1931, Thomas Mann
Klaus y Erika, los dos hijos de Thomas Mann, se divertían explotando su parecido físico, incluso con la vestimenta. Les gustaba que les sacaran fotos en corbata y mangas de camisa, siempre elegantes y refinados, los dos con la misma sonrisa alegre y desafiante. “Crecimos como gemelos”, explicaba Erika, “tuvimos una relación muy íntima, y así continuó siendo durante toda nuestra juventud”. Todo parecía unirlos: desde su homosexualidad a la lucha contra el nazismo, desde la ausencia de prejuicios al libertinaje. También les unía un gran talento que siempre palideció frente a la enorme presencia de su padre. Atrapados en el ansia por fundir sus avatares llegaron a compartir amantes de ambos sexos. Sólo la droga, de vez en cuando, dejaba a Klaus en soledad.
La extraña pareja aceptó con gusto la invitación que un editor le hizo de escribir una guía diferente de la Riviera, destinada a una colección llamada “Lo que no se encuentra en la Baedeker”, que era la guía turística más famosa de la época. Trataron Menton con cierto recelo: demasiado cercana a la Italia envenenada por el fascismo. “Creemos que no es un lugar demasiado atractivo”. Tenían razón: en invierno las montañas la protegían del frío, pero en verano el calor era terrible y casi todo estaba cerrado a cal y canto. Los dos hermanos recorrieron la Promenade du Midi y el Quai Laurenti y concluyeron con evidente desprecio que aquel paraje sólo ofrecía los pasatiempos más aburridos y convencionales, desde la caza del conejo a las regatas. En su opinión, el verdadero y único regalo que la ciudad ofrecía venía de manos de dos sencillas pastelerías, la Rumpelmayer, sucursal de la abierta en Niza en 1870, y la Russian Eagle, a la que se accedía gracias al funicular.
Un confortable ascensor llevaba “a la gente que se toma muy en serio lo del comer” al suntuoso restaurante Amirauté, en el número 3 de la Porte de France, donde por un almuerzo o cena podían llegar a pagarse elevadísimas sumas. Los hermanos mostraron, en cambio, su predilección por los balcones abiertos al mar de otro más barato, aunque igualmente exquisito, La Pergola, en el 4 de la Promenade de la Mer.
La verdad es que, como sucedía en toda aquella “dócil Riviera”, se podía gastar mucho o poco, según las exigencias de cada cual. Cierto, Menton era “algo menos cara que Niza y también que Cannes”, aunque los hermanos Mann no la recomendaban a gente como ellos, ávida de sensaciones, “sino más bien a quien se sienta un tanto agotado y necesite reposo”. En cualquier caso, el mejor panorama era el que se podía disfrutar desde el cementerio o desde la basílica de Saint Michel.
1895, Oscar Wilde
Oscar y su amante, Lord Alfred Douglas, se tomaron unas vacaciones en el principado, “el más repugnante lugar que Dios ha creado”. Por aquella época se cernía cada vez más negra sobre ambos la sombra amenazadora de un escándalo por homosexualidad desencadenado por la denuncia que el propio Wilde había presentado contra el enfurecido padre de Alfred por difamación. Era la ocasión perfecta para escaparse a Francia, tal y como les había aconsejado su círculo más íntimo de amigos, preocupados por el bienestar de ambos. Pero Wilde, pletórico por el eco que, de momento, su proceso estaba obteniendo, no quería renunciar a aquella sensación de euforia y orgullo y mucho menos dejar el juicio en suspenso, pues estaba seguro de su triunfo final. Volvió a Londres solo; su amigo prefirió quedarse en el Hôtel Prince de Galles. Tras la condena y la cárcel fue obligado a exiliarse a Francia: “Lo mío no ha sido salir de la oscuridad para acabar disfrutando de la notoriedad efímera propia de un delincuente; he salido de la gloria inmortal para ir a parar a una especie de infamia eterna”.
1920-1921, Paul Éluard
Las manos de Paul Éluard temblaban mientras movía las fichas de un sitio a otro de la mesa; pero no era emoción, sino los restos de una antigua meningitis. A Gala, su compañera, le fascinaba todo aquel lujo del Casino y aquellas montañas de dinero que cambiaban de propietario al ritmo de los gestos histriónicos del crupier. No le preocupaba si su marido perdía o ganaba, ni tampoco cuánto, y bebía champán con placidez. Paul se empeñaba en tranquilizar a sus progenitores: “Estad tranquilos con lo del Casino, ya no iremos más”. En los ratos de sosiego la pareja paseaba enamorada por los jardines. Quien se encontraba con ellos veía tan sólo a un jovencito alto y refinado que llevaba del brazo a una rusa muy atractiva con la espalda protegida por una estola de piel y la cara oscurecida por un sombrero de ala ancha.
