Lo apodaron El Feo porque su rostro no iba en consonancia con el de otros cantantes de piel lozana y sonrisa de cine, de los galanes eternos que enamoraban en los bailes de la ciudad. Pero Edmundo Rivero más que feo fue una rara avis del tango, una voz que rompió con todo lo escuchado y una poesía lunfardesca que convirtió el habla de los bajos fondos en patrimonio cultural. El músico, compositor y guitarrista fue un punk, hizo lo que le salió de las entrañas y eso le costó muchos rechazos antes de alcanzar la consagración.
Hace 35 años fallecía en Buenos Aires y dejaba un legado que cambió la música porteña para siempre, colocándolo en el panteón de los grandes como Gardel, Corsini, Del Carril, Libertad Lamarque y Piazzolla, entre otros.
Uno de esos artistas que marcan un antes y un después, que son maestros sin haber dado clases, simplemente por haber volcado una originalidad a una obra que sería, en muchos casos, tomada por sus sucesores.
Leonel, el niño culto del arrabal
Comenzó su carrera como Leonel, nombre que heredó de un bisabuelo inglés lanceado por los ranqueles en la frontera hostil. Luego, sería Edmundo, legado de la pasión lectora de su madre Anselma por El conde de Montecristo de Dumas.
Nació en junio de 1911 en la estación de trenes Puente Alsina, donde su padre era jefe ferroviario, en una zona habitada por los últimos troperos. Vivió poco tiempo en Moquehuá, cerca de Chivilcoy, a donde su padre había sido trasladado, pero sufre una enfermedad irreconocible para los médicos del pueblo y teniendo seis años todos regresan a la ciudad, para afincarse en Saavedra.
Allí la música y la poesía ingresan de manera definitiva a su vida, no solo por parte de sus padres, sino también acompañado por todo un ambiente cultural. Su tío Justo Duarte, un contador general de la Casa de Gobierno, aficionado a la música y al canto, organizaba reuniones con poetas y cantantes, mientras que otro tío materno, Ángel Duró, lo incentivó en la lectura de Almafuerte, Lugones, Espronceda y Edgar Allan Poe, por nombrar algunos. “El canto es una manifestación emocional congénita. Mi formación se debe a mis padres, mis tíos y los payadores e improvisadores que escuché”, dijo en una entrevista.
Lejos de lo que se puede llegar a pensar por su estilo y temas, el pequeño Edmundo no fue solo un producto de los bailes de barrio y la calle. No fue un autodidacta; estudió guitarra y canto en el Conservatorio. Y el tango no fue su primer amor, siquiera Gardel.
“Lo escuchaba (a Gardel) en aquellas viejas radios y me gustaba mucho, pero yo estaba en otra cosa. Todavía no cantaba tangos sino canciones sureñas: milongas, estilos, vidalitas y esas cosas. En cambio, sí aprendí mucho de la ópera, del lied. Ocurre que cuando uno conoce a Schubert o Beethoven o Rossini o Wagner, a los grandes músicos, puede volcar esos conocimientos en el tango”, explicaba.
Hay otra anécdota que lo pinta, en la que marca el cruce entre estos dos mundos que le otorgaron una singularidad a su estilo: “Un día cayó en mis manos la Ilíada, de Homero; me la leí de un tirón, como una novela de aventuras, y me gustó tanto que decidí trasladar algunos de sus pasajes a las sextinas criollas. Cuando le puse una música de milonga pampeana y se la canté a la barra de la esquina sentado en el cordón de la vereda, mi Homero se parecía terriblemente a José Hernández”.
Estudia mucho y mientras tanto toca en bodegones, canta con payadores y comienza el circuito obligado de las radios y hoteles, todavía era Leonel. “Cuando alargué mis pantalones, ya era un consumado guitarrista y comenzaba a hacer mis incursiones por las incipientes radios de entonces”, cuenta a Primera Plana en el ’68.
En los inicios de los ’30, forma un dúo con su hermana Eva y otro con su hermano Aníbal. Con ella transmitían música popular por Radio Cultura; con él interpretaban en guitarra música española, a la hora del té en el Alvear Palace Hotel. Se convierte en acompañante de otros que obtendrían fama, como Nelly Omar y Francisco Amor. Pero seguía siendo un segundón, un buen guitarrista.
“El primer sueldo que cobré en la radio fue producto de un trueque entre la emisora y una casa anunciadora: ¡un pescado!… aunque a elegir entre pejerrey y merluza”.
Pero la guitarra no solo fue el camino hacia los primeros trabajos, sino también “una llave dorada” que le permitió ingresar a un mundo accesible para pocos, los bajos fondos, los bares dudosos, donde se reunían ladrones, matones y cafishos, y que traían el léxico que terminaría de forjar la leyenda: el lunfardo.
Cuenta la leyenda que una vez, en un cine del barrio La Mosca, Avellaneda, lo contratan para musicalizar la película muda Resaca. Un día, aburrido de repetir lo mismo, se animó a cantar. Sufrió su primer gran rechazo, el público golpeó los pies contra el piso y fue despedido esa misma tarde.
El “levante” telefónico que lo cambiaría todo
Conocer mujeres no era sencillo fuera de los ámbitos normales y los padres estaban siempre allí presentes. Por lo que junto a su amigo Benjamín Achával habían articulado un método poco ortodoxo, pero que había rendido frutos: llamaban a un número al azar y si atendía una joven, le entonaba una canción romántica.
