La poesía de Vicente Luy es como el humo de un cigarrillo: los fumadores la observan hipnotizados; los que no fuman sienten ardor en los ojos y un poco de tos. El humo, como la poesía de Vicente Luy, va para donde quiere. En mayo de 2001, cuando cumplió cuarenta, Hernán —poeta y, en palabras de Pipo Lernoud, “su amigo, su editor, su enfermero, su compañero”— le regaló un mazo de cartas de Estrategias oblicuas. Es un juego inventado en 1974 por Peter Schmidt y Brian Eno donde cada carta tiene un aforismo o una idea o un consejo. Hernán las recortó él mismo de una hoja, les puso palabras, juntó 150 y se las regaló. A los pocos meses lo llamó por teléfono para contarle que se acordó del mazo y que sacó una carta que decía “invertir”. Eso hizo: invirtió en un negocio pero no le resultó. “Vicente, invertir es dar vuelta algo”, le dijo su amigo. A los meses, escribió este poema: “Invertir también es dar vuelta. / Ante la confusión, unificar el lenguaje”.
La anécdota es una de las tantas que cuenta Hernán, así, a secas, como todo el mundo lo conoce y como él se presenta, en su libro La poesía está en ser uno: los libros de Vicente Luy, publicado por Beatriz Viterbo Editora. Está dividido en dos partes: por un lado, un repaso por los libros de Luy comentando el origen de varios versos, algunos episodios puntuales y el rumiar persistente de algunos temas en su cabeza. Y por otro lado, más breve, los “recuerdos”, donde narra con la precisión de la anécdota historias alrededor del mito cotidiano que fue Vicente Luy. Luego de leerlo, quedan muchas ideas dando vueltas: la facilidad para hacer de una existencia medianamente llana un hecho extraordinario, la forma en que la provocación y la corrección convivían en él, la abrumadora sensibilidad para reflexionar sobre la vida y su relación constante con la muerte (solía publicar pensando en que se iba a morir). Hernán compacta en un libro toda esa potencia.
A veces la tragedia es como un perro perdido: te ve y te sigue y no te suelta. Eso le pasaba a Luy. A los cinco meses de su nacimiento, en 1961, sus padres murieron en un accidente de avión. Luego de un período incierto pasando por distintas familias adoptivas, su abuelo, Juan Larrea, se hizo cargo de él. Para entonces tenía siete años. Juan Larrea fue un histórico poeta vanguardista español —en palabras de Max Aub, “el más puro exponente de los ismos en España”— que nació en Bilbao en 1895, estudió Filosofía y Letras, vivió mucho tiempo en París, fundó junto a César Vallejo la revista Favorables París Poema y se carteó con Federico García Lorca y Albert Einstein. Algo de todo ese magma entró en Luy desde muy chico y a los catorce años, tras abandonar la escuela, empezó a escribir. Cuando su abuelo murió, él tenía 19 años, una gran fortuna heredada, el fuego rockero en el pecho y la mochila de la doble orfandad en la espalda.
De 1980 y 1981, justo en esa época, son la mayoría de los poemas que salieron en su primer libro, publicado en 1991 en Buenos Aires por Ediciones Último Reino y reeditado en 2018 por la editorial Añosluz: Caricatura de un enfermo de amor. Hay algo barroco en ese debut, pero también muy liviano: grandes elucubraciones reflexivas que terminan con un “en otras palabras, sufro” o “todo esto es una porquería”. “Cuando lo visitaba, leíamos a Vallejo y escuchábamos discos. No admitía la mentira, ni el acomodo ni las aproximaciones a la verdad, conversar con él era disolver los espejismos creados para sostener lo posible o lo inevitable”, cuenta la poeta Eugenia Courtade en un libro reciente publicado por Caballo Negro Editora: Escribir no es importante: poesía reunida de Vicente Luy. Una especie de popurrí, de grandes éxitos ordenado cronológicamente con breves comentarios de algún amigo o escritor, como Courtade.
En 1999 llega La vida en Córdoba: una edición de autor pagada de su propio bolsillo con tapa dura, tamaño 22 x 31, ilustraciones, 1,70 kilos. “Ni la imprenta ni yo pudimos convencerlo de aprovechar mejor los pliegos de papel para no tener tanto desperdicio”, escribe Hernán y cuenta: “Algunos hechos ocurridos luego de la edición de Caricatura influyeron definitivamente en el material de La vida en Córdoba: Vicente había cumplido treinta y tres años y ninguno de los signos que el abuelo había visto en él se habían manifestado (quizá de ahí la decisión de entregarse por completo a un mesianismo salvaje). Estaba participando de Verbonautas, cotejando sus poemas con pares y leyéndolos en público. Estaba enamorado de Angie (María Angélica Vaca Narvaja) y se habían mudado al chalet Gina en Villa los Altos en Salsipuedes. Y, último, pero no menos importante: se enteró que de chico había sido salvajemente golpeado durante años por uno de sus ‘hermanos’”.
