¿La Eva Perón de Silgo XIX?
En 1971, tras un horrible periplo de quince años que bien podría considerarse como un compendio absoluto de la maldad humana, el cadáver de Eva Perón presentaba indudables signos de odio, tirria y venganza. Varias cuchilladas en la sien y cuatro en la frente; un gran tajo en la mejilla y en el brazo; nariz completamente hundida; cuello seccionado; fractura de tabique nasal; un dedo de la mano (derecha) cortado; rótulas fracturadas; pecho acuchillado en cuatro lugares; capa de alquitrán en la planta de los pies; tapa del ataúd perforada; cuerpo recubierto de cal viva; y sudario enmohecido, corroído. El cadáver de María Encarnación Ezcurra, muy por el contrario, pervivió inmaculado. Recuerda María Sáenz Quesada que, cuando su cuerpo fue trasladado a la bóveda de la familia Ortiz de Rosas en el cementerio de la Recoleta, ochenta años después de su muerte, apareció “incorrupto”.
La fuente que toma la historiadora es la de un testigo directo: el monseñor Marcos Ezcurra, sobrino nieto de Encarnación. “El rostro podía retratarse con las facciones perfectas, con un blanco de cera amarillosa; los cabellos castaños brillantes cayendo en dos bandas onduladas desde la alta y amplia frente; los ojos cerrados pero con expresión de vivos; la boca entreabierta rezando una plegaria y los vestidos intactos, el hábito blanco de los dominicos, al cuello el escapulario de la Hermandad de los Dolores, las medias de lana blanca y los zapatos negros flamantes […] parecía dormida”. El clérigo luego se pondrá místico y dirá que ese estado de pureza tenía como causa un “designio divino”, pero no es la idea aquí profundizar en ese andarivel vinculado al orden de lo misterioso.
Simplemente se trata de utilizar el estado de ambos cuerpos post mortem para señalar una de las pocas diferencias, más allá de las contextuales, que se pueden rastrear entre dos mujeres de las tres más importantes de la historia argentina. Entre la Eva, la pobre y hermosa Eva, a quien esos miserables intentaron recordarle su origen pobre y “adulterino” hasta después de muerta, sin saber que el alma del pueblo estaría por siempre con ella. Y la también pobre Encarnación, cuyo cuerpo inerte se salvó solo por ser de abolengo. Por provenir de una familia bien, pese a su giro popular, nacional y mazorquero. Comparar “académicamente” vida y obra de estas dos mujeres nacidas y vividas en tan distinto contexto histórico es un filo complejo que no pensamos transgredir, claro. Pero sí intentar, en otro nivel de análisis, enhebrar lazos de sentido que se corresponden con una línea histórico-política vigente en el imaginario nacional y popular: la que sus dos maridos componen junto a José de San Martín. En efecto, tal como la de su sus compañeros, amigos y esposos, las vidas de Encarnación y Eva, aun con los anacronismos salvados, gozan de más similitudes que contrastes.
El más significativo entre estos últimos lo marca el citado derrotero de sus cuerpos, situación sellada a fuego por tan disímiles orígenes. La alcurnia de Encarnación difiere claramente con la pobreza de arranque de Evita. Juana Ibarguren, su madre, la había parido en La Unión, paraje campero distante unos veinte kilómetros de Luján, frente a la toldería del cacique Coliqueo y ayudada por Juana Rawson de Guayaquil, una comadrona mapuche de la zona. Lejísimo de la cuna de ralea que le tocó a Encarnación, Eva partió hacia la vida con una mácula civil estampada en el documento (“hija adulterina”) y conoció las privaciones desde la teta de una madre que tenía que coser ropa para afuera, con el fin de garantizarle el sustento mínimo a ella, y a sus cinco hermanos. Nadie le contó a Evita lo que era la pobreza.
El arranque de ambas, entonces, va de suyo. Derriba cualquier estupidez que se diga respecto de la meritocracia. Eva, privada de los más mínimos lujos, encargada de parar la olla en casa e imposibilitada de una educación acorde a una niña de su edad. Encarnación, super cuidada en casa de niña bien, y educada como tal, a base de tutores y alimentación apropiada. Eva, que se sube al primer tren a Buenos Aires con tal de escaparle al suplicio de los padecimientos materiales y morales que le provocaba su condición de hija natural. Encarnación, que va de su casa urbana a las estancias de sus padres durante los veranos, y vuelve durante los inviernos, sin que le falte absolutamente nada material.
