“Azurduy”, un cuento de Edmundo Paz Soldán

Infobae Cultura publica una historia del libro “Trazado”, del escritor boliviano

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Esto ocurrió hace varias décadas, cuando, ya terminada la Normal, fui a hacer mi año de provincia a un distrito minero en Oruro. No había cumplido los veinticinco años y tenía toda la energía que se necesitaba –que creía que se necesitaba– para afrontar semejante compromiso. Todavía el mundo no me había decepcionado y creía que no había mejor forma de hacer patria que conocer el país profundo. Papá me dijo que la ignorancia no sólo era atrevida sino estúpida; hacer patria, las pelotas. La patria está deshecha y mejor curarse de espanto y asumirlo. Ya verás lo que es vivir en el altiplano y sentir el frío en tus huesos. En todo el cuerpo, concluyó enfático. ¿Y ducharse sin agua caliente? Mamá no dijo nada porque ya había fracasado cuando trató de que yo estudiara abogacía o economía. Fue tu culpa, le dije aquella vez, lo heredé de ti, recordándole que ella había ido a la Normal y había sido profesora de música hasta que se casó con papá. Lo hice porque en esa época si vivías en Sucre y eras mujer y querías irte de tu casa no te quedaba otra, contestó. Ahora es diferente. Y nada. Yo había heredado la terquedad de papá.

Un sábado a principios de febrero la flota me dejó en una plazuela del distrito. El encargado de la venta de pasajes me explicó cómo llegar a la casa que el Magisterio me había asignado. Caminé bajo la tenue luz de la mañana, arrastrando mi maleta con los dedos ateridos. Llegué a una calle de casas diminutas a las faldas de un cerro; todas iguales, de un piso, una al lado de la otra. Casas construidas en serie por un magnate minero antes de la Revolución y la nacionalización. Se habían equivocado: no era un minero, no me tocaba vivir allí. Y sin embargo la dirección era la correcta.

Metí la llave en la cerradura de la puerta y esta se abrió. Encendí la luz. Un camastro en una esquina, al lado una caja vacía de manzanas argentinas, una mesa desvencijada y un anafe. El suelo era de tierra y había olor a bosta de vaca. ¿Y dónde estaba el baño?

Había traído una frazada y me tiré sobre el camastro vestido como estaba. Me cubrí con la frazada y, pese a que el soporte metálico sobre el que estaba echado me laceraba la espalda, no tardé en dormirme.

Poco rato después me despertó un vozarrón. Era tan fuerte que parecía provenir de la misma casa. Escuché golpes en el suelo y las paredes, los gritos desesperados de una mujer, el llanto de unos niños. Me tapé los oídos con una chamarra, en vano. Los ruidos ganaron en intensidad. Su origen era la casa contigua a la mía.

Me levanté y fui a ver qué pasaba.

Golpeé a la puerta. Se hizo el silencio. La puerta se abrió y me encontré con un hombrón. Era fuerte y musculoso, nada que ver con la imagen del minero sufrido y esmirriado que circulaba en las ciudades; y era alto, muy alto, yo apenas le llegaba al pecho. Sus manazas bien podían estrujar gallinas con facilidad.

–¿Se puede saber quién gramputas molesta tan temprano? –la voz era ronca, intimidatoria.

–Soy su nuevo vecino, disculpe. Los ruidos no me dejaban dormir. Por lo visto no es nada, disculpe.

–No me pida disculpas dos veces pues. ¿Y de dondecitos ha salido usted?

–Soy el nuevo profesor para la escuelita.

–¿Conque el nuevo profesor? ¡Socia! Fue como si hubiera pronunciado una frase talismánica.

El rostro del hombrón se relajó hasta armar una sonrisa de dientes tomados por el escorbuto. La mujer apareció a su lado. Era diminuta, tenía los ojos enrojecidos y el pelo desgreñado, como si se acabara de despertar de un mal sueño. Tres niños se aferraban a sus piernas. El mayor no debía tener más de seis años.

–¡Es el nuevo profe, Luisa! Pase, pase... A ver, socia, prepárale alguito.

–No se moleste –la mano del hombre se posó con fuerza en mis espaldas y me hizo entrar a la casa de un empellón–. Será mejor...

–No nos va a rechazar nuestro cariño. ¿Cómo dijo denantes que se llamaba? –Gustavo Deza.

–Yo soy Miguel Azurduy. Todo el mundo me conoce como Azurduy aquí. Siéntese, por favor, qué alegría.

