Hola, ahí.
Hagamos de cuenta que me fui de vacaciones.
Y digo hagamos de cuenta porque me identifico a full con algo que tuiteó en estos días mi amiga y colega Patricia Kolesnicov y que decía:
”¿De qué trabajo? Leo, escribo. ¿Qué hago en vacaciones? Bueh”
Es eso, tal cual. “¿Qué hiciste, Hinde, en vacaciones? ¿Descansaste?”, suele ser la pregunta. Y a veces me dan ganas de contestar: “Sí, descansé de vos, también de vos y de vos, pero no de mí.”
Los que nos dedicamos a esto que llamamos periodismo cultural vivimos leyendo y escribiendo, aunque haya variedad en el propósito o en nuestros objetivos. Mientras trabajamos, escribimos notas. Cuando se supone que estamos descansando, muchos de nosotros escribimos libros. Hace algunas semanas, Pablo Gianera, otro colega, decía por radio que a veces cree que lee solo para poder escribir. Y eso es porque, incluso para escribir libros, leemos.
En cuanto a la lectura, durante la mayor parte del año armamos un cóctel entre los libros que morimos por leer y aquellos otros que tenemos que leer. En vacaciones, generalmente, todo es más llevado de la mano del gusto y las pasiones, y también pasa con la lectura. Por eso para esas semanas únicas de supuesto descanso siempre me reservo libros de largo aliento que me debo. Este año, por ejemplo, leí Canadá, de Richard Ford, una de esas novelas por las que vale la pena haber pasado por la vida, ponele.
Estamos en 1960. Dos hermanos gemelos -un varón y una mujer- de 15 años viven las consecuencias de un delito importante que cometen sus padres, un ex aviador sureño y una judía intelectual frustrada. A partir de entonces, la vida que pudo ser para esos chicos se trastoca y lo que sigue por décadas y hasta el final es aventura, oscuridad, decadencia o la libertad de una cotidianeidad sin sobresaltos, según lo que cada uno de ellos consiga por las suyas. Esto es apenas un detalle del argumento de una novela que, como me pasó hace muchos años con la lectura de Pastoral americana, de Philip Roth, me hizo sentir que me caía encima un país, una cultura, todas las preguntas existenciales y todo eso a través de un modo de narrar deslumbrante.
Y es que pasa el tiempo y no deja de alucinarme la destreza de los autores estadounidenses para contarnos el cuento. Esa capacidad que tienen para narrar una historia con el acento puesto en los detalles y la versatilidad para contemplar la acción mientras hacen una descripción delicada del ambiente y a la vez dejan espacio para la reflexión más profunda. ¡Y todo con estilo!
Siempre leemos en serie; todos tenemos nuestra enciclopedia individual (esa noción acuñada por Umberto Eco) y es por eso que cada nueva lectura se incorpora al saber de cada uno en diferentes formas. Los libros no significan lo mismo para todas las personas, digamos. Por eso en mi caso no pude evitar pensar Canadá en sintonía con Entre ellos, el extraordinario libro biográfico que Ford escribió sobre sus padres -y que leí hace un par de años- y esa idea acerca de la familia como el origen de nuestros destinos, un tema bastante transitado en la literatura norteamericana.
Vuelvo a la vida en loop de los que hacemos periodismo cultural. Hay un libro precioso que publicó recientemente la editorial de la Universidad Diego Portales de Chile. Se llama El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones, y reúne la obra completa de no ficción de la escritora Mariana Enriquez, editada puntillosamente por Leila Guerriero. En uno de esos textos, titulado “Donde yo no importe” (título que me recuerda a Cuando ya no importe, la novela de Onetti que, ya que estamos, debe haber sido uno de los mejores tituladores de la literatura de la historia), Mariana dice: “A nosotros, los periodistas culturales no se nos permite el lamento”, porque cualquier queja por nuestra parte en calidad de trabajadores parece una frivolidad al lado de otras. La idea es que como me pagan por leer y escribir, que es lo que más me gusta hacer en la vida, entonces no tengo que quejarme. Pero nos quejamos igual, amigo.
”Es que es un trabajo. ¿Qué quizás sea más grato que otros? Depende. Hay gente que disfruta mucho del trabajo que tiene. Viste, siempre te hacen esa comparación con “peor es estar en una oficina con números”. No sé, yo conozco gente a la que estar con números le encanta”, me decía Mariana hace poco durante una entrevista. Y, saben qué, efectivamente me siento afortunada -igual que ella, igual que Patricia, igual que Pablo- pero a esta altura de mi vida tampoco me confundo: leer y escribir es una pasión pero es también un trabajo que puede ser demoledor.
