¿Cómo es la extrema derecha que recorre el mundo?

Infobae publica un anticipo de “¿La rebeldía se volvió de derecha?”, el libro de Pablo Stefanoni publicado por Siglo XXI, que se propone indagar en un fenómeno: el del nuevo sentido común que están construyendo movimientos que proclaman el antiprogresismo y la anticorrección política. En este fragmento, un viaje a las entrañas de las nuevas derechas radicalizadas

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¿Cómo denominar a estas fuerzas que ocupan el espacio de la “derecha de la derecha” y que en estas últimas décadas se fueron moviendo desde los márgenes hacia la centralidad del tablero político? Enzo Traverso retoma el término “posfacismo” elaborado por el filósofo húngaro Gáspár Miklós Tamás. Estas nuevas derechas radicalizadas no son, sin duda, las derechas neofascistas de antaño. Es claro que sus líderes ya no son cabezas rapadas ni calzan borceguíes, ni se tatúan esvásticas en el cuerpo. Son figuras más “respetables” en el juego político. Cada vez parecen menos nazis; sus fuerzas políticas no son totalitarias, no se basan en movimientos de masas violentos ni en filosofías irracionales y voluntaristas, ni juegan con el anticapitalismo.

Viktor Orban, primer ministro de
Viktor Orban, primer ministro de Hungría.

Para Traverso, se trata de un conjunto de corrientes que aún no terminó de estabilizarse ideológicamente, de un flujo. “Lo que caracteriza al posfacismo es un régimen de historicidad específico –el comienzo del siglo XXI– que explica su contenido ideológico fluctuante, inestable, a menudo contradictorio, en el cual se mezclan filosofías políticas antinómicas”. La ventaja del término “posfacismo” es que escapa del de “populismo”, que –como sabemos– es muy problemático, está muy manoseado, incluso en la academia, y mezcla estilos políticos con proyectos programáticos hasta volverse una caja negra donde pueden caber desde Bernie Sanders hasta Marine Le Pen, pasando por Hugo Chávez o Viktor Orbán. Además, logra colocar el acento en la hostilidad de estos movimientos a una idea de ciudadanía independiente de pertenencias étnico-culturales. Sin embargo, un uso extendido de la categoría “posfascismo” presenta el problema de que no todas las extremas derechas tienen sus raíces en la matriz fascista; que las que las tienen, como apunta el propio Traverso, están emancipadas de ella y, quizás más importante, que el término “fascista”, incluso con el prefijo post, tiene una carga histórica demasiado fuerte y, al igual que ocurre con el de “populismo”, combina una intención descriptiva y heurística con su uso corriente como forma de descalificación en el debate político.

Jean-Yves Camus propone apelar controladamente al término “populismo” para denominar a estos movimientos “nacional-populistas”, y dar cuenta de los esfuerzos por construir cierto tipo de “pueblo” contra las “élites”, sobre todo las “globalistas”. La desventaja del término es la que ya mencionamos para el populismo en general; su ventaja es que permite acentuar mejor la novedad del fenómeno y enmarcarlo en una reacción más amplia de inconformismo social a escala global. Es evidente que vivimos un momento de expansión de demandas insatisfechas, en términos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que debilitan la hegemonía dominante. Las nuevas derechas buscan terciar en esa batalla y organizar el sentido común en torno a su visión del mundo. Quizás valga la síntesis del historiador Steven Forti: estaríamos frente a una nueva extrema derecha, o extrema derecha 2.0, que utiliza un lenguaje y un estilo populistas, se ha transformado sustituyendo la temática racial por la batalla cultural y ha adoptado unos rasgos provocadores y antisistema gracias a la capacidad de modular la propaganda a través de las nuevas tecnologías.

Quizás podríamos hablar de derechas radicales como se habla de izquierdas radicales (en Europa), como un concepto paraguas para quienes ponen en cuestión el consenso centrista organizado en torno a conservadores democráticos y socialdemócratas. No obstante, como señalamos en la introducción, lo importante, en un escenario gelatinoso que incluye a neoliberales autoritarios, social-identitarios y neofascistas, es saber en cada momento de qué estamos hablando. Es necesario matizar la percepción de que hoy “todo es más confuso”.