Me estrechó la mano, sentí que su presión pulverizaba mis huesos.

La mujer se dirigió a la cocina a encender el anafe y poner una caldera llena de agua al fuego. La observé de perfil y descubrí que estaba embarazada. Pronto serían seis. ¿Cómo harían para caber en una casa que a mí solo me quedaba chica?

Las clases comenzaban a principios de marzo. Tres días después de mi llegada al distrito visité la escuelita “Nueve de abril”, una construcción con paredes de adobe y ventanas rotas. A la entrada de la oficina de la directora había una bandera nacional: un trapo sucio, de colores deslavados. La directora, una morena de ojos movedizos, me dio la bienvenida y me invitó una taza de café aguado. De su rostro no se le borraba la sorpresa: le costaba creer que el nuevo maestro que había pedido al Magisterio le había sido concedido. Me explicó que había cursos sólo hasta quinto básico; los niños que querían continuar después el colegio debían irse a Oruro. Nadie lo hacía. Todos se dedicaban a ayudar a sus papás en la mina.

No había sido un amor a primera vista. La escuelita no daba para mucho.

En el canchón donde imaginé que los niños jugaban al fútbol en los recreos, podía ver, a través de la ventana, a un par de vacas comiéndose el poco pasto que crecía.

Tardé un par de semanas en instalarme en la casa. Azurduy me ayudó bastante, aunque él no hiciera más que dar órdenes que se cumplían con rapidez. Luisa vino a barrer el piso, a limpiar el cuarto. Gente del barrio donó sillas, una cómoda desvencijada, un espejo roto, utensilios de cocina. La letrina, que se encontraba detrás de la casa, fue limpiada de malezas y telarañas. Muchas veces, cuando debía salir al frío de la noche para orinar, hacía un esfuerzo por aguantarme lo más que podía. Me acostumbré a la precariedad de mi nueva vivienda, pero no al baño. Conseguí un bacín de aluminio para mis noches más desesperadas; usarlo me hizo recordar cuando era niño y me quedaba a dormir en la casa de mis abuelos en Chiquicollo y ellos me dejaban una bacinica de plástico bajo la cama.

Azurduy me preguntaba todos los días si había algo más en que podía ayudarme. Parecía tener alrededor de cincuenta años, pero seguro rondaba los treinta y cinco: la mina tornaba rugosa la piel, encallecía las manos. Era un grandote bonachón, capaz de ser gentil a pesar del susto que provocaban el trueno de su voz y la violencia de sus gestos. Me invitaba todas las noches a su casa, cuando llegaba del trabajo, y su tono no daba lugar a la negativa. Su compañía era agradable, pero también me preguntaba cómo lo tomaría si rechazaba sus invitaciones. Se sentaba en la mesa con la misma ropa con que había llegado del trabajo –un guardatojo oxidado, botas llenas de barro, camisa y pantalones de lona– y me invitaba a acompañarlo mientras Luisa preparaba algo para comer y sus hijos jugaban en una esquina de la habitación.

La primera vez que Azurduy me sirvió un vaso de un líquido transparente, me quemó tanto la garganta que debí esforzarme para no devolverlo.

–Parece alcohol de quemar –dije.

–Es alcohol de quemar –sonrió–. Un quemapecho. A ver, a ver, de nuevo, como hombre pues.

Me habían dicho que en los distritos mineros la vida era tan dura y el frío tan cortante que se tomaba alcohol puro. Lo había escuchado muchas veces, pero mi cerebro no había procesado del todo esa información. Supongo que pensaba que me hablaban en hipérbole. Azurduy tomaba ese líquido venenoso de lo más tranquilo. ¿Cómo debía tener la garganta? Una ampolla. Una costra escamosa, una suerte de tubo de metal que la tornaba insensible al pasar ese líquido inflamable por la garganta. Un eructo suyo podía incendiar su casa.

Mientras comíamos un guiso de fideos, Azurduy me contaba de la vida en la mina. De la vez en que un accidente con dinami ta había despedazado a su hermano mayor en una de las galerías. De cuando uno de sus mejores amigos había sido enterrado por un derrumbe.

–Si el Tío lo quiere, así será –decía, brin dando.

Tío por aquí, Tío por allá: hablaba de él como si fuera un ser real. Quizás lo fuera para Azurduy. Me contaba de lo que había charlado con el Tío por la tarde, de cómo este había cumplido con sus deseos de hacer que uno de los capataces más odiados por los mineros fuera destinado a Oruro. De cómo lo protegía de los accidentes. Y de cómo estaba seguro que algún día lo haría rico. Un demonio al que se le rezaba y que era un miembro de la familia: yo hubiera querido tener uno así.

