“A mí me gusta charlar”, dice Luis Gusmán desde la pantalla de la computadora, y uno tiene casi la certeza de que, si no fuera por el distanciamiento y las medidas preventivas que impone la pandemia, el encuentro cara a cara en un café podría durar horas. Gusmán es un charlador omnívoro: le interesa todo, lo comparte todo, indaga sobre todo. A veces, incluso, parece poner la charla entre paréntesis y hablar consigo mismo; rasgo este, que Abelardo Castillo definió en El que tiene sed como la condición innata del escritor.
La entrevista debía como eje la reedición de la novela Villa, que cumplió veinticinco años, y en la que Gusmán toma varios elementos autobiográficos para construir la vida de un médico con una módica carrera en el Ministerio de Bienestar Social, que trata de acomodarse a los movimientos políticos cada vez más violentos y totalitarios que se dan en el período que va de la muerte Juan Perón a los primeros tiempos de la dictadura de Videla: un personaje apolítico que se desmarca del presente y que, desde su inocencia participa en la tragedia nacional.
La entrevista, decíamos, debía tener como eje la reedición de Villa, pero este tema se vuelve una rama más de este árbol frondoso que es una conversación con Gusmán. Y entonces, lo primero que dice es que durante la cuarentena escribió a un ritmo desenfrenado. Escribió como un poseso, podríamos decir, y no exageraríamos: justamente Gusmán dice que algunos de sus libros, tal como le pasaba a Henry James, le salieron al dictado: son libros espiritistas.
Entonces dice que escribió Encuentros, que va a salir por Emecé y habla del momento en que dos personajes de la literatura se ven por primera vez —y cómo no es lo mismo cuando Madame Bovary lo ve a Charles a que cuando él la ve a ella—, Sueñan los detectives, que es sobre el momento mítico en que un escritor se convierte en escritor, Imborrables, que es un álbum ilustrado de los personajes de la literatura del Río de la Plata y en el que participaron Luis Chitarroni, Matilde Sánchez, María Moreno, Diego Erlan y otros treinta escritores, Avellaneda Réquiem, una novela sobre el tango y bastante más. “Debo estar escribiendo tanto”, dice, “porque dije que era la última”.
Más adelante dirá que en los 70 la literatura lo salvaba y uno no puede sino pensar que hay un eco —distinto, asordinado, pero un eco al fin— en cómo la escritura le sirvió para llevar los meses de encierro.
Villa, una novela histórica
—Uno siempre lee las novelas políticas en relación al momento en que se escribieron, pero también al momento actual. ¿Cómo ves a la actualidad a Villa?
—Te confieso que nunca vuelvo a releer los libros que escribí. Porque si los leo, salvo El frasquito y Villa, los corrijo. El frasquito, como decía Chitarroni, es incorregible. Hay que pensar que fue prohibido en el 77. Respecto al tiempo de hoy, Villa es prácticamente una novela histórica. Veinticinco años de la publicación, cuarenta y cinco de los hechos que cuenta. No hay teletipo, no hay fax, la gente no habla así. En ese sentido me parece irrepetible. Quizás alguien podría escribir ahora una novela de aquel tiempo, pero cómo la escribís. Para mí ya es una novela histórica.
—Mi pregunta también tenía que ver con la enfermedad: en un libro, la enfermedad puede funcionar como metáfora, pero si se la toma literalmente, Villa habla de la polio y de la peste, y ahora estamos atravesando una pandemia.
—Me encontré con esa pregunta. La vida es rara. No es lineal. Yo empecé a trabajar como comisario de abordo en los aviones de Salud Pública en el radicalismo. Había dos aviones: uno ejecutivo, que llevaba al ministro, y otro sanitario, que era para buscar enfermos a distintos lugares del país. Y cuando entré por primera vez al avión sanitario me encontré con un pulmotor, que era con lo que iban a buscar a los chicos. En ese tiempo no teníamos nada más que las pastillas de alcanfor que te ponían en el pecho y los árboles se pintaban con cal blanca. Me parece que la diferencia respecto a la pandemia es que es universal. La polio también lo era, pero no había la difusión universal que hay hoy. Estuve en Milán el 6 de febrero y el 17 de febrero fui a ver al Barcelona —la cancha estaba llena— y el 20 volví de Roma: no pasaba nada. Una semana después no me hubieran dejado entrar al país. Cambió la circulación de gente, de cuerpos. Da la casualidad de que en Villa aparece la polio: lo que es seguro es que no es alegórica, como uno podría pensar La peste de Camus.
Gusmán dice Camus y abre la puerta a una digresión: “Camus era un grande y de pronto, ahora, no te digo que hablar de él está mal, pero pega en el palo. Y tenés que escribir El extranjero y La peste. Y esa especie de autobiografía que se llama El primer hombre, que es un de un lirismo tal que te cuesta entender el desapego de Meursault”.