Estaríamos frente a una nueva extrema derecha, o extrema derecha 2.0, que utiliza un lenguaje y un estilo populistas, se ha transformado sustituyendo la temática racial por la batalla cultural y ha adoptado unos rasgos provocadores y antisistema gracias a la capacidad de modular la propaganda a través de las nuevas tecnologías

Es cierto que las “grandes ideas” –o los grandes relatos– ya no están disponibles como ayer y eso hace que se hayan perdido ciertas coordenadas y la brújula ya no siempre marque el norte. Pero eso no quita que la idea de que los ejes izquierda/ derecha funcionaban de manera magnífica en el pasado es a menudo pura mitología: todavía hoy no está saldada la discusión historiográfica sobre fenómenos como el nazismo o el fascismo (por otro lado, diferentes entre sí y con fracciones ideológicamente enfrentadas en su interior); en todos los países europeos hubo siempre una fracción de trabajadores que adhirieron a ideas democristianas y otras ideologías no “clasistas”; fenómenos como el gaullismo francés introdujeron sus propias particularidades en el mapa izquierda/derecha; luego vendrían diferentes versiones del ecologismo “ni de izquierda ni de derecha”. Lo que hubo, en todo caso, fue un bipartidismo conservador-socialdemócrata que en algunos países europeos y durante cierto tiempo ordenó las cosas. Por su parte, en los Estados Unidos, los dos grandes partidos articularon diversos tipos de ideologías que se impusieron en uno u otro momento generando hegemonías temporales. Mientras que en la potencia norteamericana ese bipartidismo sigue en pie, en Europa ya parece cosa del pasado. Pero en ambos casos, un tipo de derechas lo erosiona desde adentro y desde afuera.

Marine Le Pen, en una
Marine Le Pen, en una imagen de enero de este año. (REUTERS/Pedro Nunes)

Como lo expresó Jean-Yves Camus ya en 2011, la emergencia de las derechas populistas y xenófobas introduce una competencia por el control del campo político que la familia liberal-conservadora no había conocido desde 1945. De hecho, en la primera posguerra el centro fue el punto de demarcación entre democracia y totalitarismo, este último representado por el comunismo y el fascismo, incluidas las extremas derechas domésticas. Los extremos eran vistos como patologías políticas. Y, más allá de los convulsionados años sesenta y setenta, eso continuó así en la mayoría de los países europeos en los que se estabilizó la competencia entre conservadores y socialdemócratas.

Mouffe distingue el populismo de derecha de las extremas derechas autoritarias (entre las que incluye a las protofascistas o a la alt-right). La diferencia sería que, mientras el populismo de derecha da respuestas (xenófobas y reaccionarias) a demandas democráticas, en la constitución de las derechas extremas estas demandas democráticas estarían ausentes. Esta clasificación puede funcionar como una suerte de “tipo ideal”, pero en la práctica resulta difícil separar la paja del trigo. ¿Marine Le Pen es una populista de derecha y Jair Messias Bolsonaro un representante de la extrema derecha autoritaria? ¿Vox se ubicaría en esa segunda categoría mientras que el Partido Popular danés entraría en la primera? Puede ser, pero este clivaje resulta problemático en la práctica, ya que estas corrientes tienen diferentes alas en su interior –por ejemplo, en Alternativa para Alemania conviven sectores de simpatías nacional-socialistas con euroescépticos neoliberales xenófobos– y al mismo tiempo son movimientos dinámicos. Como señalaba Traverso, se trata de flujos cuya tendencia es a cierta “normalización”. Por ejemplo, varios de estos partidos dejaron de promover la salida inmediata de la Unión Europea, aunque hay que ver si el Brexit podría volver a entusiasmar a algunos de ellos con nuevos “exits”. Al mismo tiempo, la tendencia a la normalización –que en Francia llaman “desdemonización”– está llevando a todas las derechas de las derechas a jugar en forma más decidida en el terreno de la democracia. Eso no significa que esta conversión sea con fe. Como observamos en Hungría y Polonia, el ya largo predominio de los nacional-populistas está erosionando la democracia, sin que su pertenencia a la Unión Europea haya frenado decisivamente esa deriva (aunque, también hay que decirlo, no sabemos qué habría pasado si estuvieran fuera de la Unión). Al mismo tiempo, la entrada de las derechas radicales al juego democrático fue presionando a las derechas más moderadas a radicalizarse sobre algunas temáticas para evitar la migración de los votos hacia las fuerzas inconformistas (un ejemplo es el Partido Popular en España, que giró a la derecha para evitar fugas hacia Vox y terminó por abandonar el espacio de centroderecha, que en un momento pareció ser seducido por Ciudadanos; otro ejemplo es el de Austria, donde los conservadores terminaron mimetizándose con la extrema derecha y cogobernando con ella aunque recientemente la cambiaron por Los Verdes).

