Hola, ahí.
Te quiero contar la historia de una artista que a lo mejor no existió. O que sí existió, pero no como nos lo venían contando. Es la historia de una artista rusa de vanguardia cuyas obras se vendieron por décadas en todo el mundo, muchas de las cuales están en colecciones privadas y otras, en museos. Una mujer, Nina Kogan, que nació en San Petersburgo, Rusia, o en Vitebsk, Bielorrusia, en 1887 o 1889 y que para seguir con los senderos que se bifurcan tuvo, por lo menos, dos muertes. Pero antes de contarte la historia de Nina, necesito decirte otras cosas.
Como la mayor parte de la humanidad, no son pocas las veces que me pregunto qué haría si pudiera dejar de trabajar y dispusiera de todo el tiempo para mí y lo primero que pienso es que me encantaría leer de manera permanente y en cadena. A ver si me explico: hablo de empezar a leer una historia que me lleve a otra historia y así, a lo largo del tiempo, en una sucesión de lecturas que me haga terminar de pronto en algo completamente diferente y preguntándome: ¿cómo llegué acá???
Puede ser a partir de un ensayo, de una biografía, de una ficción o de un artículo y es algo que hago con frecuencia -lo de leer así, en cadena- pero me pongo límites para no pasarme de rosca justamente porque lo hago por trabajo y entonces no sé si tiene tanta gracia, la verdad. Porque las notas hay que escribirlas, viste.
Más allá de las ironías, pocas cosas me resultan más cautivadoras que colgarme de las historias de vida y de todas las ramas posibles de ese árbol frondoso que cada vida interesante propone. Un dato dudoso, un pariente tan interesante como el personaje sobre el que estoy leyendo; un nombre escrito de diferentes maneras que me despierta dudas, un escenario histórico fascinante que se revela en medio de la biografía: internet facilita eso que antes llevaba horas de búsqueda en papel -hoy son cantidades insólitas de ventanas abiertas en la computadora al mismo tiempo-, lo que convierte este deseo/manía/pasión en una especie de investigación perpetua. Para lo cual, se necesita tiempo. Para lo cual, debería dejar de trabajar. O sea, debería ser millonaria. Y no lo soy. Entonces escribo notas.
O newsletters.
En estos días recibí un libro que se llama Breve historia de las mujeres artistas; una guía con textos e imágenes que da cuenta cuenta de los diferentes movimientos estéticos y escuelas del arte desde la perspectiva de la obra de artistas mujeres que hasta ahora prácticamente no existían o, mejor, que hasta ahora no habíamos podido conocer.
El libro está muy bien producido, tiene un muy buen papel y es una especie de manual básico que aborda además temáticas privilegiadas por las mujeres en el arte y no se propone ser ni un libro crítico ni un ensayo, es simplemente una guía de bolsillo, como se define. La autora se llama Susie Hodge y el suyo es un trabajo efectivo, un entretenido curso de historia del arte hecho por las mujeres a lo largo del tiempo. Advertencia: la enorme mayoría de las mujeres incluidas en el libro son artistas europeas o estadounidenses. Latinoamericanas, solo Frida Kahlo, Leonora Carrington (inglesa nacionalizada mexicana) y Marta Minujin con su Partenón de libros. También está la india Amrita Sher-Gil y creo que ninguna más por fuera de los países centrales. (Te dije hace un momento que era un libro que buscaba reparar cuestiones de género, nunca dije que reparaba otra clase de inequidades…)
Pues bien, la cuestión es que me puse a leer ese libro y a irme por las ramas como me gusta hacer; el libro sobre la mesa, mis ojos yendo del libro a la computadora buscando datos, hasta que llegué al constructivismo y el suprematismo, a la vanguardia rusa y a los nombres de algunas artistas -Olga Rozanova, Liubov Popova, Nadezhda Udaltsova- y de ahí salté a un artículo de la revista de arte Apollo, firmado por Madelaine Schwartz, que terminó siendo la puerta a Nina Kogan, la artista que a lo mejor no fue.
El artículo de Schwartz es una gran reseña de una muestra exhibida en un museo particular, el Museum Ludwig de Colonia, Alemania, fundado a partir de la donación del matrimonio de coleccionistas compuesto por el magnate del chocolate Peter Ludwig y su esposa Irene en los años 70, y conocido por albergar una de las mayores colecciones de arte de vanguardia ruso de Europa occidental. Grandes coleccionistas, cuando Irene murió le dejaron al museo unas 600 obras de vanguardia rusas. (El museo es conocido también porque cuenta además con la mayor colección de Pop Art fuera de Estados Unidos y la tercera colección de Picassos del mundo).
