1982. Sin ella, hace años ya, murmurarás ante la nevera que se descongela, «¿Qué?», «¿Eh?», «Ahora calla», mientras cruje, se queja, gruñe, hasta que cae del techo del congelador el último bloque de hielo como algo vencido.
Sueña, y en tus sueños pasan flotando junto a las copas de los árboles niños recién nacidos con personalidad de sabuesos, gordos como los globos de los almacenes Macy’s, flotando junto a las copas de los árboles.
Implantan el primer corazón permanente de poliuretano. En el piso de arriba, alguien toca a la flauta dulce Nunca irás solo. Ahora toca Oklahoma! Deben de tener un libro de partituras de Rodgers y Hammerstein.
1981. En los transportes públicos, las madres con serafines suaves, jabonosos, vestidos de pana, te miran con caras como dominós de compasión. Sus niños son pequeños y callados o cuentan inquietos los colores de los asientos del autobús: «azul-azul-azul, rojo-rojo-rojo, marillo-marillo-marillo». Las madres te ven mirar a sus hijos. Te sonríen con simpatía.
Creen que las envidias. Piensan que no tienes hijos. Creen que saben por qué. Aparta la vista deprisa, más allá de las manchas de la ventanilla.
1980. El bullicio, ajetreo, golpeteo de cosas en la cocina. Son los sonidos que te organizan la vida. El tintineo de los cubiertos en el cajón, amontonados como huesos en una fosa común. Tus comparaciones se vuelven siniestras, se cansan.
Eligen presidente a Reagan, aunque repartiste rosquillas y folletos a favor de Carter.
Sal con un italiano. Te frota el vientre y te dice: «Éstas son estrías de embarazo, ¿no? ¿Son estrías de embarazo?», y tú piensas en tu mente que te da vueltas: Estrías de Harpo, Ideas de Marx, Idus de marzo. Ten cuidado. Te planta besos en el plano inclinado del cuello y te quedas dormida a su lado, con las bragas bajadas y enrolladas en un muslo como una liga de novia.
1979. Date paseos de vez en cuando por la noche, pasando por delante de la vieja casa sin vender donde te criaste, en esa encrucijada rural, embrujada, a dos horas de donde vives ahora. Es como en Halloween: el césped rastrillado, iluminado por la luna, los árboles gigantescos, hinchados; brazos y dedos levantados hacia la extensión sin estrellas del cielo como arroyos, grietas, ríos del mapa. Sus sombras negras oscilan sobre el lado del porche del este. Son sombras de sueños, aquí hay otras vidas. Dobla despacio la esquina pero sigue mirando por la ventanilla del coche. Esta casa está engastada muy dentro de ti, aquí hay todavía algo que conoces, que crees conocer, una voz en lo alto de la escalera, quizá, una figura en el porche, un delantal suelto, enganchado en las ramas altas, en la brisa demasiado cálida para ser una noche de otoño, algo que no está bien, esa ventana de la torre que todavía ves desde aquí, desde fuera, pero que no se alcanza desde dentro. (El orgullo fantasmal de tu infancia: «Tenemos una habitación misteriosa. Se ve la ventana desde delante de la casa, pero no se puede entrar, no hay puerta. Hace años vivía allí un médico que hacía operaciones secretas, y ahora está tapiada».) La ventana se asienta en la torre como un ojo muerto.
Ves un fantasma, algo parecido a una estatua que da vueltas junto a un arbusto.