Distancia primera y primal, entonces. Distancia segunda: la posición asumida por ambas, ya grandecitas, respecto de la Sociedad de la Beneficencia, también conocida como “Damas de Beneficencia”. Aunque –axial– aquellas damas patricias de la primera mitad del siglo XIX no habían adquirido aún el esplendor clasista, de limosna y desprecio, que denunciaría Eva hasta lograr su eliminación en 1947. Lejos estaba Encarnación de algo así. No hay testimonios directos suyos sobre la institución creada por Martín Rodríguez, a instancias de su ministro de gobierno Bernardino Rivadavia, en 1823. Sí se constata que su esposo Rosas minimizó el margen de acción de la institución en su segundo gobierno. “Durante el gobierno de Rosas, la institución quedó resumida a su mínima expresión”. Entre otras medidas tendientes a ello, las dificultades económicas provocadas por el bloqueo francés en 1838 llevaron al Restaurador a suprimir su subvención.
La Sociedad de Beneficencia era un organismo estatal destinado a ayudar y “educar” niñas pobres, función que hasta entonces había cumplido la Iglesia católica, a través de diversas instituciones como la Casa de Ejercicios Espirituales o la Hermandad de la Caridad. El manejo político y educativo de la entidad corría por cuenta de mujeres de la alta sociedad y así transcurrió, con sus giros y bemoles, hasta la decisión de Eva de reemplazarla por la Fundación, por considerarla un organismo de “filantropía oligárquica”. Lejos habrá estado Encarnación de ello, máxime si se tiene en cuenta que varias mujeres cercanas a ella, más allá de la intervención de Rosas, tuvieron relación directa con la Sociedad, como el caso de Agustina Rosas, su presidenta durante ese período, y la misma Mariquita Sánchez, que también llegaría a ese puesto.
Como fuere, priman claramente las analogías entre ambas. La situación de los pobres, más allá de su posible opinión sobre las damas, no era algo que le fuera extraño, hostil o lejano a Encarnación. Va de suyo por lo trabajado en capítulos anteriores, que la Heroína de la Federación transformó en actores políticos directos a los mismos sectores marginados por las elites que Eva, cien años después, llamaría sus “Descamisados”. Es más, puede inferirse que el compromiso de la mujer de Rosas vale doble porque hubo de existir un esfuerzo ciclópeo de su parte para integrarse cultural, social y afectivamente a tales sectores, pudiendo disfrutar las mieles de la riqueza, como de hecho hizo su amiga Mariquita. A Eva nadie tuvo que contarle la pobreza. La había vivido en carne propia. A Encarnación, sí. Por lo tanto, abrazar la causa de esas gentes de los barrios periféricos de la ciudad duplica sus méritos como mujer de lucha, incluso más allá de los límites que pudiera ponerle Rosas.
Un raid empírico por ambas vidas intensas, fugaces, totalmente entregadas a las causas de sus amigos y compañeros, arroja más sinonimias que distancias. Ratifica que, salvo algunos detalles, ambas mujeres se han parecido. Y mucho. De la misma manera que Encarnación, con la mira puesta en la justicia social –tal como era entendida en su época, claro–, jamás hacía faltar un plato de comida a cualquier ser humilde, desposeído, del bajo pueblo, que se diera cita en su casa, Eva salvaba o mejoraba vidas por doquier desde la Fundación que reemplazó a la Sociedad de Beneficencia. “La limosna humilla y la ayuda social estimula. La limosna no debe organizarse, la ayuda sí. La limosna debe desaparecer como fundamento de la asistencia social”, decía la “Jefa Espiritual de la Nación”.
De la misma manera que, con y por Encarnación, tales sectores gozaban de una protección y de una consideración que difícilmente recibieran de la aristocracia de levita, o incluso de los federales cismáticos, con la insistente labor de Eva eran integrados a una sociedad que les había dado la espalda casi siempre. “Eva […] recorría a lo largo y a lo ancho el país, incitando a los desheredados a unirse a nosotros […] Vi en Evita a una mujer excepcional. Una auténtica apasionada, animada de una voluntad y de una fe que se podía parangonar con aquella de los primeros cristianos”, dirá Perón sobre su “chinita querida”, metiendo además la cuña cristiana y popular que también unifica a las dos protagonistas.
La tremenda devoción de ambas por sus maridos es otro factor que las aúna. Ese fanatismo de Encarnación, que la llevó a organizar la Mazorca para cuidar las espaldas de Juan Manuel e incluso “levantarse en armas” para forzar su regreso de la expedición al Sur, es muy similar al que propuso Eva cuando intentó armar a la CGT, con el fin de defender a su Juan Domingo tras el intento de golpe de 1951 orquestado por Benjamín Menéndez. De hecho, Eva compró cinco mil pistolas automáticas y mil quinientas ametralladoras a Holanda con ese objetivo.
