objeto”. ¿Cómo se lee esa idea en relación a la literatura?
—Otro de los autores con los que dialogo, porque también es algo permanente en mis lecturas y mis clases, es Borges. Él, en “Del rigor de la ciencia”, habla de un reino en el que hacen un plano cada vez más fiel a la realidad hasta que cubre por completo el territorio que pretendía representar. Ese es uno de los problemas de la literatura que se asume como realista: creen que tiene un reflejo de la realidad. El mero uso de esa palabra ya es muy problemático. Yo insisto en que lo único que refleja es el espejo. El espejo es estúpido, no tiene nada que añadir, mientras que la literatura siempre está añadiendo. Un mapa codifica la realidad, ofrece símbolos y prioriza y tiene objetos específicos. Un mapa nunca es enteramente objetivo, de la misma manera que la literatura no puede simplemente reflejar la realidad: siempre está añadiendo algo. Está representando algo y está deconstruyendo la verdad sobre la realidad sin ser rehén de la manera en que se aproximarse a ella. No es una manera pragmática de hacerlo, sino que es una manera en que intervienen nuestras obsesiones, nuestras maneras, nuestras supersticiones y todo esto es también parte de la verdad.
—¿Los trabajos del reino también habría que leerlo un libro no realista?
—Sí, claro. Siempre he dicho que no es un reportaje sobre el narcotráfico. Yo tomé una de las expresiones del poder central en nuestra época, que es el crimen organizado, para hablar de algo que lo antecede y es la manera en que los poderosos se relacionan con el arte y la cultura. Pero no pretende ser un reflejo fiel de lo que está sucediendo. Tomé un lenguaje y un lugar existente, pero tenía claro que, a partir de estos elementos, estaba construyendo algo diferente. La literatura no es tanto sobre lo que es o sobre lo que ya ha sido, sino sobre lo que pudo haber sido, lo que puede ser o lo que podría ser en el futuro.
—¿Por qué los escritores latinoamericanos han comenzado a interesarse con más presencia por la ciencia ficción?
—Es una discusión larguísima. Hay que pensar que el nombre original, science fiction (ficción científica), daba cuenta de una ficción basada en las posibilidades que ofrece el conocimiento científico del mundo. Por esa razón, porque toma los avances científicos como uno de sus insumos principales, los países con mayor desarrollo de instituciones de promoción e investigación científica fueron los que en un inicio tenían mucho más claramente expresiones estéticas al respecto: Inglaterra, Francia, Estados Unidos, la Unión Soviética. Con la ciencia ficción soviética se ve cómo cambia de la mirada esperanzadora del comienzo a una forma más opresiva de los últimos años: tiene que ver con un entendimiento de la función de la ciencia y de la tecnología en la sociedad. Y eso es algo que nosotros sospechamos desde siempre en América latina. El conocimiento y la tecnología en América latina fueron herramientas de colonización y explotación y siguen siendo, entre muchas otras cosas, herramientas de devastación ambiental. Así como la novela negra ha tenido tan buena suerte en América latina porque nosotros nunca hemos tenido la ilusión de que la policía representa el bien, hay una relación similar con la ciencia. Para nosotros no ha sido una utopía de la eterna pereza, sino que informa la manera en que entendemos a la ciencia como herramienta para hablar de nuestras pesadillas.
—¿La literatura en América latina tiene un inevitable componente de pesimismo?
—Podría ser que el pesimismo, en este sentido, es más bien un realismo. Da la impresión de que cuando uno habla de pesimismo está hablando de alguien que, a pesar de que las cosas vayan bien, quiere verlas mal. Y no. En México se dice “Cuando te quemas la lengua, hasta al jocoque le haces cara”. Creo que más bien, hay una memoria colectiva que nos hace no ser ingenuos frente a esas construcciones utópicas.
—Traés una frase mexicana y llama la atención que en los cuentos, si bien están deslocalizados en tiempo y espacio, hay un anclaje en la oralidad cotidiana.
—Todo lenguaje local es lenguaje universal, en el sentido de que tiene la misma validez para hablar de los mismos problemas. Cuando nosotros decimos “cultura universal” o “arte universal”, en realidad estamos diciendo arte europeo o de Estados Unidos. Le atribuimos esta idea de universalidad a lo hegemónico. Yo creo que no hay que ponerse a justificar nuestra mirada, nuestro léxico, nuestro estado anímico como una forma de lo humano. Es algo que los gringos nunca hacen: parece normal que algo suceda en el año 3.000 y todos hablen inglés. El lenguaje callejero es una forma de la sabiduría en la que se está aprehendiendo el cambio en la sociedad. Cuando publiqué mi primer libro, en España me preguntaron por qué no había incluido un glosario de palabras mexicanas. No lo hice porque son palabras legítimamente del español de nuestra época, y porque confío en la inteligencia de los lectores españoles, que no necesitan que se les explique nada. De la misma manera que cuando uno lee una novela española no pide un glosario, a pesar de que tenemos la misma distancia con aquel lenguaje.
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