Para el suizo Albert Anker (1831-1910) nada era más interesante que ese pequeño destello que se produce dentro de un hogar. Llevaba al lienzo aquello que parece ordinario, esos encuentros que la rutina nos hacen pasar por alto, para retratarlo con una profunda belleza y veneración, como en Dos niñas durmiendo en el banco de la estufa.
Continuador de una tradición muy extendida, en su interiorismo, Anker aportó una mirada cálida, eternizando encuentros sutiles, pequeñas comuniones cotidianas a partir de un uso del color peculiar para entonces.
Su obra es narrativa, despierta sensaciones del pasado, con una cierta melancolía feliz, y si bien resultan un buen documento de su época, hay una humanidad en el tratamiento, en la perspectiva, que hace inevitable la empatía, el querer ser parte del cuadro. Y su realismo costumbrista es cálido porque lo sentía como una extensión de su propia vida, más allá de su gran poder de observación y representación.
Anker nació y desarrolló su obra en Ins, Cantón de Berna, Suiza. Si bien su etapa formativa fue realizada en la Escuela nacional superior de Bellas Artes de París, recorrería varios países europeos para examinar las obras maestras de la pintura.
Tuvo una familia numerosa. Y en su trabajo, su talento parece haber tomado el lugar de la cámara fotográfica, ya que fue captando esos momentos trascendentales, como el inicio de clases, las fiestas familiares, matrimonios de conocidos, e incluso los tristes, como entierros, entre escenas como nietos leyendo a sus abuelos o abuelos contando historietas a sus nietos; madres arropando a sus hijos a la hora de dormir, siestas varias, bajo los árboles mientras se busca leña para calentar ese hogar campesino o junto a la estufa, como en esta pintura de 1895, que se encuentra en el Kunsthaus Zürich. Anker realizó de su obra una biografía.
Aquí retrata a las hermanitas Räubi, vecinas de Ins, que encuentran en el calor residual que dejó la estufa en la piedra el lugar ideal para el descanso. La gama de colores es clásica de su obra, con fondos más oscuros y la luz sobre los rostros.
El artista realizó una obra sin buscar moralejas, ni crítica social, no miraba las dificultades de los campesinos, ni las largas horas de trabajo en un clima hostil. Eso era una parte de la vida como se la conocía entonces, y él, lejos de la postura del artista de la ciudad, no se interesaba en denunciar ni en sentar posición porque, a fin de cuentas, lo vivía en su cuerpo, en su piel.
Le interesaba la otra parte de la vida, la que irradiaba luz a su vida, la que hacía que aquellas dificultades valieran la pena. Los campesinos de Anker son dignos, dignos y felices, o por lo menos es lo que buscó demsotrar. Hay una idealización en su legado, sin dudas, pero a fin de cuentas un artista reproduce sus interses, lo que surge de su interior, y a Anker le interesaba esa parte de la vida que para la mayoría pasa de largo.
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