En un mundo donde casi todos pueden escribir una novela pero cada vez menos pueden descifrar la notación de una partitura, Federico Monjeau ejerció el rol de mediador con pasión, responsabilidad y solvencia. Durante más de tres décadas, escribió profusamente en Clarín sobre eso que aún llamamos “música clásica”, no sin incursionar en el jazz, el tango y el folclore. Siempre afable con los neófitos y respetuoso de aquellos a quienes reconocía como sus pares, encontró el modo de introducir una nota perdurable en géneros en principio condenados a la caducidad: la crítica, la columna dominical –léase su serie “Notas al paso”–, el periodismo mismo.
Aturdidos todavía por su repentina partida, conviene repasar la coherencia de su trayectoria. Si nos remontamos a sus contribuciones en Punto de Vista, revista en la que tempranamente integró el consejo asesor, encontramos un motivo recurrente: allí Monjeau enfrentó el desafío de “cómo hablar de música en un contexto intelectualmente exigente pero no especializado”. (Cito sus propias palabras, que tal vez de manera involuntaria exponen tanto las lagunas de nuestra pedagogía popular como las de nuestras élites culturales.)
Pronto el desafío mencionado en relación con Punto de vista pudo ponerse a prueba en un contexto más ambicioso: la fugaz, pero indeleble, Lulú. Revista de teorías y técnicas musicales, que Monjeau dirigió a comienzos de los años 90. Casi cuatro décadas más tarde, vale la pena releer los párrafos redactados a modo de Editorial en el número inicial de la revista (“Más allá del espectáculo”, septiembre de 1991). La intención de esta nueva publicación, explicaba el crítico, era ocupar un lugar entonces vacante para “la teoría, el ensayo, la discusión, el análisis musical”. El proyecto nacía de un diagnóstico: la constatación de que, en la Argentina, la producción musical había contado con una representación escrita “de segundo o tercer orden, como es la crítica periodística”, en la que además faltaba toda alusión a las creaciones contemporáneas. Condenar la música al mundo del espectáculo, observaba con astucia, podía parecerse a excluirla del mundo de las ideas.
Esas afirmaciones suelen agotarse en el enunciado de programas incumplibles, algo típico de toda revista cultural que arranca. Asombrosamente, con el paso de tiempo Monjeau logró dar forma cabal a ese ideario. Desde 1988, dictó en la Universidad de Buenos Aires una materia a la medida de su fisonomía intelectual –Estética Musical–: su legado hay que buscarlo no sólo en su enseñanza, sino en la obra de quienes colaboraron y se formaron con él, todos ellos hoy en plena actividad. Entretanto, encontró o inventó la fórmula para enaltecer la crítica musical periodística, incluso en el contexto de un diario masivo, y para forzar al mundo del espectáculo a convivir con el universo de las ideas.
Monjeau tal vez creía que el crítico encarnaba la vanguardia del público, en el momento en que precisamente esa idea adorniana entraba en su crisis definitiva, una crisis de la que él, mejor y antes que nadie, era consciente. Más que a Theodor Adorno, en cuya obra nunca dejó de abrevar, y más que a todo crítico existente, por momentos Monjeau recordaba al musicólogo que imaginó Thomas Bernhard como protagonista de su novela Maestros antiguos (1985). ¿Cómo olvidar a Reger, ese crítico que, incansable, visita la misma sala del Museo de Historia del Arte de Viena mientras pergeña sus columnas semanales para el diario The Times? Reger nos enseñaba –lo mismo que Monjeau– que todas las obras de arte –incluso las más elevadas– nos deparan epifanías, pero también decepciones que hay que saber inventariar y describir. Más impiadoso que Monjeau, Reger también nos recordaba que el estado de admiración es casi siempre un estado de debilidad mental: “La verdadera inteligencia no conoce la admiración, toma nota, respeta, estima, eso es todo”.
