Las buenas influencias. Elisabeth Louise Vigée-LeBrun nació en una familia humilde pero con sensibilidad artística en las afueras de París, en 1755. Su padre era retratista y eso le abrió las puertas a las familias burguesas. Y le enseñó todo lo que sabía a su pequeña hija que, así como su hermanito mostraba interés para la literatura, ella prometía un talento especial para la pintura.
De los 6 a los 11 años vivió en un internado y aprovechó ese tiempo para pintar sin parar. Pero a ocurrió lo peor: su padre, su maestro, a quien ella doraba y admiraba, murió repentinamente en una operación médica fallida. Podría haber dejado de pintar, podría haberse hundido en la depresión, pero ocurrió lo contrario: tomó los pinceles y se puso a pintar. Durante su adolescencia retrató a toda su familia.
Fue su madre quien la ayudó a abrirse su propio estudio. Tenía sólo quince años pero, como le decían todos, pintaba como nadie. Duró unos años hasta que las autoridades le exigieron cerrarlo porque no contaba con las licencias requeridas. Una vez más podría haber desistido, pero hizo lo opuesto: buscó ingresar en las instituciones del arte, y lo consiguió: en 1774 entró en la Real Academia de Pintura y Escultura.
Ese mismo año conoció al pintor y comerciante de arte Jean-Baptiste Pierre LeBrun, con quien se casó en 1776. No estaba enamorada pero necesitaba salir de su casa: no aguantaba más vivir con su padrastro, la nueva pareja de su madre. Como su marido era un mujeriego, adicto al juego y a las prostitutas, ella se enfocó en su trabajo.
De a poco empezó a hacerse un lugar entre los miembros de la nobleza francesa que, conforme avanzaba su carrera, le pedían más y más retratos. Con sólo 23 años fue invitada a Versalles para pintar a la reina María Antonieta. Su carrera recién empezaba. Y con su marido las cosas no iban bien, pero podían mejorar: decidieron empezar a viajar juntos y visitar los mejores museos de Europa.
Cuando llegó a los Países Bajos, lo primero que hizo fue ir a ver los trabajos de los maestros flamencos. Allí también pintó los retratos de algunos nobles y del Príncipe de Nassau. En cada país que visitaba hacía lo mismo: aprender y pintar. Ese era su movimiento, tomar lo mejor de cada lugar y dejarles obras a cambio, como una transacción en la que todos salían beneficiados, sobre todo la historia del arte.
En 1783 fue aceptada como miembro de la Academia Real de Pintura y Escultura. Algo inédito porque la admitieron a ella y a otras tres mujeres. Enseguida los pintores varones, que no querían perder el status, presionaron para que compitieran entre ellas. Entre esas cuatro mujeres estaba Adélaïde Labille-Guiard. Ellas se habrán reído de la ridícula competencia. Eran las mejores.
Las cosas cambiaron repentinamente en 1789, cuando se desató la Revolución Francesa. Tras la detención de la familia real, Vigée-LeBrun tuvo que huir del país porque estaba identificada como “monárquica”. Huyó con su hija Brunette, que entonces tenía nueve años. Vendrían entonces los tiempos del exilio donde se la pasaría viajando: Italia, Austria, Rusia. Allí también todos querían un retrato suyo.
Se convirtió en miembro de las Academias de Florencia, Roma, Bolonia, San Petersburgo y Berlín. Todos la adoraban y si bien estaba lejos de su patria, tenía todo lo que quería: a su hija y los pinceles. De esa época es el cuadro que aquí presentamos: Autorretrato de 1790, un óleo sobre lienzo de 100 × 81 centímetros que se encuentra en el Mettropolitan Museum de Nueva York.
“Me pinté con una paleta en la mano, frente a un lienzo en el que estoy dibujando a la reina con tiza blanca”, escribió en su diario Elisabeth Louise Vigée-LeBrun, que disfrutaba mucho de narrar el día a día de su vida, por lo cual dejó mucha información interesante en sus memorias. Recién estaba en la mitad de su vida. Moriría mucho tiempo después, en 1842, a los 86 años.
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