De tal característica belicosa de Encarnación daba cuenta el marqués de Payssac quien, desde su cargo de cónsul de Francia en Buenos Aires, la describía como una mujer “corajuda y pequeña”, dispuesta a dar la vida por la patria, si las circunstancias lo ameritaban. “Madame Rosas lleva un par de pistolas a la cintura lo mismo que un puñal, porque estoy convencido de que no me equivocaría si digo que si su marido o la patria estuvieran en peligro, esta mujer sería capaz de la mayor entrega y de los mayores esfuerzos que el coraje solo puede inspirar”.
El arrojo de Eva por Perón está fuera de toda duda. Hay frases que en cualquier momento podían convertirse en acto. “Yo servía de escudo, mi General, para que los ataques en lugar de ir a vos fueran a mí”. O este otro, más subido de tono, dado tras el reciente intento de golpe del 1951: “Estén alertas que el enemigo acecha [...] Yo le pido a Dios que no permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón porque ¡guay de ese día! Ese día, mi General, yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista […] contra los traidores de adentro y de afuera, que en la oscuridad de la noche quieren dejar el veneno de sus víboras en el alma y en el cuerpo de Perón, que es el alma y el cuerpo de la patria”.
Ambas mujeres fueron leales, pasionarias, impulsivas, fieles y fanáticas de sus hombres, al punto de dar la vida por ellos. ¿O acaso no fue ese cáncer de útero que devoró a Eva el resultado visible, tangible, de su incansable lucha por la patria liberada, y por Perón, que no es lo mismo, pero es igual? ¿O acaso no fue la parálisis que mató a Encarnación, causa de los golpes invasivos, traidores y extranjerizantes que recibió Rosas apenas asumió su segundo mandato, o de aquella soledad que ella tuvo que atravesar durante varios tramos de su vida, sobre todo el del álgido período 1832- 1835, por ausencia de su hombre?
El carácter indómito, valiente y aguerrido de ambas féminas tampoco puede soslayarse a la hora de trazar sinonimias entre las peleas con sus amados. Basta con volver a citar una de las cartas de Encarnación a Rosas, para asociar directamente con la Eva que se le paraba de manos a Perón, y a sus alcahuetes de turno. “Las masas están cada día más bien dispuestas, y lo estarían mejor si tu círculo no fuera tan cagado, pues hay quien tiene más miedo que vergüenza. Pero yo les hago frente a todos y lo mismo peleo con los cismáticos que con los apostólicos débiles, pues los que me gustan son los de hacha y chuza”.
Los “cagados” a los que refiere Encarnación no son otros que los “magnates” que explotan a Juan Manuel. Esa “calaña” triunfalista y contraria a los “hacha y chuza”, los aguerridos militantes de la causa federal que la heroína se propone ayudar. “Ellos que no tienen aspiraciones te siguen apoyando, entran y salen de nuestra casa, donde sabes, nunca les falta un plato de comida”, escribirá. Otra carta contundente, también ya citada, es la que confiesa a Vicente González, el Carancho del Monte, que si Juan Manuel se descuidaba con ella “a él mismo le he de hacer una revolución”. No está lejos la intención de la que Eva seguramente tenía cuando afirmaba que los enemigos trabajaban en la sombra de la traición, los traidores “de adentro” que, entre el ser y no ser de la patria, optaban por el segundo, igual que los de afuera. También las unifica el espanto. O la forma en que las llamaban los opositores liberales, los sectores “progres”, los aristocráticos. A Encarnación, dada su cercanía con los negros y las negras de la ciudad, le llegaron a decir “la mulata Toribia”, o la acusaban de licenciosa y “chupandina”, como se ha visto capítulos atrás. De la misma manera, parecidos grupetes sociales intentaban denigrar a Evita con apodos del tipo “la perona”, “amante mantenida”, “bastarda”. Un odio enquistado en el imaginario del medio pelo del que Encarnación finalmente zafó, pero Eva no. Nadie le perdonaría que, entre tantos actos a favor de la patria y los humildes, le haya dicho a Perón una de las frases más hermosas y genuinas de su vida: “No abandones nunca a los pobres. Son los únicos que saben ser fieles”.
El libro negro de la Segunda Tiranía, publicado en 1958, no tiene desperdicios en este sentido. “El dictador […] tenía a su lado desde los comienzos de su vida pública, una extraña mujer distinta a casi todas las criollas. Carecía de instrucción, pero no de intuición política; era vehemente, dominadora y espectacular. Ella recibía ideas, pero ponía pasión y coraje. El dictador simulaba muchas cosas, ella casi ninguna. Era una fierecilla indomable, agresiva, espontánea, tal vez poco femenina [sic]. La naturaleza la había dotado de agradables rasgos físicos, que acentuó cuando la propicia fortuna le permitió lucir joyas y vestidos esplendorosos. […] El dictador dejaba hacer a ‘la señora’. Sabía que sus arrebatos convencían a las gentes primarias más que sus propios discursos de adoctrinamiento […] Su muerte temprana evitó al país más graves perturbaciones”.
