En octubre de 2018, Sergey Savitsky estaba en el bar de la estación rusa Bellingshausen, en la isla Rey Jorge, listo para cenar con sus compañeros. Recibió su plato, tomó sus cubiertos pero en vez de comenzar a cortar el pastel de carne que le habían ofrecido, hundió el cuchillo en el pecho de su compañero, Oleg Beloguzov, frente al estupor del resto de los presentes. Savitsky intentó hacerlo varias veces más pero fue reducido por algunos de sus colegas, mientras que otros atendían al herido y lo llevaban a la enfermería.
Como se trataba de heridas profundas, el atacado tuvo que ser llevado de emergencia a Chile, en donde se le curaron las múltiples heridas de cuchillo y estuvo internado una semana hasta que recibió el alta. El atacante, en cambio, fue aislado del resto de los antárticos y se entregó a las autoridades de la base, en donde permaneció recluido hasta que días más tarde fue trasladado a San Petersburgo, Rusia, donde fue juzgado por intento de homicidio.
Las especulaciones alrededor del hecho, que pronto tomó estado público, fueron muchas. Primero se barajó la posibilidad de que Savitsky hubiese sufrido un brote psicótico por el aislamiento o por los clásicos problemas de sueño que aquejan a los que pasan el invierno allí. Luego, se dijo que había tenido lugar un triángulo amoroso con otra tripulante, lo que motivó el ataque. Finalmente, se especuló con que choques respecto a la higiene y la limpieza de la base habían sido el disparador de la violencia.
Pero cuando el atacante dio su versión de los hechos frente a la Justicia rusa, todas las especulaciones resultaron ser falsas: “Me harté de que me contara el final de los libros que estaba leyendo y por eso lo quise matar”.
Los dos llevaban seis meses en la estación Bellingshausen, una de las más remotas del continente polar, cerca del territorio argentino y chileno. Al parecer Beloguzov, de 52 años, había tomado como costumbre molestar a todos en la base contándole el final de los libros que había en la base y que él ya había leído en una invernada anterior. Savitsky no aguantó más las bromas de su compañero y quiso matarlo, en lo que se hubiese convertido en el segundo crimen conocido en la Antártida y el primero en el mundo a causa de spoilers.
El único asesinato del que se tenga registro en territorio antártico ocurrió a mediados del mes de mayo del año 2000. Por ese entonces, el astrofísico australiano Rodney Marks estaba trabajando en el Telescopio Submilimétrico Antártico, el más austral del mundo, que se encuentra en la base estadounidense Amundsen-Scott, en el Polo Sur. De repente, comenzó a sentirse mareado y decidió acostarse en su cuarto. Cuando, a las pocas horas, experimentó dificultades para respirar, se comunicó con enfermería. En un primer examen, el médico a cargo diagnosticó una crisis de ansiedad, algo frecuente entre antárticos, y le recomendó dormir. Marks se despertó el 12 de mayo a las cinco de la mañana vomitando sangre. Con dificultad, decidió él mismo ir a ver al doctor de la estación, Robert Thompson. Pero el profesional de la salud no encontró nada particularmente relevante y, por seguridad, le pidió que se quedara el resto del día en la enfermería.
Esa jornada fue una pesadilla para este científico de 32 años: sentía que las articulaciones y el estómago ardían y sus ojos se habían vuelto tan sensibles que tuvo que usar lentes a pesar de que el sol no había salido sobre la base en varias semanas.
A medida que su condición física se deterioraba, también lo hizo su estado mental: mostraba comportamiento paranoico, creía que estaba siendo perseguido u observado por alguien. Cuando su situación psicológica pareció muy delicada, Thompson le inyectó un antipsicótico para calmarlo. Pocos minutos más tarde, el paciente recuperó el ritmo de la respiración y pareció mejorar. Pero era solo una ilusión: media hora después de la inyección, sufrió un paro cardíaco y tras 45 minutos de intentos fallidos de reanimación, Thompson lo declaró muerto. Sin posibilidades de realizar una buena autopsia por las condiciones antárticas, y descartada la posibilidad de que hubiera fallecido de una dolencia contagiosa, el cuerpo de Marks fue congelado para que pudiera ser examinado correctamente y devuelto a su familia en el siguiente cambio de personal, que ocurrió seis meses más tarde.
Ya en Australia, se le hicieron distintos estudios que indicaron que el astrofísico no había muerto de causas naturales, sino que había sido envenenamiento por metanol. Alguien había matado al científico… La pregunta era quién.
Si bien había pasado mucho tiempo desde el deceso, la conservación del cuerpo era tan buena que no sólo se pudo establecer la causa de muerte, sino también comprobar que Marks tenía marcas de agujas en sus brazos aunque ningún rastro de drogas ilegales en su cuerpo. ¿Qué se había inyectado? ¿Había sido él mismo o lo inyectó alguien más?
La investigación quedó a cargo del sargento mayor detective Grant Wormald, quien no tuvo más opción que recopilar información a distancia desde Australia para entender más el lugar y las condiciones en las que murió el científico. Si bien su intención era entrevistar a todo el personal de la estación Scott-Amundsen, las autoridades estadounidenses se negaron a proporcionar una lista de personal en la base.
