En la década del sesenta, un alumno de la Universidad de París VIII le preguntó a Jacques Lacan qué era el amor. Fue una pregunta capciosa porque sabía que cualquier definición que diera el psicoanalista francés sería interpretada como una máxima universal. ¿Se puede, acaso, encasillar los significados que emana el amor y atrapar su potencia en una línea? Lacan aceptó el desafío y dijo: “Dar lo que no se tiene”. Todos los alumnos de esa clase anotaron la definición en sus cuadernos. Hoy la frase circula en las redes sociales dentro de imágenes con flores, corazones o dos siluetas besándose con un amanecer de fondo. Es una definición interesante porque no “empodera” al enamorado, por el contrario, lo desnuda: da cuenta de eso que le falta, que no tiene, porque es un sujeto incompleto, radicalmente incompleto, y sólo alcanzará algún estado de gracia, momentáneo pero intenso, en el contacto con el otro, en quien ama.
En Y sin embargo, el amor: elogio de lo incierto, la psicoanalista argentina Alexandra Kohan sostiene que “el psicoanálisis es una práctica amorosa/erótica y es justamente el amor el que muestra esa dimensión temporal alterada: no se puede esperar el amor, no se puede pre-venir: el amor ‘está constantemente a contra- tiempo’”. En su nuevo libro editado por Paidós y publicado hace apenas unos meses, advierte sobre los problemas específicos de nuestro tiempo: “Hacer del amor un campo asegurado es insertarlo en la lógica mercantilista de las demás gestiones aseguradas”. Agrega más adelante: “Se escucha, a menudo, que las personas dicen de sus relaciones que alguien no les suma o no les sirve. La cuestión, entonces, no se sería tanto cómo pensar en una relación fuera del mercado —porque no hay afuera del mercado— sino, más bien, de qué modo resistir la mercantilización de las relaciones”.
A contramano de los discursos de la época, el psicoanálisis cuestiona la felicidad como mandato y alumbra los territorios oscuros que, de tan reprimidos, nadie quiere pasar por ahí. En ese sentido, en sus casi 200 páginas, Kohan recurre a diferentes autores, artistas y conceptos para meterse en el selvático terreno del amor y examinar ese barro, y también esas flores, desde diferentes ángulos y perspectivas. “El psicoanálisis es un poco aguafiestas: la apuesta analítica se encuentra en las antípodas de la promesa de la felicidad. A diferencia de la autoayuda —y de los laboratorios y de la religión— el psicoanálisis no promete la felicidad. En rigor, no promete nada, y ahí radica su potencia, su posibilidad. Algo fundamental que vino a mostrar el psicoanálisis es que no hay deseo sin angustia. Kierkegaard decía ‘la angustia es el vértigo de la libertad’ (...) No hay posibilidad de habitar una vida más acorde a un deseo sin pasar por la angustia”.
“Hicimos del amor nuestro Dios, pero Eros es un Dios caprichoso. Le pedimos demasiadas cosas. Así fue que se cansó de nosotros. Y nos abandonó”, escribe Luciano Lutereau en El fin de la masculinidad: cómo amar en el siglo XXI (Paidós). El psicoanalista argentino y doctor en Psicología y Filosofía parte del varón, una figura en cierta medida señalada y a la vez desplazada —en un siglo donde el protagonismo se corrió hacia las mujeres—, para pensar a la sociedad contemporánea. “En el patriarcado actual, el macho no es un hijo sano del padre, sino un nene de mamá, lo que lo hace más misógino aún. En otro tiempo, abandonar a una mujer era una vergüenza para el varón. Hoy la vergüenza se desplazó a ellas, que se sienten mal por no ser elegidas, y es la clínica de cada día con mujeres la que exige revisar la noción de amor romántico. Aquí es que el feminismo instaló debates de suma actualidad, de los que los psicoanalistas estamos aprendiendo”.