Y si no, que le pregunten a Fran Lebowitz (Nueva Jersey, 1950), una de las estrellas del momento, escritora y pensadora oral y digresiva, protagonista de Pretend It´s a City (Supongamos -o hacé de cuenta- que es una ciudad), la serie de Netflix dirigida por el gran Martin Scorsese, alguien que, aunque no para de trabajar (y seguro se queja), a lo largo de su vida se las rebusca también para darse el gusto con las ficciones y los personajes que más le interesan (podría mirar su documental sobre George Harrison cada semana, y no exagero). Lebowitz, una maestra de la queja y del enojo con fundamento, dice que siempre le gustó escribir hasta que le empezaron a pagar por hacerlo. Desde entonces lo detesta y, de hecho, hace casi treinta años que no escribe.
En la serie (que de no haber existido Netflix seguramente habría sido un documental), Scorsese vuelve a filmar a su amiga -ya lo había hecho en 2010, en Public Speaking, por HBO-, un ícono de la cultura neoyorquina y del humor norteamericano en su variable jewish, posiblemente una de las más exitosas si se contemplan obras como la de Woody Allen, Larry David y el mismo Roth. Pues bien, hasta ahora, a Lebowitz se la conocía en determinados distritos intelectuales y en circuitos LGTB, pero no tenía fuera de su país la popularidad que le dio el streaming.
Durante los siete capítulos de la serie, se la escucha charlando en un bar pero también en salas con público con Scorsese, quien se ríe con sus respuestas casi hasta caerse al piso; en estudios de TV con entrevistadores ocasionales geniales como Alec Baldwin, David Letterman o Spike Lee y también en un espacio montado especialmente en el que puede verse una maqueta gigante de la Gran Manzana sobre la que Lebowitz habla, opina y hace memoria: es la ciudad que adoptó en los 70, cuando salió de la casa de sus padres en New Jersey, y en la que trabajó como taxista y como empleada de limpieza -nunca los miércoles, día en que se publicaba el Village Voice-, hasta que llegó la hora de escribir para Interview, la revista fundada por Andy Warhol en 1969. A partir de entonces, sus columnas sobre cine o sobre temas diversos en diferentes publicaciones se convirtieron en referencia intelectual. También su capacidad para leer y convertir la lectura en una vida paralela.
Lebowitz tiene 70 años y una forma singular para vestirse y para hablar con el mundo, una suerte de uniforme que algunas publicaciones celebran como estilo propio. Sacos amplios, masculinos, camisas claras con gemelos -en la serie muestra un par que fueron realizados por el artista Alexander Calder-, jean azul con botamangas y botas texanas color suela. Pelo sobre los hombros, oscuro, partido al medio como libro abierto. Anteojos redondos de carey. No tiene computadora ni celular, no usa redes sociales y no le gusta cocinar. Ama visitar librerías de viejo para seguir sumando volúmenes a su fenomenal biblioteca.
Tiene el mismo auto desde 1979. Durante 26 años, vivió en The Osborne, uno de los edificios antiguos más lujosos de Nueva York y desde 2017 tiene un departamento en Chelsea de 210 metros cuadrados por el que pagó más de 3 millones de dólares. No suele mostrarlo, pero se sabe que tiene una sola habitación, dos baños y una cochera donde guarda el Checker Marathon gris perla que compró en 1979. También tiene espacio suficiente para sus casi 12 mil libros.
Algunas de sus frases son memorables, no todas las que siguen están en la serie:
”Piensa antes de hablar, lee antes de pensar”.
”Las personas importantes hablan de ideas, las personas promedio hablan sobre cosas y las personas pequeñas hablan sobre vino”.
”En la Unión Soviética, el capitalismo triunfó sobre el comunismo. En este país, el capitalismo triunfó sobre la democracia”.
”Una de las razones por las que la gente de nuestra edad venía a Nueva York, si eras gay, era justamente porque eras gay. Ahora, puedes ser gay en cualquier lugar. Vinimos aquí porque no se podía vivir en esos lugares, eso creó una densidad de homosexuales enojados, algo que siempre es bueno para una ciudad. No hay nada mejor para una ciudad que una densa población de homosexuales enojados “.”No tengo poder pero estoy llena de opiniones”.
”Probablemente músicos y cocineros son los responsables del mayor placer en la vida humana. La música de Motown, que era muy popular cuando era adolescente, cada vez que la escucho, instantáneamente me hace sentir más feliz. La música es una droga que no mata”.
”Odio el dinero profundamente. Sin embargo, mi problema es que me encantan las cosas. Odio el dinero, pero me gustan los muebles. Lo odio, pero me gustan los autos. Lo odio, pero me encanta la ropa. Odiar el dinero está bien si odias las cosas, porque entonces eres el Dalai Lama”.
Lebowitz, la gran cronista oral de Nueva York, ama las fiestas y comer en restaurantes aunque detesta las multitudes anónimas y la imposición de la cultura del bienestar. Según cuenta en algunas entrevistas de las últimas semanas hechas por teléfono fijo, la pandemia por coronavirus le dio la paz que siempre busca en su ciudad tomada por el turismo pero también le trajo un aislamiento desmesurado.
La mujer que más hace reír a Scorsese escribió dos libros de ensayos muy divertidos y exitosos: Metropolitan Life (1978) y Social Studies (1981) y durante años creyó estar escribiendo una novela y hasta publicó anticipos de ella, aunque esa ficción quedó finalmente sin terminar y por ahora sin voluntad de cambiar ese destino de frustración.
Lo que llegó a partir de ese bloqueo rotundo de escritura -y el sufrimiento por el fracaso- fue una oralidad brillante y singular en cualquier terreno, lo que derivó también en su participación como actriz en capítulos de la La ley y el orden y en El lobo de Wall Street, la película de Scorsese con Leonardo Di Caprio. Con su humor ácido y la respuesta veloz, esta mujer ilustrada puede hablar de música, artes plásticas, cine, literatura y política como de temas sociales y vida cotidiana, lo que llevó a quien fue una gran escritora y guionista a transformarse en la gurú que convoca audiencias en teatros y por TV, alguien a quien siempre es bueno escuchar.
(Recordé con el tema del bloqueo de escritura de Lebowitz el caso de Truman Capote, quien firmó en 1966 y al calor del éxito de A sangre fría, un contrato para publicar una novela, se pasó años hablando de ella en todos los medios, nunca la terminó y recién se publicó, inconclusa, en 1987, tres años después de su muerte. Estamos hablando de Plegarias atendidas, claro. A Capote también le gustaban las fiestas.)
El último capítulo de la serie, dedicado a los libros y a la lectura, es muy hermoso: “Los libros no son espejos, son puertas”, dice Fran Lebowitz a propósito de aquellos que buscan identificarse en cada una de sus lecturas. Me entretuve mucho con la mordacidad de esta mujer y sobre todo me interesaron dos de sus ideas, una, la de que no existe el guilty pleasure, el placer culpable con el que se busca disfrazar el gusto por lo que se supone que no es alta cultura. Por ejemplo, mi nueva pasión por This Is Us, supongamos. Según Lebowitz, mientras no mate a nadie, de culpable ese placer no tiene nada. (Salgo a gritar vamoooohhhh en cualquier momento).
Lo otro que me interesó tiene que ver con la cultura de la cancelación y con su oprobiosa guía de destrucción de una obra, a partir de la conducta de su creador en su vida personal. “De pronto viene alguien y me dice: ¡pero no podés seguir apreciando la obra de fulano de la misma manera! ¿Cómo que no? Vos no podrás apreciarla igual, ¡yo sí!”, le explica a Scorsese, pionero en enfrentarse a la corrección política cuando le entregaron un Oscar honorario a Elia Kazan en 1999 y más aún unos diez años después, cuando hizo un documental sobre el director de Un tranvía llamado deseo, cuya reputación quedó severamente dañada luego de testificar contra sus antiguos compañeros del Partido Comunista ante el comité dirigido por el senador McCarthy durante los años de la caza de brujas en Estados Unidos. Para Scorsese, el legado artístico de Kazan está por encima de cualquiera de sus acciones.
Vivimos en un mundo en ascuas y perdiendo demasiadas cosas en el camino para, además, tener que seguir perdiendo otras a manos de la corrección política. Sigo pensando que lo mejor para todos, mientras estemos de este lado de la vida, es que cada uno disfrute de lo que quiera y pueda y bien lejos de toda clase de policía del gusto.
¡Hasta la próxima!
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