Mariana Enriquez (1973) es una de las escritoras argentinas más reconocidas en su país pero también ha logrado en los últimos años reconocimiento y prestigio internacional. Su obra de ficción arrancó con Bajar es lo peor en 1995 y en 2019 llegó la gran consagración con el premio Herralde otorgado a su novela Nuestra parte de noche, un libro que a partir de ese reconocimiento inició un camino de celebración crítica y también de fervor por parte de sus lectores.
Entre uno y otro libro, Enriquez publicó cuentos y nouvelles, biografías, se convirtió en referente ineludible en el género gótico y de terror y, en paralelo, mantuvo y aún mantiene una intensa actividad de escritura de no ficción, principalmente en el suplemento Radar del diario Página 12, en donde se desempeña como subeditora, pero también en diversas publicaciones no solo locales sino de otros países.
Publicado por la editorial de la Universidad Diego Portales de Chile y con edición de Leila Guerriero, en sus casi 700 páginas el libro El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones reúne la mayor parte de los textos de no ficción de Enriquez, e incluye, además de los artículos periodísticos, diversos prólogos y textos escritos para diferentes festivales y eventos literarios.
Columnas que aparecían en medios en tiempos en que se acuñaba el periodismo del yo, reflexiones sobre los géneros literarios considerados menores como el terror y el fantástico, retratos extraordinarios de grandes personajes de la cultura pero también de artistas menos conocidos, en una suerte del lado B de la música y la literatura, elaborados perfiles del mundo del rock: El otro lado permite ver, a través de un conjunto de gran calidad de textos, todos los intereses de una escritora y periodista que concibió vidas paralelas para sus creaciones.
El libro recorre el trabajo de Mariana -quien además es la directora de Letras del Fondo Nacional de las Artes- y, para gran placer de los lectores, expone diversos ángulos de sus intereses (incluye sus críticas a los Beatles y a Charly García) y sus capacidades, al tiempo que despliega la construcción de un estilo. Hace algunas semanas, la periodista y escritora fue entrevistada en el programa Vidas Prestadas de Radio Nacional a propósito de la publicación de su nuevo libro. Lo que sigue es una reproducción de esa charla.
— Tu nuevo libro se llama El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones. ¿Pero es realmente el otro lado o hay una misma obra que se comunica entre la ficción y la no ficción?
— Yo creo que lo que ocurre es que hay muchas de mis obsesiones que se replican, y que con el tiempo, como periodista, logré hacer una agenda que termina siéndole útil o funcional a mi ficción. Pero para mí sí, definitivamente son dos cosas muy diferentes porque el quehacer es muy diferente. Y para qué lo hago es muy diferente y sí, me parece yo tengo mucho más separadas en mi cabeza la tarea de periodista y de escritor de lo que se nota. Entre otras cosas porque, además, apenas escribo no ficción. O sea, todo lo que ocurre ahí, muchas de las obsesiones yo las termino usando como investigaciones de lo que luego se va a nutrir la ficción.
— ¿Cuando decís “tengo en la cabeza muy separado”, hablás como de una disposición a la hora en que te sentás a escribir? ¿O hablás de una disciplina particular para la ficción y otra para la no ficción?
— Sí, totalmente. O sea, para la no ficción y para el periodismo en general, yo me muevo a pedidos. En Radar -el suplemento cultural del diario Página 12-, que es el lugar donde más jefa soy, tampoco soy la jefa total, digamos. Pienso notas, o sea se me ocurren, veo un libro y digo este libro puede ser una nota por tal y tal cosa. Y sobre todo lo pienso como un trabajo. Entonces, creo que tengo muchísima más flexibilidad en ese sentido. Puedo embarcarme en proyectos que en principio no me interesan tanto porque me interesa trabajar con alguien o me interesa lo que me vayan a pagar, por ejemplo. Puedo investigar sobre algún músico o algún artista que no me guste tanto pero que me parece, por ejemplo, que es muy interesante como personaje de la cultura. Un ejemplo claro es Charly García, que yo hago una especie de confesión hereje pero a mí no me gusta Charly García, no me gusta como músico, pero lo respeto como artista, entonces cuando me ofrecieron hacer un perfil dije sí, vamos, adelante. En literatura yo no hago nada de eso. O sea, en literatura yo me muevo por lo que me gusta, las cosas con las que estoy obsesionada. Las historias que se me ocurren y me llenan la cabeza, no sé, es absolutamente arbitrario, no responde casi a ningún otro mandato, como no soy una best seller ni siquiera me muevo con…
— Con el tema del mercado, claro.