1978. Entiérrala en el frío jardín lateral del lado sur de esa casa como de Halloween. Allí están tu hermano y sus hijos. Da abrazos. El pastor con un abrigo deportivo inglés, los campos sin vecinos, la encrucijada, son todos como una Kansas desnuda. Hay rezos y después alguien echa paladas de tierra. La gente va hacia los coches y vuelve a abrazarse. Entra en el tuyo con tu sobrina. Espera. Mira hacia arriba por el parabrisas. Una formación en cuña de reyezuelos viaja hacia el sur por el cielo de noviembre; las líneas de su formación, los lados y los vértices mismos están misteriosamente coreografiados, se mueven, fluyen, se cruzan como las piernas de un patinador. «Se posarán por instinto en un árbol, en alguna parte —dices—, pero antes recorrerán varios kilómetros.» Los observas sorprendida, los miras hasta que, con lentitud de amebas, son puntadas oscuras, lejanas, en el horizonte. No pones en marcha el coche. La sobrina callada que está a tu lado habla por fin: «Tía Ginnie, ¿vamos al restaurante con los demás?». Obsérvala. Reconócela: nueve años, con anorak. Sonríe y pon el coche en marcha.
1977. Envejece, se balancea en tu mecedora, silenciosa como el viento. Ante los ojos le cuelgan los mechones delanteros de pelo blanco, amarillos de haber fumado demasiados cigarrillos. Aun ahora sigue fumando, con la voz ronca de flemas. A veces, a la hora de cenar, en tu cocina minúscula, se limita a mirarte con los ojos legañosos y después tiene un ataque de tos que le sacude el cuerpecillo de vieja como una tormenta.
Deja de comer esa patata al horno. Pregúntale si está bien.
Ella graznará:
—¿Te acuerdas, Ginnie, de que tu padre decía que, con tantos pitillos, algún día volvería a «convertirme en una mocosa»?
Tras decir eso se ríe, se atraganta, vuelve a jadear. Ponla de pie.
Apóyala en ti.
Dale palmaditas leves en el montículo curvo de la espalda.
Pídele que deje de fumar, hostia. Ella sonreirá y te dirá:
—¿Hostia? ¿Es ésa manera de hablar a tu madre?
Por la noche, pasa a ver cómo se encuentra. Está tumbada, despierta, con los labios separados, abiertos mientras se secan. Llévale algo de zumo. Ella murmura: «Gracias, cielo». La boca le huele, se le hincha, como una tumba.
1976. El bicentenario. En la lavandería automática esperas a que se agote el tiempo que duran las monedas que has echado. Ves saltar y caer las toallas y las sábanas endemoniadas por la escotilla de la secadora. La emisora de radio que suena en el techo pone música lenta, triste de Motown; te rodea de la desesperada esperanza de un muchacho en un baile y te hace llorar. Cuando llegues a tu apartamento, tíralo todo en la cama. Tu madre hace punto torcido: rojo, blanco y azul. Dale un beso de saludo. Di:
—Vaya si hacía calor en ese sitio.
Ella no dará muestras de haberte oído.
1975. Asiste sola a lecturas de poesía en la biblioteca local. Descubre que en realidad no escuchas bien. Mírate fijamente los muslos cruzados. Piensa en tu madre. A veces la confundes con el primer hombre que amaste, aquel que hundía la cabeza en las pelotillas de tu jersey y decía cosas magníficas como «oh, Dios, oh, Dios», que te amaba sin condiciones, de una manera tremenda, como una madre.
El poeta se pone nervioso por un instante, se le sonroja el cuello y las orejas, pero recobra la compostura. Cuando termina, la gente aplaude. Hay vino y queso.
Márchate sola, vuelve a casa andando sola. Las calles del centro son como pasillos de luz que te sujetan, te sujetan, frente a la iglesia, frente al centro comunitario. Marcha como Stella Dallas, con la columna vertebral recta, a través del melodrama de farolas, cabinas de teléfono, hacia la casa verde que hay más allá de la avenida Borealis, hacia el apartamento de atrás, el del toldo y el calabacín en el fogón.
Tu horóscopo dice: Sé amable, sé breve.
Estás embarazada nuevamente. Decide qué debes hacer.
1974. Tendrá arrebatos de cierta locura senil. Te llama al trabajo.
—¡Aquí no hay comida! ¡Socorro! ¡Me muero de hambre! —A pesar de que ayer mismo compraste cuarenta dólares de provisiones.
—¡Mamá, sí que hay comida!
Cuando llegas a casa, la nevera está casi vacía.