—¿El primer hombre es el libro que encuentran en la guantera del auto?
—Sí, claro. Lo encuentra la mujer que había viajado con él y había hecho el documental. Al revés de mi novela Ni muerto has perdido tu nombre, sólo muerto podía publicarlo.
—Con el lirismo de El primer hombre y la sequedad de El extranjero, se podría plantear una diferencia entre El frasquito y Villa: El frasquito es experimental, más tartamudeado; Villa tiene una narración más tradicional.
—Estoy totalmente de acuerdo. Lo que me preocupaba en Villa era, primero, escribir y describir el personaje de una mujer. Esto lo hace muy bien Puig, realmente lo hace bien. Exageradamente bien. Con La Maga de Cortázar y la Alejandra de Sábato se nota el narrador masculino que cuenta un personaje femenino. Cosa que no pasa con Madame Bovary. Y, segundo, a medida que fue imponiéndose la trama, fui perdiendo la tartamudez. Me gusta la palabra. Me gusta la literatura tartamuda, que no tiene tantas certezas. Cuando uno escribe está más solo que Kung Fu. Te pueden hacer notas, tal vez ganás un premio, pero cuando uno escribe... Yo tengo las fotos de Kafka, Joyce, Lezama, Borges. Cuando escribo, pienso que voy a poder hacer un libro como ellos. El problema es cuando me leo. Esos tipos son como Messi, juegan en otra liga. Pero es cierto yo tenía más lírica, más tartamuda, más dictada, donde podía ver cómo esa lengua del espiritismo llegaba con la fuerza que tiene todo libro autobiográfico. Eso se fue perdiendo cuando quise construir personajes. Creo que en la nueva novela que escribí sobre el tango —Dos extraños, se llama— recupero el lirismo el poético de El frasquito y En el corazón de junio.
—Y en La rueda de Virgilio.
—Sí, claro y en... ¿cómo era el otro? No me acuerdo; escribí tanto... ¡Los muertos no mienten! Ahí también recupero lo autobiográfico de la infancia. La infancia y el yo tienen esa posibilidad lírica.
Villa, una novela política
Perdida entre tangos de José María Contursi y recuerdos del cantor Luis Cardei, Gusmán recupera una anécdota de 1975 que involucra a Ricardo Piglia.
Gusmán trabajaba en la librería Martín Fierro y sus amigos solían pasar a buscarlo o se encontraban en un café: Piglia, Zelarayán, Juan Martini Real, algunos otros. “Un día a Ricardo se le ocurrió que escribiéramos una novela entre todos, como El almirante flotante. La consigna tenía que salir del diario del día siguiente. Con el tiempo yo escribí Cuerpo velado, pero mucho después me puse a pensar en la propuesta de Ricardo. ¡Hacer un cadáver exquisito como El almirante flotante! Con lo que empezaba a pasar en el país, nosotros no nos dábamos cuenta de lo que estábamos hablando”.
—Hablamos de simbolismos y en Villa hay un talismán —o una serie de talismanes— que toma el personaje: del alcanfor contra la polio a la media medalla, de ahí al prendedor con forma de alas de aviador y luego al alfiler de corbata con la cabeza del caballo. ¿Cómo se da ese simbolismo?
—Es pura asociación. Seguro que no eran símbolos; eran más metonimia que metáfora. La progresión del relato mismo que te va llevando.
—¿Son cosas que encontrás mientras estás escribiendo? Pienso en la tía que teje sweaters para abrigarse de la muerte.
—Me gusta lo que dice Borges en “Indagación de la palabra”, cuando viene la paisana y el gaucho dice “tan linda como el sol”. Borges se pregunta por qué tenía que completar la frase: la fatalidad de la lengua que se impone al pensar. Creo que hay una cosa de la lengua misma que te surge cuando escribís, y que Borges la tenía y que también la tenía Maradona. Ellos tenían lo que yo llamo diablura de la lengua: esa repentización impresionante. Sólo Maradona le puede decir al Papa sin que el otro se ofenda: “Mirá, yo no estoy de acuerdo con la Iglesia, pero vos Francisquito, me caés bien”. No entiendo cómo se le ocurrió el diminutivo. Eso me llama la atención, más allá, por supuesto, de “la pelota no se mancha” y “me cortaron las piernas”. Y Borges también la tenía: hay miles de ejemplos.
—Al principio de la charla decías que corregís todo menos El frasquito y Villa: ¿por qué estos no?
—Primero porque no sabría cómo. El frasquito es un libro espiritista, en el sentido de que hay algo dictado. Y corregir Villa sería inauténtico. Es un libro absolutamente literario, pero sería un arreglo literario. Tuvieron que pasar muchos años de distancia con el acontecimiento para mí. Hay libros que no se pueden corregir, hay cosas que no se pueden aggiornar.
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