— Claro. O sea, no tengo esa obligación. Entonces para mí el impulso es totalmente diferente. Incluso con la literatura tampoco soy tan disciplinada. Cuando estoy escribiendo me levanto todos los días y más o menos tengo un horario de escritura porque se hace necesario, sobre todo si no vas a dejar de trabajar. Pero no es que si no escribo todos los días es dramático; si no escribo tres meses tampoco es dramático. Escribo cuando quiero, cuando tengo ganas de escribir, mientras que en el periodismo sí trabajo todos los días. Para mí es muy diferente.
— Hay un texto que se llama “Donde yo no importe”, en el que no pude no identificarme, y en donde decís: “A nosotros, los periodistas culturales no se nos permite el lamento” y explicás que cualquier queja por nuestra parte parece una frivolidad.
— Es que es un trabajo. ¿Qué quizás sea más grato que otros? Depende. Hay gente que disfruta mucho del trabajo que tiene. Viste, siempre te hacen esa comparación con “peor es estar en una oficina con números”. No sé, yo conozco gente a la que estar con números le encanta.
— Claro. Este libro reúne es obra tuya de mucho tiempo. ¿Te pasó de ir revisando y de decir “yo pensaba esto pero hoy no pienso para nada así”?
— Sí, tanto como “no pienso para nada”, no. Pero sí que algo me parezca bastante irrelevante, eso sí. O cosas que me parecen desaprovechadas, también, como ciertos tonos que “bueno, a lo mejor esto tratado con otro tono o con un poco más de investigación o con un poco más de densidad podría haber sido un texto más interesante”. Ese tipo de desacuerdos tengo.
— ¿Y no pesa ahí un poco también la edad, con la experiencia?
— Claro. Tiene muchísimo que ver. Pero lo que decidí hacer fue no involucrarme en el criterio de selección. Entonces yo creo que Leila estaba armando eso, ¿no?, el camino de la voz de una mujer periodista en determinadas épocas, en diferentes épocas, y también verla crecer. No verla crecer en términos de que se hace mejor escritora.
— Bueno, pero hay una evolución también ahí, de pronto. Si uno se pone a analizar, también lo puede encontrar ¿no?
— También lo podés encontrar. Pero me parece que esa no era tanto la intención, o sea de ver crecer el estilo por un mejor estilo, sino de ver crecer los temas, el arco. Por dónde, y hasta dónde, etcétera. Y yo decidí no meterme en ese sentido, no involucrarme. Como decir, bueno, es una decisión de ella y si fuese por mí, probablemente el libro tendría 300 páginas menos. Pero por cuestiones de pudor, por otro tipo de cuestiones. No por cuestiones que tengan que ver con un criterio de editora como tiene ella. Ella, sí, por supuesto, me dijo es un libro de las dos, vos meté la mano en lo que quieras. Y yo creo que solamente quité dos columnas y creo que algún artículo, o sea tres como máximo, que en el contexto de un libro de casi 700 páginas es nada, y sobre todo los quité no con un criterio de no me gusta lo que pienso o no me gusta lo que opino sino con un criterio periodístico. O sea de escritura, quiero decir; estaban mal escritos, tenían datos que no estaban bien.
— Y ni siquiera te planteaste la posibilidad de corregir eso, dijiste directamente “no van”.
— No, nada. No, no. No porque además la decisión era no corregir los otros tampoco. Si me embarcaba en una cuestión de corregir, iba a ser como traicionar un poco esto que estamos hablando, lo de ver crecer una escritura periodística en público con lo efímero y con lo repentino que tiene, digamos.
— Sí, pero también con aquello que aparece en relación a cuestiones que van más allá de ese yo y que son más existenciales. En esas columnas, en muchas, hay un yo, pero es un yo que editamos, ese yo no es necesariamente todo nuestro yo.
— Ni todo ni la mayoría. Yo creo que uno en periodismo controla bastante menos por una cuestión de urgencia, ¿no? Cuando tenés una columna semanal, por ejemplo, hay momentos donde tenés que ceder el control porque tenés el plazo y decís bueno, está bien, que sea esto. Pero de todos modos siempre uno controla cuál es la imagen pública que está dando. Creo que es imposible hacerlo de otra manera además porque si no encontrás esa voz y si no encontrás ese yo, después se te hace muy difícil armar la columna, si tenés una por semana. Primero, porque uno no tiene por qué andar entregándole su carne viva, alma y corazón al público todas las semanas. Esto no tiene ningún tipo de sentido y tampoco es útil.