Por supuesto que el brillo popular, la vigencia de Eva Perón, amada por los pobres y desposeídos no solo de aquí sino del mundo entero, supera ampliamente las estelas de Ezcurra, casi sumergida en la noche de los tiempos. Mil motivos lo explican, claro, pero de a poco la figura de esta última va tomando una trascendencia histórica a la altura de las circunstancias. Lorena Escofet, directora y autora de la obra de teatro Yo, Encarnación, cuenta por caso entre las que intentan su rescate y reivindicación desde una perspectiva de género. “Tal vez en los tiempos en los que vivimos193 y con la importancia que tomó el movimiento en estos años, podría ser (una obra) más que interesante para el feminismo. Es evidente que lo que esta se propone tiene una mirada que viene desde una mujer y sobre un personaje femenino, algo que no está puesto nunca en duda”.
Entre varias, la obra aborda otra posible analogía entre ambas mujeres: la recurrente, aunque discutible idea, de que en la cima del poder sus hombres no las han abrazado. O por lo menos no lo suficiente. “No tuvieron el lugar propio que se merecían. Sus compañeros no pudieron evitar el modelo que el patriarcado les imponía. No pudieron escapar a su contexto histórico. Seguramente tampoco se los hubieran permitido el resto de los protagonistas del poder de su momento. Entonces, solo quedaba la muerte prematura. El silencio”. Dos frases de sus sendos maridos brindan plafón al plateo. Dirá Perón sobre Eva: “Sus agallas podían generar actitudes descontroladas y de consecuencias irremediables”. “Ya no tenés nada que hacer ahora, ya me fuiste útil, te quiero y te quiero ver sana y fuerte”, dirá por su parte Rosas sobre Encarnación, tras haber retornado al poder en 1835.
Para contrarrestar tal probable “falencia” cuenta la valentía que ambos líderes populares tuvieron para enfrentar la moralina de sus sendas épocas. Rosas, como se vio, defendió a su mujer al punto de enfrentarse a su brava madre por ella. Perón hizo lo mismo con Eva, cuando la trataban de mantenida y de puta. Era porque le temían, igual que a Encarnación. “[…] Como mi nombre ha sonado por decidida contra los furiosos, [Viamonte] me tiene miedo, y porque debe estar seguro [que] no me he de callar cuando no se porte bien, es decir, cuando haga la desgracia de mi patria, y de los hombres de bien”, escribirá Encarnación. “Nosotros no nos vamos a dejar explotar jamás por la bota oligárquica y traidora de los vendepatria que han explotado a la clase trabajadora”, gritará Eva, provocando escozor en gorilas y militares del ala no patriota. “Quiero que el pueblo sepa que estamos dispuestos a morir por Perón […] y que sepan los traidores que ya no vendremos aquí [Plaza de Mayo] a decirle ¡presente! A Perón […] sino que iremos a hacernos justicia con nuestras propias manos”.
La comparación por la positiva entre ambas mujeres surgirá también de historiadoras e historiadores como Lucía Gálvez, Vera Pichel, María Sáenz Quesada o Pacho O’Donnell, entre otros. También los habrá por la negativa, como en el caso de Américo Ghioldi quien, a los efectos de comparar la primera y la segunda tiranía, que el dirigente socialista atribuía a la línea Rosas-Perón, igualaba a sus sendas mujeres.
Por último, el efecto social de las muertes de Eva y Encarnación cuenta también en la columna de las sinonimias posibles. En promedio, teniendo en cuenta la cantidad de habitantes que había en la provincia en 1838, año de la muerte de Encarnación, y en 1952, año de la muerte de Eva, la asistencia popular a las exequias fue bastante equivalente. Dos millones de los más de cuatro que habitaban la provincia velaron a Eva, y 25 mil fueron las que asistieron al de Encarnación, en una población urbana de sesenta mil personas. Un bemol fuerte al respecto es que, mientras el cuerpo recién fallecido de la heroína de la Federación fue trasladado al convento San Francisco de Monserrat, el de Eva pasó primero al Ministerio de Trabajo, y luego fue a la CGT. De ahí, tal vez, el aterrador devenir de su cuerpo, el de la muerta más temida, cuando los verdaderos nazis de la historia argentina dieron el golpe de Estado en septiembre de 1955.
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