—Mamá, ¿dónde has metido toda la leche, el queso y lo demás?
Tu madre se queda mirándote desde su asiento delante del televisor. Le asoman lágrimas a los ojos.
—Aquí no hay comida, Ginnie.
En el lavaplatos suena un crujido, un chirrido. Lo abres y te devuelven la mirada los ojos brillantes de un pequeño roedor. Huye entre las ruedecitas de la nevera. Al parecer, tu madre ha metido toda la comida en el lavaplatos. La leche se ha derramado, un charco blanco sobre fondo azul, y las cosas como el queso, la mortadela y las manzanas están mordisqueadas.
1973. En una fiesta en la que una mujer te dice dónde se ha comprado un par de zapatos maravillosos, dile que crees que ir de tiendas para comprar ropa es como masturbarse: todo el mundo lo hace, pero no es muy interesante y, por lo tanto, debe hacerse a solas, con vergüenza, y no debe servir de tema de conversación en las fiestas. La mujer fruncirá los labios y las cejas y dirá:
—Ah, supongo que tendrás algún tema de conversación más apasionante.
Ponte torpe e incómoda. Di «no» y ve directa a buscar un gingerale. Dile a la persona que está a tu lado que sientes como si las tripas se te hundieran y como si fueran de vinilo, igual que un retrete de Claes Oldenburg. La persona contestará «¿Ah, sí?», y te hará notar que el estampado de tu vestido es de volutas fecundando a otras volutas. Sírvete más gingerale.
1972. Nixon gana por mayoría aplastante.
Tu madre te llama a veces por el nombre de su hermana. Dile:
—No, mamá, soy yo. Virginia.
Aprende a repetir las cosas. Aprende que tenéis una manera de reconoceros la una a la otra que de algún modo se desborda y llega más allá de las maneras que tenéis de no reconoceros.
Haz manzanas asadas por primera vez.
1971. Sal a dar largos paseos para librarte de ella. Camina por zonas de bosque; allí hay una vida que has olvidado. Los olores y los sonidos parecen repentinos, inmutables, exactos, el crujido de papel de las hojas, el aroma mohoso del barro. Los árboles se inclinan como espaldas, los postes de las cercas están astillados, cerrados sólidamente como brazos confiados y precarios, los asteres espigados, secos, blancos, aplastados (¡aplastadísimos!) por la helada. Encuentra una hermosa piedra rojiza y llévatela a casa para dársela a tu madre. Bésala. Dile:
—Es para ti.
Ella la coge y sonríe.
—Siempre fuiste una niña muy sensible —comenta. Replica:
—Sí, ya lo sé.
1970. Estás embarazada otra vez. Intenta decidir qué debes hacer.
Rápate, déjate el pelo corto como un chico.
1969. La humanidad pisa la Luna.
En los supermercados se venden por primera vez pañales desechables.
Mantén relaciones de vez en cuando con hombres estúpidos, absurdos, que te dicen que te dejes el pelo hasta la cintura y que, cuando estás triste, te hacen cosquillas en las costillas para animarte. El claro de luna que entra por las persianas os pinta de rayas como si fueseis cebras. Os reís. No te casas nunca.
1968. No estés resentida con ella. Piensa, por ejemplo, en la situación que se produce cuando sacas de la caja la última bolsa de basura: tienes que tirar la caja en esa misma bolsa de basura. Lo que antes envolvía debe ser envuelto. El envoltorio se convierte entonces en lo envuelto, en lo contenido, en lo guardado. Ve descubriendo cada vez más que te gusta reflexionar sobre cosas así.
1967. Tu madre se encuentra enferma y se va a vivir contigo. No tiene a dónde ir. Sientes diferentes tipos de vacío.
Realizan en Sudáfrica el primer trasplante de corazón con éxito.