Una marcha Varsovia, en contra
Una marcha Varsovia, en contra de la legislación que restringe el aborto en Polonia, días atrás. (REUTERS/Aleksandra Szmigiel)

Tanto los que tienen raíces ideológicas más visibles en el fascismo (Frente Nacional francés, Demócratas de Suecia) como quienes no las tienen (Partido de la Libertad de Holanda, Partido Popular danés, Liga italiana), así como los que las tienen parcialmente, esgrimen algunos ejes comunes: obsesión con la identidad nacional, rechazo a la inmigración, condena al multiculturalismo, alegatos exaltados contra la islamización de Europa, denuncia de las “imposiciones” de la Unión Europea.

Es importante destacar que, como señala Jean-Yves Camus, el rechazo a los musulmanes no se basa ya en las jerarquías raciales de matriz fascista o neofascista, sino que se justifica, precisamente, en valores humanistas nacidos del Iluminismo y del combate de las izquierdas: laicidad, libre pensamiento, derechos de las minorías, igualdad de los sexos, libertades sexuales. Esto es fundamental porque, de este modo, el discurso etnocéntrico se vuelve aceptable: ya no se basa en la desigualdad natural, sino en un diferencialismo absoluto: cada pueblo tiene derecho a preservar sus valores viviendo sin mezclarse en su propio territorio. El caso francés es ilustrativo sobre lo que el filósofo Jacques Rancière denominó la transformación de los ideales republicanos (y laicos) en instrumentos de discriminación y desprecio. Si la laicidad remitía al Estado, y a su separación de la Iglesia, esta comenzó a recaer más recientemente en los individuos. La violación a la laicidad puede, entonces, provenir de una mujer con velo. Se utilizan los grandes valores universales para descalificar mejor a una parte de la población, oponiendo los “buenos franceses”, partidarios de la república, del laicismo o de la libertad de expresión, a los inmigrantes, necesariamente comunitarios, islamistas, intolerantes, sexistas y atrasados. Operaciones similares existen respecto de las minorías sexuales y su lectura en clave homonacionalista.

Parte de este sustrato etnocivilizatorio de la noción de ciudadanía declinará en una serie de teorías conspirativas –obsesionadas con la demografía– que sostienen que hay en curso un “gran reemplazo” de la población europea y de “su” civilización por diferentes grupos no blancos, especialmente arabo-musulmanes. Muchas de estas ideas –de forma asumida o no– están detrás de los “sentidos comunes” creados por los nacional-populistas a lo largo y ancho de Europa… y más allá. En el plano económico, hay en las derechas un clivaje entre dos tipos ideales que luego presentan diferentes tonalidades de grises: los “(nacional)liberales” y los “estatistas”. Por ejemplo, Alternativa para Alemania ve al partido de Marine Le Pen como demasiado “socializante” y la Liga amagó con políticas antiausteridad mientras estuvo en el gobierno italiano. Al mismo tiempo, en ambos casos se pueden desarrollar discursos en defensa de los trabajadores locales, de los pequeños campesinos o comerciantes aplastados por el dumping social, o, como hizo Boris Johnson en la campaña sobre el Brexit, manipular el apoyo popular al Servicio Nacional de Salud (NHS) en favor de su propuesta de salida por derecha de la Unión Europea. La oposición neoliberalismo/antineoliberalismo no da cuenta de las diferentes formas que pueden tomar estas combinaciones variables de nacional-liberalismo y chovinismo de bienestar. (Anotemos al margen que el término “neoliberal” tiene un uso tan poco preciso en las izquierdas como “populismo” en las derechas “republicanas”).

Una manifestante sostiene un cartel
Una manifestante sostiene un cartel con un juego de palabras que dice "Derechos humanos en lugar de gente de extrema derecha" durante una manifestación titulada "Unteilbar" (indivisible) el 24 de agosto de 2019 en Dresde, Alemania del Este (Photo by John MACDOUGALL / AFP)

A su vez, es interesante notar que los nacional-populistas se han ido apropiando de la bandera de la democracia directa y del referéndum. La Unión Democrática del Centro (UDC) suiza, un país donde la democracia directa es parte de su sistema político tradicional, alimentó estas tendencias con un referéndum para prohibir los minaretes de las mezquitas (2009) y una votación sobre la expulsión de los “extranjeros criminales” (2010). En el nuevo modelo de la derecha radical moderna el referéndum de iniciativa popular parece ser el medio de devolver al pueblo llano un poder confiscado por Estados sin soberanía y élites corruptas. Esta herramienta de la democracia directa, a la que históricamente apelaron las izquierdas, cayó, al menos en parte, en manos de los populistas de derecha: si en el referéndum celebrado en Francia en 2005, el triunfo del “No” a la Constitución europea fue disputado entre la extrema derecha, el Partido Comunista y la izquierda radical, la victoria del Brexit once años más tarde benefició con exclusividad a la extrema derecha y a los conservadores nacionalistas. No por casualidad muchos socialdemócratas hoy tienen pavor a los referendos, mientras los partidos socialistas resultan cada vez menos capaces de expresar a los de abajo, y sus dirigentes, devenidos social-liberales, socializan demasiado con los de “arriba”.