1950, Colette
En una suite del lujoso Hôtel de Paris era habitual encontrarse con una pintoresca pareja: una mujer ya anciana y su tercer marido, Maurice Goudeket, mucho, muchísimo más joven que ella. Su anfitrión era el mismísimo príncipe Rainiero. Algunos días, la escritora parecía apagada, pero de pronto su antigua vitalidad robaba el protagonismo a la melancolía. Aunque su fiel Maurice empujara su silla de ruedas, por aquellos días, y a sus ochenta años, Colette estaba atormentada: no acababa de encontrar a la actriz perfecta para su Gigi. Y así siguieron las cosas hasta que un buen día vio en la entrada del hotel a una deliciosa muchacha que pasaba del francés al inglés con enorme fluidez. Se llamaba Audrey Hepburn, era bailarina y nunca había actuado: “Mira, ésa es nuestra Gigi americana. No hay que buscar más”.
Pero se estaba apagando. Jean Cocteau, por entonces de visita, se percató de su mirada perdida y percibió la tristeza que escondían sus ojos. En el comedor del hotel, oro, terciopelo y cariátides, un violinista gitano interpretó en su honor “Gigi”. Cocteau, en aquella época destrozado por la crítica, no pudo menos que comentar: “Qué enorme tristeza… La vejez. Así es como da comienzo el final”.
Dos años después la familia real monegasca la homenajeó espléndidamente. “Mi cumpleaños”, dijo sarcástica Colette, “está asumiendo las dimensiones de un escándalo”. Su habitación rebosaba de flores. La riquísima maharaní de Baroda ofreció en su honor un almuerzo que fue la “encarnación viva de la ostentación y el derroche, pero ¿a mí de qué me sirve todo esto?”.
1930, Dalí
Era un 11 de enero. Gala y Salvador Dalí, supervivientes del París más descocado, llegaron a un pequeño hotel que ella ya conocía, el Hôtel du Château. Permanecerían allí durante tres meses, alojados en dos amplias habitaciones, una de las cuales transformaron en estudio. El atelier estaba sumergido en la oscuridad por las ventanas siempre cerradas a cal y canto. Una potente luz era la única iluminación que recibía el caballete. En los dos primeros meses la pareja prácticamente no salió. Los camareros que les traían la comida debían esquivar los montones de maderas para la chimenea que el pintor acumulaba en el pasillo para que no lo molestaran con naderías.
Al final Dalí, tímido e inquieto, consiguió hacer el amor con una mujer. “He hecho el amor con el mismo fanatismo que pongo en mi trabajo”. Gala le había animado a escribir.
Para Paul Éluard, que tanto la había amado y a menudo compartido con otros, como el pintor Max Ernst, aquello había sido el fin. Sólo le había quedado un retrato de Gala desnuda, que llevaba siempre en su cartera para mostrarlo con orgullo a los amigos. El poeta había contraído matrimonio con aquella rusa enormemente sensual tras conocerla en un sanatorio de Suiza. Fue Éluard quien se encargó de rebautizar a Elena Ivánovna Diákonova, quien le había dado una hija, con el poético nombre de “Gala”. También fue él quien la llevó en compañía de un grupo de surrealistas a Cadaqués a visitar a aquel pintor chalado.
Para Dalí fue un flechazo. Se sintió tan trastornado por aquella estilizada belleza morena que lo único que consiguió hacer al saludarla fue echarse a reír histéricamente. Ella pronto intuyó las posibilidades de aquel genio neurótico, de piel muy oscura, flaco y atractivo. “Querido mío, no nos dejaremos nunca”, le aseguró aquella mujer que a ojos de los demás no era más que una calculadora femme fatale. En ella Salvador vio la perfecta e imposible síntesis de la musa y la madre, de la seductora y la secretaria.
Llegó el momento de salir del hotel. Quedaron deslumbrados por la luz invernal. Se miraron el uno al otro: estaban tremendamente pálidos tras dos meses de reclusión. Mientras comían al aire libre decidieron qué hacer y partieron cada uno con un objetivo diferente. Unos días más tarde volvieron a encontrarse en el mismo hotel. Dalí se pasó la tarde observando pasmado la cantidad de dinero que había llevado Gala: por primera vez intuyó lo importante que podría ser para su vida. Llegaba la hora de volver a España.
Aquel periodo de fecundo aislamiento quedó impreso en sus mentes para siempre. Muchos años después, mientras viajaban en tren cada uno absorto en sus pensamientos, por casualidad gritaron al mismo tiempo: “¿Te acuerdas de Carry-le-Rouet?”.
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