1966. Confundes a tus amantes, no recuerdas bien cuál tenía esa cicatriz, ese coche, esa madre.
1965. Fuma marihuana. Intenta descubrir qué es lo que ha hecho que tu vida vaya mal. Es como intentar descubrir qué es lo que produce ese mal olor en la nevera. Podría ser cualquier cosa. La mayonesa sin tapa, el vino de miel del tío Ron que lleva cuatro años en el rincón de la izquierda. El brécol que amarillea, que florece aprisa. Todo son metáforas. Todo son problemas. Tu horóscopo dice: Habla con delicadeza a un ser querido.
1964. Tu madre te llama y te pregunta si vas a ir a casa para Acción de Gracias, estarán tu hermano y el bebé. Da excusas.
—Cuando una madre se hace mayor, estas fiestas son cada vez más importantes —explica tu madre.
Di:
—Lo siento, mamá.
1963. Despiértate una mañana con un hombre con quien habías creído que pasarías toda la vida y date cuenta, con una piedra en las tripas, de que ni siquiera te gusta. Pasa una tarde llorosa en su cuarto de baño, sin salir cuando llame a la puerta. Ya no puedes fiarte de tus afectos. Las personas y los sitios que crees que amas pueden ser personas y sitios que odias.
Matan a Kennedy.
Alguien inventa un corazón artificial temporal, para usarlo durante las operaciones.
1962. Come comida china por primera vez, con un abogado de California. Te enseñará a sostener los palillos. Te dará palmaditas en la pierna. Ataca a su profesión. Pregúntale si le parece que la ley hace grandes radios de ruedas de carro con los palos cortos de los hombres.
1961. Muere la abuela Moses, la pintora naif.
Eres un zoo de inseguridades. Te acostumbras a echar coñac en el café de la mañana y a enamorarte con demasiada facilidad. Tienes un aborto.
1960. Hay dinero del testamento de tu padre y de su seguro de vida. Te compras un coche y un vestido de terciopelo verde que no necesitas. Haces dos horas en coche para comer con tu madre los sábados. Ella te sugiere temas sobre los que puedes escribir, cosas que ha oído por la radio: una mujer con mellizos telépatas, una mujer que no tiene pies.
1959. En el funeral, ella dice: «Tenía sus problemas, pero era un hombre generoso», a pesar de que tú sabes que era más agarrado que un nudo de boy scout, que no escuchaba a nadie, que la única vez que recuerdas haberlo querido fue aquella ocasión en que entendió de golpe uno de tus chistes antes que tu madre, levantó la vista de su revista científica, soltó una carcajada fuerte como de gigante y, los dos, durante una fracción de segundo, estuvisteis en comunión como ángeles en ese cuarto, en esa luz cálida, compartida, de la mente.
Di:
—No era malo.
—No tienes por qué estar amargada —te indica tu madre con voz cortante—. Os pagó los estudios universitarios a tu hermano y a ti. —Se abotona el abrigo—. Además, fue el primero que aisló un isótopo concreto de helio, no me acuerdo cómo se llama, pero deberían haberle dado el Premio Nobel.
Se seca la nariz. Asiente:
—Sí, mamá.
1958. En la boda de tu hermano, se llevan a tu padre en ambulancia. Una primita susurra en voz alta a su madre: «¿Al tío Will le ha dado un atraque al corazón?». Pásate siete días seguidos diciendo a tu madre cosas como «Estoy segura de que se pondrá bien» y «yo me quedo aquí, vete tú a casa y duerme un poco».
1957. Baila el calipso con chicos de otra facultad. Coge una trompa con borgoña del estado de Nueva York, pierde la virginidad y cómprate una de las primeras máquinas de escribir eléctricas y portátiles.
1956. Habla a tu madre de todos los libros que lees en la facultad. Lo agradecerá.
1955. Pinta un retrato de Elvis Presley con plantilla. Di a tu madre que estás enamorada de él. Ella sacudirá la cabeza.
1954. Hurta en una tienda un jersey de cachemir.
1953. Fúmate un cigarrillo con Hillary Swedelson. Decid qué chicos os gustan. Haceos hermanas de sangre.
1952. Cuando tu madre te pregunta si hay chicos agradables en el instituto, pregúntale cómo te vas a enterar si tienes que llegar a casa todas las noches ¡a las nueve! Levantará las cejas como telones de teatro.