La colección de obras rusas incluía 100 pinturas que comenzaron a ser investigadas y analizadas años atrás, tanto en lo que tiene que ver con su procedencia como en su autenticidad, a través de procedimientos técnicos -pruebas de infrarrojos, ultravioletas y rayos X, examen con microscopio, análisis químicos- que pueden revelar cuando una obra es falsa ya que permiten determinar la edad del cuadro a través de los materiales utilizados: por ejemplo, ciertos acrílicos cuya aparición está fechada con posterioridad a la de la obra o elementos sintéticos en la composición del lienzo que darían cuenta de lo mismo.
De las 49 pinturas investigadas hasta ahora, 22 fueron falsamente atribuidas, aseguran los investigadores, quienes se cuidan muy bien de llamarlas “falsificaciones” por una cuestión legal (posibles demandas de los vendedores, etc).
La muestra, que se inauguró el año pasado y que terminará el domingo 7 de febrero, lleva por nombre “La vanguardia rusa en el Museum Ludwig: original y falso” y se propone como una experiencia educativa. A la vez que desnudan sus debilidades como propietarios de la colección, intentan enseñarles a los visitantes a mirar las obras también con ojo desconfiado. Por eso, junto con obras verificadas de artistas como Kazimir Malevich, Alexander Ródchenko y Natalia Goncharova, hay otras que se exhiben junto con obras semejantes del mismo autor y que fueron pedidas en préstamos a otros museos del mundo para poder comparar tonos, formas, luces, texturas.
Las pinturas realizadas en Rusia desde finales de la década de 1890 hasta principios del siglo XX, son especialmente apreciadas por el mercado del arte; una pintura de Malevich se vendió por casi 86 millones de dólares en Christie’s en 2018. Pero ese mismo año debió cerrar una exposición en el Museo de Bellas Artes de Gante, en Bélgica, cuando algunos académicos cuestionaron la autenticidad de algunas de las obras. Y es que el mercado está inundado de falsificaciones y la vanguardia rusa rankea alto en ese terreno.
Las obras de la vanguardia rusa entusiasmaron durante mucho tiempo a los coleccionistas occidentales. Según explica el crítico Konstantin Akinsha en el catálogo de la exposición, durante la era soviética temprana “los diplomáticos intercambiaban voluntariamente (...) objetos deseados de Occidente, como jeans, LPs estadounidenses y botellas de whisky” por cualquier obra adjudicada al movimiento vanguardista. Un coleccionista llegó a describir cómo las falsificaciones de las pinturas de Kandinsky eran tan buenas que confundían incluso a la viuda del artista. Un dato político e interesante: a finales de la década de 1960, el cambio de nomenclatura por el que el arte moderno de los rusos pasó de llamarse vanguardia “soviética” a convertirse en vanguardia rusa, ayudó a incrementar las ventas en medio de una ideologizada guerra fría.
En su artículo, Schwarz se anima y va más lejos al sostener que las ventas sostenidas de las obras fraudulentas no sólo elevaron su precio sino que esa oleada de pinturas podría en realidad haber “creado” una escuela de arte que “sólo existía en la mente de los coleccionistas occidentales”.
Y acá llega Nina Kogan, la artista que a lo mejor no existió y que tuvo al menos dos muertes pero cuyas obras están en museos y también se exhiben en el Ludwig como prueba de obra “falsamente atribuida”.
En los años 80 del siglo pasado, cuando marchands y expertos se interesaron en las creaciones de la escuela de Vitebsk, también llamada UNOVIS (creada por Malevich en 1919), una gran cantidad de obras suprematistas inundaron repentinamente el mercado, especialmente en Occidente. El nombre de la artista que firmaba esas obras era Nina Kogan. Solo se sabía que había sido discípula de Malevich y de Chagall y que había trabajado como ilustradora de libros para niños. También se decía que había muerto en el gulag, adonde la habrían llevado por supuestas actividades contrarrevolucionarias, y que habían sido sus amigos quienes luego de quedarse con sus obras, habían comenzado a venderlas.
Para explicar la procedencia de las acuarelas y gouaches, en un catálogo publicado en 1985 por la Galería Schlegl, con sede en Zurich, ya se citaba una brevísima biografía de Kogan. Según los autores, la artista había nacido en Vitebsk y había muerto en el gulag y solo sus verdaderos amigos habían podido guardar sus obras para la posteridad.