El quemapecho me hizo vomitar muchas veces. Volví a casa borracho en varias ocasiones, a tumbarme en el camastro. Durante mis veladas con Azurduy, veía como él se transformaba, cómo les iba alzando la voz a su mujer y a sus hijos. Pero eso no era nada comparado con lo que ocurría apenas yo abandonaba la casa. Al poco rato se oía el quebrarse de objetos, el golpeteo de utensilios de metal en las paredes. Los gritos de Luisa, como si la estuvieran despellejando viva. El llanto de los niños. Era un ritual de todas las noches, que amainaba sólo cuando el estupor alcohólico de Azurduy lo dejaba inconsciente en el piso. Un par de veces me alarmé tanto que me levanté y fui a tocar la puerta. Azurduy me abría, y era otro: parecía no reconocerme, y cuando le preguntaba, tartamudeando, ¿está todo bien, puedo ayudarlos en algo?, me gritaba no te metas donde no te llaman, cahuete, gramputa, y me tiraba la puerta en mis narices. No me animaba a llamar a la policía por miedo a que luego Azurduy me quebrara los huesos.

Al día siguiente, cuando Azurduy no estaba, yo lidiaba con mi chaki con Alkaseltzers e iba a visitar a Luisa. Charlaba con ella mientras iba de un lado a otro limpiando la casa que apestaba a alcohol. Veía moretes en sus meji llas y procuraba encarrilar la conversación hacia lo sucedido la noche anterior.

–Un ambiente de gritos y golpes no es bueno para los niños. Y menos para ti, con una wawa en camino.

Me escuchaba en silencio y luego cambiaba el tema. ¿Quería una jakalawa para el lonche? ¿Se lo veía al Manuelito?

–A mi socio le está yendo bien, estamos pudiendo ahorrar unos pesos para visitar a mis papás en Uyuni. Mi mamá bien enferma está.

Cuando hablaba de Azurduy lo hacía con admiración, como si no pudiera creer que esa fuerza de la naturaleza, ese ciclón arrollador, se hubiera fijado en ella.

–Mis hijos diferentes a su papá han salido, pero ojalá el que viene sea como él.

Recordaba las veces en que, antes de venir al distrito, me habían dicho que si veía a un indio pegar a su mujer, no me metiera, porque la mujer saldría en ese instante en defensa de su hombre y gritaría que él tenía derecho a hacer lo que quisiera con ella. Te van a arañar la cara, compadre, cuidado. No creía en esos prejuicios. Había otra explicación, más acorde con el sentido común: Azurduy intimidaba a Luisa. Le tenía miedo y prefería callar. Yo mismo, ¿acaso no evitaba acercarme a la policía por el miedo visceral que tenía a la furia de ese hombrón? Tantos años de golpes habían acostumbrado a Luisa a creer que la realidad era así y que no había escapatoria para ella.

O quizás, simplemente, amaba tanto a Azurduy que estaba dispuesta a tolerar todo con tal de no perderlo. ¿Se podía?

Lo cierto era que me iba de la casa con más preguntas que respuestas.

Entré entusiasmado al aula el primer día de clases, preparado para la clase de matemáticas, y me topé con quince chiquillos legañosos y de abarcas. Algunos carecían de cuadernos y lápices. Eran algo callados, y debía insistir para que hablaran; cuando lo hicieron, descubrí que apenas chapurreaban el castellano, que lo hablaban muy mezclado con el aymara. Y yo no entendía el aymara.

En el transcurso de la mañana, con el escudo de Bolivia y los retratos de Bolívar y Sucre en la pared a mis espaldas, fui notando que algunos de mis alumnos se dormían. Era mi culpa, pensé, mi estilo de enseñanza los aburría. Días después, la directora me expli caría la razón: algunos chiquillos vivían muy lejos y habían caminado una hora para asistir a clases. La gran mayoría no desayunaba. Se dormían de cansancio, de falta de fuerzas.

Se me ocurrió llegar a clases con una bolsa de panes. Al menos eso, me dije, exultante al ver la alegría en el rostro de mis alumnos, las ganas con que devoraban el pan. Al menos eso.

En la superficie, sobre todo cuando hablaba por radio con papá, mi idealismo se resistía a morir. Pero era cierto que antes de cumplir un mes en la escuela, este se había resquebrajado por dentro. Ya iba contando los días para que terminara mi año de provincia.