— Nadie te pide tanto, claro.
— Nadie te pide tanto. Y después de todo, es una columna de opinión, no un confesionario. Entonces creo que una de las primeras cosas que uno tiene que hacer es plantearse bien cuál es ese personaje que está hablando. Lo que es interesante en el libro, como tiene tantos años y tiene diferentes medios en los que publiqué, es que vas armando un personaje diferente. Incluso hay columnas, por ejemplo, que son para Uruguay, y yo noto muchísimo la diferencia, porque ahí le estoy hablando a gente que hay un montón de cosas que si fuese para acá las doy por supuestas.
— Claro, hay otro código. Bueno, pero eso es tener en cuenta al lector. En periodismo uno no puede no tener en cuenta al lector, no hay manera de no tenerlo en cuenta.
— No. Pero además lo que ocurre es eso, uno controla a ese nivel. Porque yo no recuerdo haberme sentado y decir “ah, tengo que hablarle a los uruguayos”, ¿me explico? Uno ya lo tiene incorporado.
— En esos textos muchas veces aparece la preocupación de la narradora por lo que va a pasar cuando sea vieja, o las alusiones a la vida yerma, o yerma y tranquila. Hay muchas referencias a lo que tiene que ver con la edad, a lo que significó ir dejando la adolescencia o incluso la adolescencia tardía, las cuestiones físicas también. Hay un artículo sobre las tetas y cómo te miran las tetas. Hay un montón de cosas que van cambiando en relación con eso pero hay otras que se sostienen. Es muy interesante.
— A mí el tema del cuerpo, y la edad y el paso del tiempo y cómo nos miran los hombres y qué debe ser una mujer, y qué significa y los mandatos, etcétera, es una cosa que me preocupó siempre, incluso antes de que estuviese de moda que te preocupe. O sea esas columnas de la revista TXT del 2003 ya había alguna gente hablando de esas cuestiones pero no tanta.
— No, claro.
— Hay una columna también que me llamó la atención cuando la releí, es una columna que se queja terriblemente de los piropos callejeros. Digo piropos callejeros porque están nombrados así en la nota, ahora no se llaman así. Pero me llamó la atención como cierta sintonía. Claro, a mí ya me molestaban, pero no era a mí, ya molestaban quiero decir. O sea, no me pasaba a mí sola, yo eso lo estaba escribiendo para un montón de mujeres con las que había hablado.
— Se estaba macerando lo que iba a explotar después, claro.
— Claro. Lo que no había pasado todavía es que hubiera un movimiento de mujeres que lo pusiera en la agenda pública con tanta consistencia. En ese momento era como una especie de inquietud y de malestar generalizado, en donde todavía quedaban remanentes de muchos términos que nosotras mismas usábamos, piropo por ejemplo, ¿no? Etcétera.
— Algo de eso también tiene que ver con lo que es el periodismo en cuanto a la sintonía de la que hablás. Como ir teniendo el oído y la percepción de ver eso que se está generando.
— A mí el tema de la edad y del paso del tiempo me sigue preocupando. Primero porque creo que es un tema para las mujeres siempre, incluso para las mujeres que fingen que no les importa, o que creen que no les importa hasta que un día te queda feo un corte de pelo y te ponés a llorar como si fueses la chica que lee Cosmopolitan que no querés ser, digamos. Es así. Es realmente así. Y un poco es una especie de mandato, un poco es una especie de imposición y otro poco es una especie de preocupación real, porque el cuerpo cambia y no es que cambie para feo o para mal sino porque cambia y lo desconocés. Digamos, yo ahora tengo 46 años, ya es un momento, yo escribí muchas columnas sobre no querer tener hijos y eso no cambió nunca, digamos, pero no cambió desde que tengo 5 años más o menos, pero quiero decir, ahora es el momento biológico real en el que, por supuesto puedo seguir teniendo hijos si quiero tenerlos de otra manera, pero ya mi cuerpo no puede tener hijos en este momento. Entonces a mí me sigue preocupando. A mí toda la relación de la subjetividad y cómo se construye la subjetividad con el cuerpo propio de las mujeres me interesa, y eso sí me interesó mucho que estuviese muy reflejado en relación a los discursos de época, porque cuando hacés una columna, creo, también tenés que hablar un poco de una manera muchísimo más general que lo que a lo mejor harías. O sea, le estás hablando a un público más amplio en algún sentido.