Los numerosos vacíos legales del Tratado Antártico impiden que se puedan realizar careos o interrogatorios si no hay voluntad o interés de ambas partes, así que el caso debió armarse sin contar con cooperación bilateral. Wormald terminó confeccionando una lista de todos lo que estaban invernando gracias a publicaciones que encontró en internet y a registros públicos. Sin embargo, de los 49 compañeros de trabajo de Marks sólo 13 quisieron hablar con el detective. Si bien muchos se excusaron diciendo que no habían interactuado con el envenenado o no recordaban detalles de sus últimos días, siempre resultó sospechoso que existiera una suerte de pacto de silencio a su alrededor.
“Fue una ardua tarea tratar con personas que obviamente no quieren tratar con las autoridades y tienen miedo de hablar, es como si se hubiese erigido alrededor de la base un muro de silencio”, le dijo a la prensa Paul Marks, padre de la víctima.
Dentro de la base, como marca el reglamento, se llevó a cabo una investigación interna por parte de las autoridades de los Estados Unidos, pero sus resultados fueron clasificados como secreto militar y es imposible dar con ellos.
“Sospecho que, a partir de esto, han habido personas que lo han pensado dos veces antes de ponerse en contacto con nosotros sobre la base de su futura situación laboral”, le dijo Wormald a un periodista neozelandés.
El informe que logró armar el detective detalló que si bien gozaba de buena salud, Marks era bebedor compulsivo y que hacía grandes esfuerzos por ocultar los síntomas del síndrome de Tourette con el que vivía y del que pocos de sus compañeros sabían. En un momento se sospechó de que quizá había decidido destilar su propio alcohol, un proceso que puede crear metanol e intoxicar de manera accidental. Pero este científico tenía disponible toda la bebida que desease en la base y por su formación conocía los peligros de los destilados caseros. “Marks era un tipo brillante, ingenioso y constante que ocasionalmente bebía en exceso pero ¡no más que otros aquí!”, aseguró uno de los interrogados. Además, la víctima estaba comenzando una relación con Sonja Wolter, una de las integrantes de la base, y en los últimos tres meses nunca había faltado o llegado tarde a sus tareas y se llevaba bien con el resto de sus compañeros, tanto que era parte de la banda musical amateur formada allí, la Fannypack & The Big Nancy Boys.
Marks estaba familiarizado con la presión y el aislamiento de la Antártida: había invernado en la base australiana entre 1997 y 1998 y al regresar a su casa no dejaba de pensar cuándo podía volver. Apasionado por los secretos del espacio, de inmediato se anotó para poder trabajar con el telescopio, un trabajo bien pago que le aseguraba no tener que preocuparse por ninguna condición financiera.
En el Telescopio Submilimétrico Antártico su trabajo consistía en recopilar datos y usarlo para mejorar las condiciones de visión en el Polo Sur. La Antártida es considerada uno de los mejores lugares de la Tierra para estudiar el espacio y su tarea permitió a los astrónomos realizar observaciones importantes, lo que le reservó un espacio destacado en prestigiosas publicaciones científicas.
“Su personalidad era muy especial y su humor, ácido, lo que quizá era malinterpretado aquí por la gente que no estaba acostumbrada a esta clase de personalidad. Pero lo cierto era que él lo compensaba con su naturaleza atenta, amable y muy considerada. Todas las veces que hubo algún malentendido por su humor, lo vi hacer las paces de una manera muy agradable y convincente. Y siempre ayudaba a quien necesitaba algo”, escribió el otro australiano de la base, su amigo y colega Darryn Schneider, en un blog personal.
Luego de casi dos años de investigación, las conclusiones del detective Wormald fueron terminantes. “Considero altamente improbable que Marks haya ingerido a sabiendas el metanol que lo terminó matando”, sentenció. Si no fue un homicidio, debió tratarse de una extraña broma o de una negligencia por parte de alguien que manipulaba ese químico, lo que no es frecuente. La única presencia de metanol en toda la base era en forma diluida en productos de limpieza, y aunque nadie puede descartar la posibilidad de que alguien deslizara una o dos gotas en la bebida de Marks, lo cierto es que él lo hubiese notado y que pocas gotas no hubiesen generado el cuadro con el que murió. ¿Quién fue el que le dio a este científico una dosis letal?
No existe aún una explicación plausible y la causa sigue abierta en la justicia australiana. Wormald asegura haber descartado un suicidio o una ingesta accidental, mientras que una revisión de todos los testimonios no demostraron que alguien tuviese una motivación para matarlo. El único homicidio conocido en la Antártida aún es un misterio.
*Antártida. Historias desconocidas e increíbles del continente blanco (Ediciones B) es un libro de Tomás Balmaceda y Agustina Larrea. Se presenta el sábado 13 de febrero en el Parque de la Estación (Perón 3258, Balvanera, CABA) a las 20.
Los autores también acaban de lanzar el podcast Fiebre Blanca con historias reales que tuvieron lugar en la Antártida. Se puede escuchar por la plataforma Podimo. La primera temporada consta de seis episodios de alrededor de 25 minutos de género non-fiction / true crime. Producida con altos estándares, es un podcast único en su tipo en español.
Para más información sobre el Continente Blanco, seguí en Instagram a @HistoriasDeLaAntártida o en Twitter @EnAntártida
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