Azurduy jamás me llamaba por mi nombre. Yo era el “profesor” para él. Lo decía con respeto, incluso con admiración. Creía que yo sabía de todo excepto de cuestiones rela cionadas con la mina, y me preguntaba desde las cosas más absurdas y triviales hasta las más trascendentales. Si de niño compartía la cama con mis hermanos. Si había viajado alguna vez en avión. Si vivía en una casa o en un edificio. Qué palabras del inglés sabía. ¿Conocía el Beni, había estado en Santa Cruz? ¿Había visto el mar? Tan diferentes el uno del otro, tan opuestos, quizás por eso nos llamábamos la atención. Él quería saber de mi vida, yo de la suya. A veces me preguntaba si se trataba de una broma o un desafío divinos el haber puesto a gente tan distinta para que se las arreglara para vivir en el mismo país, para desarrollar una comunidad. O quizás se trataba de un desafío del Tío.

Desde que comenzaron las clases intentaba verme con Azurduy sólo los fines de semana. La primera semana, me dormí y llegué tarde un par de veces. Me prometí no volver a hacerlo. Un jueves por la noche la puerta de mi casa se abrió. Era Azurduy.

–Profesor, no te hagas compromiso mañana por la tarde. Voy a pasar al mediodía por la escuela, a recogerte. Es algo bien importante.

No quiso decirme de qué se trataba. Le dije bueno, te espero, y se fue.

Al día siguiente apareció puntual. Me dijo que iríamos a la mina. Los mineros termina ban su trabajo los viernes más temprano que de costumbre y luego celebraban en la misma mina la llegada del fin de semana. Los había visto bajar alcoholizados y con dinamita en la mano por la cuesta que conducía de la mina al pueblo. Era peligroso, pero no pude decir no. Subimos en un jeep hasta la bocamina. Tuve que comprar bolsas de coca, botellas de quemapecho, dinamita y kuyunas para regalarlas a los mineros y dejar una ofrenda a los pies del Tío. En una caseta me puse un guardatojo, una chaqueta de lona y botas. Le pagué unos pesos a un ingeniero que mascaba coca para que me dejara entrar. A lo lejos se oían explosiones de dinamita.

Dos mineros bajitos se nos unieron. Ingresamos a la mina. Los primeros cincuenta metros, la galería era amplia y podía caminar sin agacharme. La luz del día todavía nos iluminaba. Luego se hizo la oscuridad: ingresábamos a los dominios del Tío. Encendí la lámpara de carburo enganchada a mi guardatojo. Me persigné.

La galería se fue angostando. Yo seguía a Azurduy, tratando de no perderle pisada. Resbalé y me hice un raspón en la mejilla. Azurduy me levantó. A mis espaldas, los dos mineros se reían.

–Primera vez, se nota.

–Qué grave, el Tío te va a culear en el oscuro.

–¡Basta, gramputas! –gritó Azurduy. Los mineros volvieron a reírse.

Trataba de no escucharlos, de concentrar me en seguir a Azurduy. Ahora debía caminar agachado, y un polvillo molestoso se metía en mis ojos y en la boca. ¿Era eso lo que luego se acumulaba en los pulmones y causaba la muerte por silicosis?

De rato en rato Azurduy iluminaba la pared rocosa y me mostraba una veta. Su lámpara se movía para mostrarme las venas del mineral. Tanto trabajo, pensé, para una vida de perros y una muerte de perros. Un esfuerzo brutal, horadando la piedra a golpes, los músculos y los pulmones consumiéndose con prisa.

–¿Falta poco?

–¿Ya llegamos?

Debimos arrastrarnos por la tierra para atravesar una zona angosta. Sentí el polvo mineral en mis labios, mi lengua, mi garganta reseca. Para eso se necesitaba el quemapecho: un veneno mataba a otro veneno.

Estaba tenso. ¿Qué hacía allí, viajando al centro de la tierra con tres individuos carga dos de alcohol y dinamita? Me prometí reme- diar pronto la situación, pedir mi traslado. Eso, si salía con vida de esa cueva prehistórica.

–Ya llegamos –dijo Azurduy–. Bien qewa habías sido.

Azurduy alumbró la estatua de yeso del Tío a un recodo del camino. Estaba cubierta de serpentinas y tenía una kuyuna entre los labios. Su falo era inmenso y estaba pintado de rojo vivo. A los pies de la estatua había cartuchos de dinamita y hojas de coca.