— Sí, claro.
— Entonces también era interesante eso, tratar de sintonizar con cuál era la conversación pública en ese momento y no irse por las ramas de lo que yo a lo mejor realmente estaba haciendo, que era, no sé, ir a un sótano y estar con mi amiga que organizaba recitales feministas punks con, qué sé yo, dieciocho bandas punks, y donde éramos de verdad diez personas en el público.
— El otro lado reúne tus artículos periodísticos, pero también presentaciones y conferencias que muestran justamente ese otro costado del que venimos hablando y en donde, de pronto, uno recuerda que no te gusta Charly García y que tampoco le gustan los Beatles.
— No. No. Qué sé yo.
— ¿Te genera mucho problema cuando decís esas cosas?
— Genera problemas, sí. Los fans de los Beatles son lo peor que hay. No la gente a la que le gusta los Beatles, los fans de los Beatles. O sea, creen que sos mala persona, que no podés apreciar la belleza, un montón de cosas. Hay una cuestión ética y moral con ser o no fan de los Beatles. Además, te lo discuten muchísimo, como si no fuese una cosa muy sencilla digamos, ¿no? Los escuchaste y bueno, no te gustaron.
— Bueno, yo te respeto, pero la verdad que no entiendo cómo puede ser que no te gusten (risas).
— A la mayoría de la gente le pasa eso, es como que no entienden. Yo no entiendo qué les gusta. Entonces, así estamos.
— ¿Pero te pasa como con Charly, que los respetás como artistas, o tampoco?
— A Lennon. Los demás me parecen un plomazo. A mí Paul McCartney me parece, realmente lo digo brutalmente, me parece un plomazo. O sea, él como personaje, sus discos solistas, la cara. No aguanto nada. O sea, realmente, no puedo entender. Bueno, está bien, así va la vida. No tiene ninguna importancia además. En los fans de Charly también hay como una cosa un poco indignada, ¿no? Yo lo digo ahora porque estamos hablando y tiene que ver con el libro, pero ya las cosas así iconoclastas decidí decirlas lo menos posible porque…
— Para no generar más grietas, digamos.
— Claro, sí, sí, ya está. Pero además no hay grieta: a todo el mundo le gusta y a mí no, entonces ése es el tema.
— Mariana, hay un texto que fue publicado originalmente en inglés y que es sobre el asado. Es un poco diferente, me gusta mucho la lengua en la que está trabajado, el abordaje. ¿Me contás un poquito el contexto?
— Sí. Eso fue creo que 2016 o 2017, que me invitaron al Festival PEN en Nueva York y estaba en varias mesas, y una de las mesas sobre comida y la organizaba una revista que se llama, creo que es Words Without Borders, que es palabras sin fronteras. Te dicen escribí algo sobre comida y vos decís pero si yo no sé hacer nada... Después, cuando hablé un poco más con los editores, me dijeron que querían hablar de comida y política, comida y cultura, etcétera. Y era muy interesante porque había un conjunto de textos entre los que estaba también por ejemplo el de una mujer de la India que vivía hacía muchos años en Estados Unidos, y que escribió un texto extraordinario sobre el tema de la comida vegetariana india explicando que había un error de traducción, como que era una comida que era vista como sana y con cierto componente hasta espiritual por Occidente y que, en realidad, en la India era la comida que surge cuando muere el marido de una mujer y la mujer queda viuda y la decisión que se toma siempre en esos casos es quitarle la carne, la carne como bien escaso, Así que claramente es quitarle la proteína y hacer que se muera más rápido, o que se ponga débil más rápido. O sea, era ese tipo de crueldad porque nadie sabe muy bien qué hacer con una viuda. Estoy hablando no hace tanto tiempo atrás. Ella incluso en el texto decía que eso le había pasado a su mamá. Entonces, las mujeres medio que se arreglan entre ellas para hacer esta comida vegetariana que tiene o que reemplaza todo lo que tiene la carne para poder estar sanas y poder seguir viviendo, era una cosa de supervivencia. Entonces yo elegí el tema del asado, meterme en el asado también en ese sentido, la carne como el bien nacional pero en algún sentido también la desgracia nacional. O sea, las grandes propiedades con las vacas, los ríos contaminados por la industria cárnica, la totalmente siniestra analogía de la parrilla con las mesas de tortura en la dictadura, la apropiación masculina del ritual del asado. Un montón de cuestiones para empezar a pensar las comidas nacionales políticamente. Fue un ejercicio muy interesante.