El primer libro de Monjeau se titula La invención musical. Ideas de historia, forma y representación (2004) y reúne una serie de discusiones en torno a tres tópicos: progreso, forma y metáfora. El volumen comienza con un análisis incisivo de las correcciones que Ferruccio Busoni pretendió introducir en la escritura pianística de una de las piezas atonales de Arnold Schönberg y termina con la disección pentagramada de una de las obras fundamentales de Morton Feldman (Rothko Chapel, 1972). Estos debates, que podrían ahuyentar al lector no especializado, en realidad lo seducen y lo invitan a lidiar con un texto que, en lo fundamental, atraviesa una serie de atrapantes discusiones filosóficas: ¿cómo percibimos las formas?, ¿puede hablarse de progreso en la historia del arte?, ¿cómo se relacionan música y mito?, ¿qué paradojas esconde la utopía del “serialismo integral”? Más que como un fin en sí mismo, en todos los casos la musicología funciona como una excusa, un acicate de la inteligencia.
La propuesta de enlazar ensayos en sutil progresión, con cierta dosis de suspenso, se acentuó y refinó en Un viaje en círculos. Sobre óperas, cuartetos y finales (2018). Otra vez el crítico partía de Schönberg (e incluso retornaba a él) y decidía limitar su marco teórico a los aportes de Theodor Adorno y Paul Valéry. Pero esa circunscripción habilitaba al autor a viajar también al pasado (no más atrás del siglo XIX: Beethoven, Wagner, Brahms) y a recorrer con soltura y elegancia el paisaje musical de la segunda mitad del siglo XX y una pizca del XXI.
Si La invención musical está dedicado a la memoria de su hermano Alejandro (víctima de la misma dictadura que provocó el exilio temporario de Monjeau en Brasil) y su prólogo está repleto de afectuosos reconocimientos a colegas y familiares, lo mismo ocurre con Un viaje en círculos, dedicado a su mujer, la traductora y editora Ada Solari. Recapitulación de veinte años de crítica e investigación, la compilación también aporta materiales para una discreta autobiografía estética e intelectual. Los ensayos se entretejen con la historia de la recepción argentina de las obras consideradas en circuitos que son, sobre todo, los del Teatro Colón, el Ciclo de Música Contemporánea del Teatro San Martín y el Teatro Argentino de la Plata.
El libro puede leerse como un catálogo de predilecciones, pero también de sutiles censuras. Allí, por ejemplo, Monjeau profundizó en sus análisis tempranos de la obra de Morton Felman y rescató la figura de la compositora norteamericana Ruth Crawford, que descubrió gracias al azar de un viaje, becado en Michigan por la Fundación Wallace. Dos de los ensayos están dedicados a músicos argentinos. Uno de ellos es Mariano Etkin (1943-2016), cuya música pronto abandonó toda impronta latinoamericanista sin perder nunca su impronta paisajística. (“Puedo asegurar que no conocí a un músico más sensible que Etkin al rumor del mundo natural”, escribió Monjeau: la fidelidad de una escucha a través de los años sólo admite conjugarse en primera persona.) También hay un capítulo dedicado a las obras de Gerardo Gandini (1936-2013) que giran en torno a Robert Schumann, piezas que el crítico consideraba lo más alto de toda su producción.
A estos dos libros que no deberían faltar en ninguna biblioteca se añadirá en breve un volumen de conversaciones con el compositor y maestro Francisco Kröpfl –Viaje al centro de la música moderna–, que el sello Gourmet Musical distribuirá de manera irremediablemente póstuma. Por otra parte, el proyecto ya encaminado de una biografía razonada de Martha Argerich ahora forma parte de una tetralogía inconclusa.
La triste muerte de un gran crítico como Federico Monjeau nos deja un sinfín de interrogantes. ¿Qué pensaría él del último disco de Dino Saluzzi? ¿Sería sensible al talento del joven Benjamin Attahir? ¿Lo seduciría la ópera que Thomas Adès aún no empezó a escribir? ¿Qué reflexiones le merecerían la indigente producción del Teatro Colón en tiempos de pandemia y la parálisis que ataca tanto a los organismos estables como a la imaginación de los funcionarios y directivos? ¿Qué podríamos aprender de otra entrevista suya a Daniel Barenboim? La enumeración podría continuar. Que podamos plantearnos esas preguntas significa, entre otras cosas, que el precioso artefacto crítico que Monjeau supo crear para ayudarnos a pensar, apreciar y percibir mejor –no sólo la música, sino también el mundo que nos maravilla y nos abruma– continúa vivo y lo trasciende.
SEGUIR LEYENDO: