Cuando María Luisa Bombal (1910-1980) publicó La amortajada (1938), las mujeres no hablaban de su deseo sexual. Si lo hacían, eran condenadas al ostracismo. Pero ella no era “cualquier mujer”. Había estudiado en La Sorbonne, había sido actriz, había publicado su primera novela, La última niebla, en 1934, a los 24 años de edad. Y había amado con ferocidad a Eulogio Sánchez, un hombre mayor, por quien se había hecho un disparo en el hombro al sentirse despreciada.
Por todo ello, María Luisa Bombal se atrevió a escribir, en La amortajada:
Me arrimé a ti. Todo tu cuerpo desprendía calor, era una brasa.
Guiada por un singular deseo acerqué a tu brazo la extremidad de mis dedos siempre helados. Tú dejaste súbitamente de beber y asiendo mis dos manos, me obligaste a aplastarlas contra tu pecho. Tu carne quemaba.
Y más adelante:
Esa noche me entregué a ti, nada más que por sentirte ciñéndome la cintura.
Quien dice esto es la protagonista, Ana María —nótese el segundo nombre, ¿un guiño de la escritora?—, una mujer que está, como el título de la novela lo grita, muerta. Tendida boca arriba en su ataúd, escribe Bombal, “Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si quisiera mirar escondida detrás de sus largas pestañas”.
Y lo que mira la amortajada, el cuerpo inerte, es el desfilar de una serie de personajes que le hacen recordar su vida, esa frágil materia de experiencias y de sueños recién acabada.
El primero en asomarse a su lecho final es el amante de su juventud, el compañero de juegos de la infancia, Ricardo, el primo, el que inspiró los párrafos antes transcritos y el que la dejó embarazada un poco después:
No pensaba sino en gozar de esa presencia tuya en mis entrañas. Y escuchaba tu beso, lo dejaba crecer dentro de mí.
Y luego, el aborto espontáneo una madrugada de tormenta, cuando él había dejado en claro que no tenía ya ningún interés en esa relación y ella dormía en casa de sus padres, aún en su cama de la infancia. Y entonces la despertó el viento, un rayo, y como sonámbula, se levantó de la cama, dio unos pasos y cayó por la escalera. Y Zoila, la criada, tuvo que limpiar…
…el río de sangre en que se disgregaba esa carne tuya mezclada a la mía.
Después, un matrimonio arreglado: “niña”, le dijo su padre, “saluda a tu novio”. Antonio y el desamor, los celos, el desgaste, todas esas pequeñas ruinas que van tejiendo mezquindades. Las horas desgranándose en la rutina, los hijos, los quehaceres. El aniquilamiento de todo lo que alguna vez, dentro de ella, fue ardor. La muerte que sobrevino mucho antes de este momento en que el cuerpo, por fin, dejó de funcionar.
Había logrado adaptar su propio vehemente amor al amor mediocre y limitado de los otros.
La muerte total, el trayecto hacia la nada, está a punto de ocurrirle, por fin, a Ana María. Hastiada de lo que fue, ya no quiere más que deshacerse, volverse polvo. Ya no ver nada detrás de sus pestañas entreabiertas. Pero es el llanto de su hija, su grito de “No te vayas”, lo que provoca un leve temblor de las células y la frase por la que quizá se conoce más este libro:
Debería estar prohibido a los vivos tocar la carne misteriosa de los muertos.
María Luisa Bombal escribió sólo dos novelas y algunos cuentos. Intentó matar a su ex amante, Eulogio Sánchez, por lo que pasó una temporada en la cárcel. Quizá porque, como a su personaje, Ana María, a María Luisa no le importaba no ir al cielo, porque “le parecía un lugar bastante aburrido”.
La pasión con la que vivió fue el combustible con el que prendió fuego a su obra. Hasta una película han hecho con su historia.
Cuentan que cuando vivió en Argentina, imbuida en el ambiente literario e intelectual porteño, le contó a Borges que estaba escribiendo La amortajada. El autor de El Aleph le dijo que no se puede mezclar lo realista con lo sobrenatural.
Qué bueno que María Luisa no le hizo caso.
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