Nos sentamos en torno a la estatua. Obser- vé sus cuernos, su rostro de ojos hundidos y desorbitados. Conque ese era el famoso Tío. Azurduy sacó una botella de quemapecho, tomó un trago y me la pasó. Bebí un sorbo y casi escupí.

Los tres se pusieron a pijchar coca. Se les hinchaban las mejillas al unísono. Me invitaron y acepté, más que nada por no desairarlos: había intentado hacerlo en casa de Azurduy y no sentí nada. Había que saber pijchar para extraer la savia de la coca y sentir sus efectos adormecedores.

Uno de los mineros comenzó a relatar una historia supuestamente real de un minero ambicioso que había hecho fortuna jukean do. El minero había jukeado tanto que dejó trabajo y familia y se fue a vivir a Oruro. Con su fortuna instaló una compañía de transpor tes. Le iba muy bien hasta que una mañana le comunicaron que una de sus flotas se negaba a partir. Los mecánicos habían visto el motor y estaba en buen estado. Son unos inútiles, dijo el minero, yo mismo lo voy a arreglar. Se metió bajo la flota y esta, de pronto, comenzó a moverse y lo atropelló. La flota se llamaba El Tío.

–Así es –dijo Azurduy mirando a la estatua–. Con el Tío no se juega. ¿No ve?

Hubo un silencio, como si los tres hombres esperaran a que el Tío les contestara. Yo también me sorprendí esperando. Éramos cinco quienes estábamos ahí, brindando a la salud de uno de ellos, a su larga y eterna vida.

–Profesor –dijo Azurduy de pronto–. Quiero que usted sea el padrino de mi hijo.

–Por supuesto –dije, emocionado–. Tamaño honor que me haces.

Me tranquilicé. Luisa debía estar de unos siete meses. Sería el mejor padrino del mundo. Iría ese mismo fin de semana a Oruro, a comprar ropa para la wawa. Azul y rosada, por si acaso.

Bebimos en nombre del futuro hijo de Azurduy. ¿No sería una buena oportunidad para mencionarle lo de las golpizas a Luisa?

Había que pensar en la wawa. Quizás ese argumento lo convencería. No me animé. Azurduy podía tomar a mal mi intrusión.

Fue la primera vez que tomé quemape- cho con ganas, a nombre de mi padrinazgo en ciernes. Apagué la lámpara y me divertí contándole chistes colorados al Tío. Me tuvieron que sacar a rastras.

Luego me enteraría que la estatua estaba a cincuenta metros de la entrada, apenas comenzaba la oscuridad. Azurduy había impedido que la viera al entrar. Y me había hecho dar una larga vuelta por las galerías de la mina.

Se acercaba el invierno. El viento amenazaba con quebrar mis orejas. Mis papás me enviaron una estufa para sobrevivir la incle mencia de las noches. Papá había escrito una nota irónica en la encomienda: “Para el hace dor de la Patria, salud. Tomate un quemape cho a nombre de este viejo que sabe que todos nacemos al borde de la tumba”.

Había mañanas en que mis alumnos no llegaban a diez; no culpaba a los desertores. Las abarcas de llanta no protegían sus pies; sus ropas de tocuyo servían de poco en esa escue lita en que el frío parecía condensarse por las noches para atacarnos a nuestra llegada.

Azurduy no cambió su rutina. Usaba guan tes de cuero como única protección añadida. No necesito más, el quemapecho bien me calienta, decía. Subía a la mina temprano todos los días, a veces en camión con otros mineros de rostros terrosos, otras en un jeep con los ingenieros. Luisa estaba de siete u ocho meses y seguía trabajando todo el día, a cargo de los hijos y de la casa. ¿Cómo hacía para no caer rendida? Al menos las palizas habían cesado hacía un mes. Quizás Azurduy se había apiadado por la forma que había tomado el vientre de su mujer, redondo, enorme.

Un sábado por la noche, me fui a casa después de haber estado bebiendo con Azurduy y me dormí rápidamente. Soñaba que Azurduy y su mujer caían por un precipicio lanzando gritos desesperados. Abrí los ojos: los gritos provenían de la casa de mis vecinos; su fuerza había taladrado la barrera entre la realidad y el sueño. Maldije a Azurduy, gram puta, que te las cobre el Tío.

Tardé un par de minutos en despabilarme. De pronto, mi puerta se abrió. Era Azurduy, el rostro desencajado.

–¡Profesor, profesor! ¡Algo le pasa a mi socia!