En estos años, los buenos resultados de las extremas derechas se han vuelto moneda corriente. Son varios los momentos que jalonaron la mencionada “normalización”. Uno de los puntos de inflexión fue en febrero de 2000, cuando la extrema derecha austríaca congregada en torno al Partido de la Libertad de Jörg Haider pasó a formar parte de la coalición de gobierno. Gran escándalo en Europa, rechazos, advertencias. Poco más. Un segundo punto de inflexión fue en Francia en abril de 2002: el viejo ultra Jean-Marie Le Pen quedaba en segundo lugar por delante del Partido Socialista. Eran pocos votos, no llegó al 17%, pero el segundo puesto fue muy simbólico. La Francia republicana y progresista primero contuvo el aliento, después se tapó la nariz y votó en forma masiva por Jacques Chirac, que aplastó a Le Pen con más del 80% (incluso gran parte de los trotskistas lo votaron contra el “fascismo”). En 2017, la que pasó al balotaje fue Marine Le Pen, quien, ya más “desdemonizada”, rozó el 35%.

Vox logró irrumpir en un escenario político bipartidista que ya había sido debilitado por Podemos y Ciudadanos

Hoy, las extremas derechas europeas son una fauna habitual de los parlamentos nacionales y en el de la Unión, donde tienen presencia en el Grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos (CRE), así como en el bautizado Identidad y Democracia (ID). Desde los países nórdicos hasta el sur de Europa, desde Francia hasta las naciones excomunistas de Europa central y oriental, casi no hay país que no haya vivido la emergencia de la extrema derecha, ni el “pacífico” Portugal. Uno de los últimos es España, donde Vox aprovechó el desafío independentista catalán para desempolvar un discurso nacionalista old style, que suena a la “España una, grande y libre” del dictador Francisco Franco, y usó la corrupción en el Partido Popular para presentarse como la renovación moral de la derecha. Vox logró irrumpir en un escenario político bipartidista que ya había sido debilitado por Podemos y Ciudadanos. Más nacional-conservador y “estilo Europa del Este” que otros nacional-populismos, el nuevo partido hizo de los ataques a la “ideología de género” y al feminismo y de la defensa de la “familia tradicional” (al punto de oponerse a la ley de violencia de género porque “la violencia no tiene género”) sus ejes discursivos, junto con la posición antiinmigración y su rechazo a las iniciativas de memoria histórica antifranquistas. “Los que defienden la obra de Franco también tienen cabida en Vox”, dijo su líder Santiago Abascal, como si hiciera falta aclararlo.

El presidente de Brasil, Jair
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro (Brasil). EFE/Joedson Alves

Más cerca de nosotros, el triunfo de Jair Bolsonaro en 2018 en Brasil tuvo mucho de guerra cultural. Por un lado, el candidato derechista rescató un discurso anticomunista propio de la Guerra Fría, y por el otro, su campaña buscó excomulgar la “ideología de género” del país. Al mismo tiempo, exhibió una estética de las armas propia de los grupos pro armas de los Estados Unidos. Uno de los hijos del mandatario habló de Bannon como un referente ideológico, y el excéntrico astrólogo y teórico de la conspiración Olavo de Carvalho dio basamento pseudofilosófico a la cruzada bolsonarista, que tuvo como invitado estrella a Benjamin Netanyahu en la ceremonia de investidura presidencial el 1º de enero de 2019. Desde el punto de vista ideológico, el bolsonarismo parece más cercano a la mezcla de neoliberalismo y conservadurismo de Vox que al chovinismo social de Le Pen, aunque más recientemente Bolsonaro no ha dudado en utilizar la política social para ganar a la base lulista entre los sectores más pobres del país. A la par, su sector evangélico –cada vez más corrido a la derecha– tiñe el proyecto de conservadurismo religioso, y su defensa de la dictadura militar, sumada a la enorme presencia de uniformados en el poder y en su base electoral, añade una faceta antidemocrática específica, propiamente latinoamericana.

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