— En una entrevista que te hicieron reflexionás sobre cómo fuiste pensando a lo largo del tiempo la cuestión de cómo hacer terror en América Latina y, te cito, decías: “Al hacer desaparecer cuerpos, la dictadura creó fantasmas. Y además había cierto horror sangriento, no era un horror hacia afuera, se hacía todo adentro. El verdadero horror era el secuestro y la tortura. Y eso era adentro de la casa, en el espacio seguro”.
— Yo siempre quise escribir horror y empecé a pensar cuáles eran los miedos propios nuestros. Las desapariciones en la dictadura argentina todos las conocemos y tienen sus características particulares. La característica oculta, y lo digo con todo el sentido de carga del término de cómo ocurren esos crímenes, creo que es un trauma muy difícil de poner en palabras digamos. Y por algo…
— Se sigue escribiendo y trabajando sobre eso, claro.
— Sí. Y por eso creo también que se usa la misma palabra que para el fantasma. Aparecido, desaparecido. O sea, es una especie de coincidencia semántica siniestra, también, y creo que tiene que ver con esa propia acción de sustracción del cuerpo. La sustracción del cuerpo es una cosa muy difícil de superar. De hecho lo decimos todo el tiempo, lo decimos ahora con la pandemia, una de las cosas más terribles cuando se muere alguien es no poder estar con él, es siniestro eso. No poder ver la muerte es siniestro, no hay forma de que no lo sea. Y que además te la nieguen como muerte y te la nieguen desde el Estado, bueno, ya sabemos todo eso. Pero, además, es una figura que se repite en diferentes circunstancias históricas en el resto de América Latina, México tiene sus desaparecidos, Centroamérica tiene sus desaparecidos, Colombia tiene sus desaparecidos, etcétera. Bueno, por supuesto Chile. Entonces empecé a ver bastante claramente que el horror latinoamericano está muy relacionado con la política y con el poder. En muchos sentidos está muy relacionado con la propiedad, por eso aparece mucho el espacio interno, la casa, etcétera. Y en muchos casos también está relacionado con la incertidumbre económica, que es algo que aparece en varios cuentos de los que yo hago, por ahí no tan claramente o no está tan leído así, pero yo cada vez pienso más en el terror de tener 12, 13 años, y estar esperando a que llamen por teléfono a tu casa para decirle a tu papá que no va a tener trabajo, que lo echaron. Y vos lo estás esperando porque él ya lo sabe, porque él ya lo avisó. Verlo a él en esa circunstancia. Saber que dentro de dos o tres meses te vas a tener que cambiar a una casa peor. Hay mucha gente que no vivió eso. Pero en los que sí lo vivieron hay un aprendizaje del miedo, hay una especie de disciplinamiento ahí, que creo que también es trabajable desde el género.
— Leyendo distintos textos uno encuentra desde el invento del fantasma del abuelo en el sótano hasta esos fantasmas que están subiendo al terraplén y sobre los que no podés hacer ficción porque tenés que escribir periodismo, hasta los fantasmas de Pizarnik o el fantasma de Diane Arbus en Nueva York. El tema de los fantasmas aparece no solo en tu ficción sino que aparece en tu día a día, por lo menos en lo que escribís. ¿Vivís entre fantasmas, Mariana, de verdad?
— Sí, yo creo que todos. Creo que lo que pasa es que hay una predisposición yo diría sensorial a estar abierto a ese tipo de narrativas en la vida o no. Lo de Diane Arbus por ejemplo es una linda historia.
— Es hermosa.
— En un viaje a Nueva York yo estaba leyendo cuentos en un edificio que es un edificio donde se les dan becas a artistas y hay alquileres muy baratos, y ahí se suicidó ella, Arbus, en la habitación de al lado. Y el departamento donde yo estaba charlando estaba ocupado por una fotógrafa argentina que decía que se había ido exiliada durante la dictadura militar. No ver lo fantasmal de esa situación es no querer verlo. Que una persona decida no querer verlo porque no tiene esa sensibilidad, porque no piensa de esa manera, porque lo quiere pensar desde la casualidad, la política, lo que vos quieras, me parece bien, me parece que cada cual tiene la sensibilidad que quiera, pero es bastante normal que te resulte inquietante.
— Sí, sí, completamente.
— Entonces lo que yo sí tengo es una sensibilidad orientada hacia poder percibir esas cosas con más claridad que otra gente. Pero creo que es eso, nada más.
SEGUIR LEYENDO