—Pobrecita —dirá. Añade:
—Vaya si lo sé. Y da un portazo.
1951. Tu madre te habla de la menstruación. Al día siguiente, sin más retraso, menstrúas, tu cuerpo sólo estaba esperando un permiso, una señal. Te despiertas por la mañana y te sientes avergonzada.
1949. Aprendes a hacer globos de chicle y a sumar números negativos.
1947. Se descubren los manuscritos del Mar Muerto.
Has visto demasiados musicales de Hollywood. Has visto a demasiada gente cantar en sitios públicos y te figuras que también lo puedes hacer. Practica. Tu profesora te hace una pregunta. Le respondes cantando: «La respuesta a la pregunta número dos es doce». La mayoría de la clase se ríe de ti, aunque algunos se quedan mirándote con los ojos fijos como joyas, fascinados. En casa, tu madre te pide que limpies el polvo de tu armario. Consigue un vibrato tan amplio que podría arrastrar a un camión. Canta: «¿Por qué tengo que hacerlo ahora?», y recorre el comedor bailando claqué. Tu madre te
dice que te tranquilices y te vayas a echar una siesta. Grita:
«¡No te importo! ¡No te importo en absoluto!».
1946. Tu hermano se pasa todo el día poniendo Shoofly Pie
en la gramola.
Pregunta a tu madre si puedes ir a cenar a casa de Ellen. Responderá «Ve a preguntárselo a tu padre» y, tirándote de los dedos, saldrás al cuarto de estar, te pondrás junto a su sillón y llorarás. Está leyendo. Dale un golpecito en el brazo.
«¿Papá? ¿Papi? ¿Papá?» Sigue leyendo su revista científica. Tírate de los dedos con más fuerza y vuelve corriendo a la cocina a contárselo a tu madre, que irrumpe en el cuarto de estar y pregunta:
—¿Por qué no escuchas nunca a tus hijos cuando quieren hablarte?
Los oyes discutir. Hunde la cara en un paño de cocina, avergonzada, asustada por el zumbido del motor de la nevera, por el goteo en el fregadero.
1945. Tu padre vuelve a casa de cumplir su misión en la guerra. Te lleva montada en su espalda alrededor de los rastrojos amarillos del jardín, mientras os vigila la ventana muerta de la torre, oscura como una herida. Te monta en el columpio y te empuja sin decir palabra.
Tu hermano tiene nuevos amigos, se comporta como un mayor y es más distante, incluso cuando esperáis juntos el autobús del colegio.
Pasas demasiado tiempo sola. Le dices a tu madre que cuando seas mayor llevarás a tus hijos a Australia para que vean los canguros.
Mueren cuarenta mil personas en Nagasaki.
1944. Viste y acuna a una muñequita a la que has llamado «la Sue». Llévala a todas partes. Piérdete en el mercado de fruta de Wilson Creek y grita suavemente: «Mamá, ¿dónde estás?». Mira a unos niños que cogen uvas, pero no te atrevas a hacerlo. Tus ojos son gargantas pequeñas, oscuras, tu mano se aferra a la Sue.
1943. Haz preguntas a tu madre acerca de los bebés. Haz que solamente te lea los cuentos que hablan de bebés. Pregúntale si va a tener un bebé. Pregúntale por el bebé que murió. Llora apoyada en su brazo.
1940. Coge su pelo con tu puño. Frótatelo contra la mejilla.
1939. Como a través de una hélice, como a través de un oído, aquí estás más cerca de los destellos de los sueños, de las otras vidas.
Hay una carpa de piernas, un partirse en dos de los seres, mientras las dos jadeáis ciegamente intentando respirar. Entre la luz y el frío, cuando intentas hablarle, ella lo sabe, aunque es algo que no consigues comprender nunca del todo.
Alemania invade Polonia.
La canción del año es Tres pececitos, y alguien la está tocando en alguna parte.
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