Una tarde, después de la canción, la muchacha le dijo: “Tengo un conservatorio y sería bueno que lo escuchara mi hermano. Está formando una orquesta”.
Era Hermelinda de Caro, hermana de Julio, ya un más que exitoso violinista y director de orquesta. Sin embargo, para su desilusión, la agrupación era de José de Caro y allí estuvo dos años recibiendo para mínima, hasta que Julio lo convocó para los carnavales en el cine Pueyrredón, del barrio de Flores. “En lugar de levantar una mina me levanté una orquesta”, dijo años después.
Pero el dinero seguía escaseando. Así que abandonó sus sueños y se convirtió en un oficinista del Servicio Administrativo del Arsenal de Guerra, aunque aquella vida de horarios y reglas lo perturbaba. Un amigo, Emilio Karstulovic, ex corredor de autos y propietario de la radio La Voz del Aire y de la revista Sintonía, lo llamó una tarde y le propuso un programa. Aceptó. Tenía que intentarlo de nuevo.
No pasó ni un día y ya había recibido una invitación de Horacio Salgán. Dos revulsivos de Tango se encontraban. Salgan era un arreglador exquisito, pero que iba en contra de los ritmos aceptados por el público. Buscaron un lugar para tocar de manera permanente, pero todos los rechazaban, así que debían deambular por diferentes bares.
“La música de Salgán, sus orquestaciones, en esa época eran revolucionarias y yo tenía una voz de bajo, cosa inaudita en un tiempo donde todos los cantores de tango exhibían registro de tenor”. “Lo que hace ese director no es tango y para colmo tiene un cantor enfermo del pecho”, les decían.
El estilo de El Feo no era canónico. Nada tenía que ver con el arquetipo exitoso del pintón o el compadrito de la época de oro del tango. Su registro bajo, en un contexto dominado por los barítonos y tenores, además era acompañado por letras con ese idioma inentendible para muchos, cuando lo que marcaba el mercado entonces era lo romántico.
Todo esto produjo que lamentablemente del trabajo con Salgán no existan registros. Sin embargo, más allá del rechazo, ese cantante de voz cavernosa comenzaba a tener sus admiradores.
El ’47 fue el año bisagra. Se une a la orquesta de Anibal Troilo, y sucede algo paradigmático. La gente deja de bailar y comienza a aplaudir y tirar cosas al aire. Esta situación incomoda y molesta a Pichuco; una orquesta era el corazón de un baile, no un espectáculo en sí mismo. Hay una pequeña guerra de egos allí dentro, pero el éxito los mantiene unidos.
La sociedad dura tres años y quedaron un par de docenas de grabaciones, algunas a dúo con Floreal Ruiz. Entonces, su voz pasó a ser canónica en tangos como El último organito, o Yo te bendigo, pero sobretodo con Sur, de Manzi y Troilo.
Ya en el ’50 tiene estrella propia y comienza a participar en el cine: El cielo en las manos (1950), Al compás de tu mentira (1951), Pelota de cuero (1963), La diosa impura (1964), Buenos Aires, verano 1912 (1966) y Argentinísima II (1973).
Así llegan las giras por el interior, los grandes contratos y para el ’59, actúa en Madrid durante siete meses. A mediados de los ’60 recorre los países de latinoamérica y Estados Unidos. Incluso, llega a Japón, donde es un éxito.
“En Japón hay una sociedad, la ‘Suivu Kai’, cuya traducción es, aproximadamente, ‘La reunión de los miércoles’. Sus filiales reúnen a veinte millones y se denominan ‘Los maniáticos del tango’, ‘Corrientes y Esmeralda’, ‘Los locos del compás’, ‘Buenos Aires’. Todas las semanas sus afiliados estudian castellano una hora, para poder comprender las letras de nuestras canciones, discuten sobre estilos porteños de interpretación y hacen fervorosas apologías de nuestros cantores”, decía a la vuelta del viaje. En honor a aquella experiencia compuso Arigató, Nipón, Arigató (Gracias, Japón, Gracias), con palabras en el idioma local.
En 1965 canta las milongas de Jorge Luis Borges musicalizadas por Ástor Piazzolla. A pesar de su conocimiento arrabalero, aseguró ingresar en esas letras a “otro país, a pesar de nombrar seres y lugares que creía conocer desde años”, escribió en Una luz de almacén, su autobiografía. Además, publicó Las voces y Gardel y el canto.
En 1969 inauguró el emblemático El Viejo Almacén, en San Telmo, que se convirtió en uno de principales centros tangueros porteños y por el que pasaron no solo los grandes referentes de la música ciudadana, sino también visitantes como los ex reyes de España Juan Carlos y Sofía, Gina Lollobrigida, Rafaela Carrá o Joan Manuel Serrat. Hoy, este emblemático espacio apenas resiste ante los embistes del Covid-19.
En 1985 recibió el Konex de Platino como Mejor cantante masculino de tango. Entre el público estaba uno de sus mayores admiradores, el entonces presidente Raúl Alfonsín.
El Feo, la vox cavernosa del tango, el arrabalero punk que dio un giro a este género musical, sufrió una miocardiopatía en aquel diciembre, luego de varias semanas internado, murió hace 35 años.
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