Una falla en la lógica del universo: cartas desde la cornisa, libro editado por la editorial chilena Metales pesados, es un intercambio epistolar en su versión contemporánea, el mail, entre la filósofa Aïcha Liviana Messina y la psicoanalista Constanza Michelson. Es una conversación íntima, reflexiva, dubitativa sobre la cotidianeidad trastocada. El título parte de una frase de Marguerite Duras en El mal de la muerte: “Usted pregunta cómo podría surgir el sentimiento de amar. Ella responde: quizá de una falla en la lógica del universo. Dice: por ejemplo, de un error. Dice: nunca por quererlo”. De este modo, el amor ronda todo el tiempo sobre sus páginas de una forma lateral, tangencial, pero con la contundencia de la presencia. “No hay saber sobre el amor o, bien, lo digo así: el amor puede ocurrir solo si estamos dispuestos a no saber”, escribe Michelson y más tarde: “El amor puede ser más que algo desesperado, es también un modo de habilitar el pensar”.
Luego escribe Messina: “Yo pienso que lo que vivimos, una relación de amor, un matrimonio, incluso una familia, es una apuesta del deseo. Nos construye, nos lanza. Nos permite fabricar lenguaje, percepciones, y también tocar límites (que pueden ser fisuras, aperturas, no cierres o fines). En el momento en el que piensas que los hijos e hijas son deseados, remiten a un bien que está delante tuyo, no detrás. El deseo no es una relación de dominación, un sujeto-agente dueño de su querer, es un camino”. Y de ese modo se abre el libro a una reflexión compartida en el ida y vuelta de la confianza y la complicidad con ribetes poéticos. “Eso me enamoró del psicoanálisis, la posibilidad de que la vida no esté escrita, el abandono del deber de responder a una identidad o a una teoría, a los destinos que la propia historia designa. Qué sé yo. No se puede soportar ser escritos por tantos discursos, ni los progresistas se salvan”, dice Michelson.
¿Y el “amor libre”? ¿Es un discurso progresista? Alexandra Kohan lo jaquea y lo califica de oxímoron, dado que “el mercado pone a jugar —no para embellecer su retórica, sino para subrayar lo imposible—, toma el relevo del sadismo y de la calidad del superyó y deja deslizar su moralismo: hay que gozar, hay que pasarla bien, no hay que aburrirse, no hay que sufrir. Y si de pasarla bien se trata, nada más alejado que el amor, señalan. Por eso la insistencia en adjetivarlo, en domesticarlo: amor sano, amor enfermo, amor tóxico, amor libre, amor abierto, amor cerrado, etc.” Sobre este punto, Luciano Lutereau escribe que “el varón de la época de Freud sufría por un conflicto con el deseo, los de nuestra época especulan con aquello que les represente una mayor ganancia, que les haga perder menos libertad, como cuando hacen del poliamor no una forma de reformular la noción de pareja, sino la vía para autorizarse varias relaciones simultáneas”.
Como la de Lacan, otra frase de estado de WhatsApp, esta vez de Sigmund Freud: “Si amas, sufres. Si no amas, enfermas”. Si el amor siempre tuvo ese claroscuro constitutivo de problema y solución, de enfermedad y remedio, ¿qué es lo que ocurre hoy? ¿Una idealización acrítica, una subestimación ingenua, una manipulación mercantil? En ese camino, el de la reflexión pausada, estos tres libros no duden en poner el amor en permanente tensión con la época, no porque hoy “se ame menos” o “se ame peor” —¿quién podría poner semejante calificativo sobre algo tan subjetivo, tan personal, tan del orden de la experiencia?—, sino porque el desarrollo del capitalismo ha hecho de la seducción, del romance, del sexo una tipificación comercial y un producto más en la góndola del supermercado. Y algo tan prediseñado, tan domesticado, tan algorítmico, no tiene la potencia esencial: lo inesperado del amor, eso que nos salva, nos mata y nos vuelve a salvar.
SEGUIR LEYENDO