En una entrevista de 2010 con Guillermo Romaní y reproducida La poesía está en ser uno, Luy dice: “Vivía en el dolor. En el dolor. Yo pasé por un golpeador de los tres a los siete años. El pibe tenía problemas y me pegaba con permiso de los padres. Porque antes de que llegara yo a la casa le pegaba a la hermana, le daba la cabeza contra la pared. Cuando llegué yo se olvidó de la hermana y se la agarró conmigo. Para los padres, una salvación: su hijita ya no iba a morir y con Vicente después veíamos. Fue tan violento para mí que lo borré todo de mi memoria. Mi familia me lo recordó… mi poca familia segunda, tercera me lo recordó cundo yo tenía treinta y pico de años. Mi prima, la golpeada, me dijo ‘¿Cómo no te voy a querer a vos, si vos me salvaste la vida?’”. La vida en Córdoba, para muchos su mejor poemario, era un libro arte. Y él quería promocionarlo de todas las formas posibles.
Habló con varias personas para que leyeran sus poemas y así pasar después los spots en la radio. Una de esas personas era Luis Medina Allende, un político radical cordobés que en 1992, siendo diputado nacional, vendió la ex cárcel de mujeres El Buen Pastor a un empresario alemán de nombre Martín Thesing. En 1995 condenaron por estafa a Don Luis —así le decía Vicente— pero aún así él le acercó un ejemplar y le lanzó la propuesta. Aceptó. Fueron al estudio y grabó este poema: “¿Venderle el alma al diablo? Sí, pero cara. / Y si se puede, venderle también otras cosas. / Y venderle a Dios lo que el diablo no compre”. De esa época es la idea de crear el sitio de apuestas 50/50, cuyo lema era “Apuesto 50 pesos a que antes de fin de año muere el Papa”. La idea, publicada en Aviones (2002) era simple: una apuesta entre dos partes y la casa mediaba y se quedaba con un porcentaje. Le sacó tiempo y dinero y nunca la pudo concretar.
Su poesía empezó a cultivar la fuerza del aforismo, del slogan, del refrán, y también comenzó a salirse del libro: empapelar las paredes de Córdoba. Una vez, con fotos de él junto a sus amigos, todos desnudos, con los ojos tapados y la frase “Lo esencial es invisible a los ojos”; otra con la idea de unir a los tres equipos cordobeses —Talleres, Belgrano e Instituto— en un gran equipo que pudiera hacerle frente a Boca y a River y a todos los porteños. En 2003 sale, de forma autogestiva, No le pidan peras a Cúper, que tiene versos como este: “Antes pedimos que se vayan. / Antes, pedimos justicia. / Ahora pedimos que no se rían de nosotros. / Después, ¿qué pediremos, piedad? / Usá tu odio para el bien común. / Poné tu odio al servicio del bien común”. Y como este: “¿Tus palabras no atraviesan las paredes? / Modifica tus palabras”. Y también como este: “Empiezo por la más obvia: ¿qué es poesía? / En teoría, la única ciencia que se ocupa del problema”.
La cronología de su obra sigue así: La sexualidad de Gabriela Sabatini (2006), Vicente le habla al pueblo (2007), ¡Qué campo ni campo! (2008) y Poesía popular argentina (CILC 2009; reeditado cinco años después por Añosluz). A principios del 2010 comenzó a proyectar un libro nuevo: mitad antología, mitad material inédito. “El combustible de estos poemas fue el Prozac, nombre comercial de la fluoxetina, un antidepresivo que bloquea la recaptación de serotonina. También fue el despertador de la manía que fue ganando a Vicente a partir de abril y terminó con su internación en el Hospital Borda en octubre”, cuenta Hernán. En agosto de ese año se tomó un micro a Buenos Aires, pasó por la guardia del Hospital Argerich y se internó en el Borda. “Vivió, como todo poeta de ley, en la poesía, hasta sus últimas consecuencias. Y, como es natural, pagó el precio correspondiente de esa elección”, escribió Luciano Lamberti en un artículo en la revista Viva.
En febrero de 2012 viajó a Salta. Habló con una inmobiliaria y fue a ver un departamento que estaba en alquiler. Mientras una empleada con traje azul y buenos modales le mostraba las habitaciones, la iluminación y le hablaba de gastos y comodidades, Vicente Luy se asomó por la ventana y se tiró. El libro se publicó unos meses después, en noviembre, por la editorial Crack-Up, bajo el título Plan de operaciones / La única manera de vivir a gusto es estando poseído. Los últimos dos versos del libro son un mail que le envió a un amigo, Emanuel Rodríguez, del 20 de febrero de 2012, nueve días antes de suicidarse:
Fui a PARE DE SUFRIR
y me dijeron que volviera en mayo.-
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