Alexandra Shatskikh, del Instituto de Historia del Arte de Moscú. es una experta en la escuela de Vitebsk y autora de un libro sobre el tema. Con la clásica ironía rusa dijo hace unos años que “Nina Kogan tenía algunos amigos extraños. Eran extrañamente ignorantes de los hechos de su vida “. Y explicó que, aunque podía probarse que Nina Kogan fue estudiante de Malevich y miembro de UNOVIS, todos los demás detalles biográficos proporcionados por quienes vendieron las obras de la supuesta pintora eran falsos, comenzando por su lugar de nacimiento y terminando con las circunstancias de su muerte.
Contrariamente a las afirmaciones de los autores del catálogo, Kogan no nació en Vitebsk -sí vivió allí- y aunque murió en circunstancias trágicas, no fue en un gulag en Magadán, sino de hambre y enfermedad, durante el sitio de Leningrado por los nazis, en 1942. De origen judío, para poder conseguir un buen trabajo, su padre, un médico militar, se había convertido al cristianismo ortodoxo. Nina creció en ese marco de familia de clase media, estudió y se formó en el dibujo y la pintura y trabajó en la ilustración de libros, además de en la docencia.
En 1934 fue arrestada en pleno stalinismo y estuvo tres meses detenida. A la salida de prisión, comenzó a quedarse cada vez más sola y con severos trastornos psiquiátricos. No se sabe cuál fue el día de su muerte ni dónde fue enterrada. De todas las fotos que durante años eran señaladas en internet como documento de su existencia, solo queda una, borroneada y difusa como su vida. Las otras ya no llevan su nombre, que fue eliminado sucesivamente de diferentes sitios de la red. Queda, también, un retrato de 1924 que le hizo otra artista, Vera Hlebnikova (1891-1941).
Como para seguir desconfiando de lo que se supone es una gran producción, según Shatskikh, como pintora Kogan no era especialmente dotada y su fase suprematista no duró mucho. Es más, la experta sólo consiguió hallar tres obras suprematistas de Kogan documentadas en los archivos, por lo que dedujo que todo lo demás que se le atribuyó fue claramente fraudulento.
Este es un pequeño perfil de Nina Kogan que puede encontrarse en el sitio artoftherussias:
“Nina Kogan fue estudiante de Kazimir Malevich a principios de la década de 1920; desde finales de la década de 1920, se aleja del arte abstracto geométrico hacia el realismo expresivo, privilegiando como sujetos a los “marginales”, es decir, a las personas que no estaban a la vanguardia de la Revolución. Posteriormente fue encarcelada por actos “contrarrevolucionarios”; tras su lanzamiento, se ganó la vida diseñando libros para editoriales en Leningrado.”
Todo indica que Nina Kogan no es la autora de los cuadros que se le adjudican y poco a poco la tecnología ayuda a echar luz sobre episodios oscuros de la historia. Sin embargo, aún si no hubiera pintado esas obras, valdría la pena leer sobre ella. Por ejemplo, para buscar algo más sobre su relación de amistad con una de las mayores poetas de la historia, Anna Ajmátova, la autora del inigualable Réquiem.
Lydia Chukovskaya, amiga y editora de la poeta, recordó en sus “Notas sobre Ana Ajmátova” que “Ajmátova era amiga de la pintora de Leningrado Nina Kogan, a quien yo conocía un poco ... una mujer humilde, no hermosa pero muy talentosa. Vi un retrato de Ajmátova de Kogan; interesante, la esencia misma de su belleza”.
Nina vivió y pintó cerca de artistas inmensos pero no fue la que durante tanto tiempo se creyó que era. Ni siquiera podemos estar seguros de cómo murió ni cuándo. Se sabe que estaba muy sola cuando los nazis sitiaron la ciudad. Fueron novecientos días, entre 1941 y 1944. Eran tres millones de habitantes, los muertos fueron más de un millón. ¿Murió de hambre? ¿Murió de frío? ¿Se suicidó? ¿Alguno de los habitantes de la kommunalka, el piso comunitario en el que vivía, le habrá tomado la mano a la hora de su muerte?
Ahora, si fuera millonaria, seguiría leyendo más sobre Nina, o sobre Chukovskaya y su marido ejecutado en prisión sin que ella supiera de su muerte. O sobre la gran Ajmátova, quien en el intento de no dejar registro de su obra, cuando visitaba a Lydia susurraba partes de su gran poema sobre las víctimas para que Lydia se las guardara mientras que cuando se veían en su propio apartamento, para sortear los micrófonos, le hacía un gesto al techo y decía en voz alta a la amiga: “¿Quieres un poco de té?”, mientras le pasaba una página escrita a mano.
También, en esta cadena de lectura, podría quedarme horas leyendo sobre la sociedad de la desconfianza, el terror y los susurros de los tiempos de Stalin.
Pero es tarde y tengo que mandarte esta carta.
Hasta la próxima.
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