Salí corriendo a la casa detrás de él. Encontramos a Luisa postrada en la cama. Gritaba y hacía muecas de dolor. Una comadrona estaba reclinada sobre su vientre, concentrada en su labor. Azurduy y sus hijos miraban con asombro lo que ocurría desde el borde de la cama. Había sangre en las frazadas.

Pasaron los minutos. Luisa perdió el conocimiento. Azurduy caminaba de un lado a otro; uno de sus hijos, el más pequeño, lloraba olvidado sobre una manta.

La comadrona extrajo del vientre de Luisa una masa amorfa, sanguinolenta, y la deposi- tó en un balde a un costado de la cama.

–Está muerto –sentenció–. Ella se salvará. Azurduy estuvo a punto de golpear a la comadrona. Se agachó y sacó al feto del balde; lo envolvió en una manta y me buscó con la mirada.

–Profesor, acompáñeme.

Me pidió que agarrara una pala y una picota apoyadas en una pared y salimos de la casa. El frío me cortó el rostro. Azurduy avanzaba a paso firme y apresurado. Eran las dos de la mañana.

Caminamos sin hablar; en esas calles vacías sólo se escuchaba nuestro resuello ansioso y el golpeteo de las botas de Azurduy. Entramos por una calle hacia la derecha, subimos por una colina e ingresamos al cementerio. Azurduy se abrió paso entre las cruces de madera que salpicaban el lugar y se detuvo bajo un molle. Yo lo seguía guiado por su silueta movediza.

Se puso a cavar. Sostuve entre mis manos la manta con el feto adentro. Me dieron ganas de abrirla, de ver si era cierto que entre sus pliegues de tocuyo se encontraba alguien que pudo haber sido algún día un niño inquieto corre teando con las ovejas, un adolescente de ojos enormes buscando la forma de escapar al desti no que había atenazado a sus papás en torno a la mina. Un estremecimiento me remeció.

Quise desahogarme, decirle que sólo había un responsable de todo esto.

–Damelo a mi hijo –gritó cuando el hueco estuvo listo.

Fue abriendo la manta hasta encontrarse con el feto. Le dio un beso, lo envolvió nueva mente y lo depositó con cuidado en el hueco. Lo tapó con paladas rápidas y se sentó en el suelo. Me fijé en sus espaldas enormes y sus manazas. Escuché que susurraba el nombre del Tío; me persigné. Extrajo una botella de quemapecho de uno de los bolsillos interiores de su chaqueta. Cuando me la pasó, bebí sin quejarme.

Azurduy se puso a hablar con el Tío en un tono informal y susurrante, como si el Tío se encontrara junto a la tumba de su hijo que no había sido.

–Acepto tu voluntad, pero por favor no me vuelvas a castigar de esta manera.

Azurduy movió la cabeza como si hubiera escuchado una respuesta.

–Soy un cahuete gramputa. Pero también un buen hombre. Bien trabajador. Queren dón de mi socia, de mis hijos. Volvió a mover la cabeza, asintiendo. Hice lo mismo.

–Gracias por salvarla a mi socia. Porque vas a salvarla, ¿no?

Se quedó en silencio, como esperando la respuesta del Tío. Silbó el viento, un murmullo serpenteante, y yo sentí como si en esa oscuridad algo, alguien estuviera tratando de formar palabras, pronunciarlas. Azurduy no había notado nada. Entendí que el Tío me quería decir algo. Hubo terror y temblor en mi corazón.

–Sí, por favor –dije de improviso–. Ya se la has cobrado bien cobrada, ya no más por favor.

–Ya, ya, ya, qué te pa...

–Callate gramputa –mi tono era firme y no admitía respuestas. Me hinqué sobre la tierra recién excavada y encomendé su wawa al Tío, y le pedí por Luisa, por él y por sus hijos.

Azurduy seguía con los ojos bien abiertos y yo no podía callarme. Junté mis manos y miré al cielo, como me habían enseñado a rezar los curas salesianos en Cochabamba, y le pedí al Tío que nos permitiera terminar el año en paz. Era cierto que nacíamos al borde de la tumba. No era menos cierto que había múltiples destinos posibles y en uno de ellos uno no moría antes de nacer, no moría niño, no moría joven con cara de viejo, moría de causas naturales, en la paz del sueño, entrega do a uno de esos otros mundos que habitan en nuestro interior. Le pedí al Tío que nos concediera ese destino.

Amanecía cuando volvimos a la casa.

"Trazado" (Editorial Cuneta), de Edmundo Paz Soldán

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