Hablemos de la historia de una familia que vive en una mansión campestre, de sus momentos de gloria y de decadencia a través del tiempo. No se trata de Downton Abbey, pero de alguna manera, y al estilo argentino, recuerda a la serie inglesa que fue furor durante seis temporadas. Hagamos memoria, los protagonistas de la serie son los Crawley, dueños de un imponente castillo y sus empleados domésticos; y la suya una historia que abarca desde los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial hasta 1925.
Curiosamente, algunas de las novelas y de los cuentos de Jorge Torres Zavaleta transcurren en las mismas décadas y están inspirados en la historia de un ámbito rural, una estancia comparable a una mansión campestre, conectada a su vez con Inglaterra desde el siglo XIX, que recibe la visita del Príncipe de Gales, futuro Eduardo VIII, en 1925; y del príncipe Felipe de Edinburgo, consorte de la actual reina, en 1962.
Se trata de un lugar que Torres Zavaleta conoce muy bien, porque la estancia que lo inspiró perteneció a su familia desde 1836, fue recreada y modernizada por su bisabuelo. Y porque él mismo pasó sus vacaciones de infancia en un entorno que lo marcó de tal manera que decidió escribir algunos de sus libros de ficción sobre la base de sus recuerdos e historia conectadas. Pero Jorge no se queda fuera de la historia, lo reconocemos en el personaje de Martín, protagonista de la novela El verano del sol quieto y de varios de sus cuentos. Martín es una suerte de alter ego suyo a través del cual ficcionaliza historias de esa novela y del libro El borde peligroso y otros cuentos. Como escritor, Jorge tuvo la suerte, en sus inicios, de contar con el aprecio literario de Silvina Ocampo, que lo recomendó a su propio editor para que publicara su primer libro. También recuerda una conversación con Victoria Ocampo, mientras paseaban.
-Yo era muy joven -comenta Jorge-”Victoria me decía “chico”, seguramente le intrigaba que me gustara la literatura, en esa época yo jugaba al polo, con los caballos de mi padre, que era un gran criador, y a la vez leía mucho. Tenía un aspecto entre atlético y juvenil que quizás no le disgustaba del todo a Victoria, sólo ahora reparo en eso. Como te decía, estábamos en el campo Victoria me preguntó, mientras caminábamos, ¿quién irá a escribir sobre este lugar tan único? Ella imaginaba un Proust o un Tolstoi argentinos… Esa frase flotó en mi mente durante años”.
Entre la historia, la ensoñación y el recuerdo, idealizando algunos aspectos, y sin excluir una mirada punzante y crítica, Jorge Torres Zavaleta escribe sobre el campo, sobre un argentino del siglo XIX que, educado en universidades inglesas fue uno de los primeros criadores de sangre pura, y que quiso reivindicar el prestigio de los caballos argentinos.
La anécdota es la siguiente, “los ingleses –cuenta Jorge- habían comprado unos redomones infames en la Argentina para utilizar en la guerra con los Bóers, y se decía que esos caballos habían causado más bajas en las líneas que los enemigos, porque los soldados se caían de los caballos. En Las riendas del imperio, una novela que estoy terminando me inspiro en esa historia. Para reivindicar a nuestros caballos el personaje participa, en 1908, de una maratón de mail coaches en Londres, que iba desde Hampton Court al Crystal Palace, desafiando y venciendo nada menos que a Alfred Vanderbilt, heredero de una de las principales fortunas de norteamérica, que había heredado 110.000.000 de dólares. Las riendas ocurre en Inglaterra y en Argentina, y forma parte de mi ciclo de historias sobre este campo. Cuenta el apogeo y la pujanza en una época en la que se creía que la Argentina podía ser los EEUU de Sudamérica”
La llamada Belle Époque argentina coincide con uno de los períodos más difícil de la serie Downton Abbey, la primera Guerra Mundial, y se extiende hasta mediados de los años veinte. “Un peso valía diez francos, la Argentina era el país del mañana y todo parecía posible”. Sobre ese tiempo perdido habla La noche que me quieras, novela que abarca desde 1928 a 1988, y se inicia con el viaje de Don Arturo a París, y su “turbulenta vida nocturna en los tres míticos nightclubs: el Florida, el Garron y el Palermo, donde se juntan expertos bailarines de tango, apostadores, gángsters, niños bien, jockeys y mujeres peligrosas” Arturo, que escribe letras de tango, se conecta con Gardel, que por entonces comienza su carrera internacional. Como no podía ser de otra manera, en el libro aparece el mítico Botafogo, legendario pura sangre argentino.
Podría decirse que la pregunta por los vaivenes del país y de las fortunas familiares animan buena parte de la narrativa de Torres Zavaleta, que también estableció una relación de amistad, a través de Silvina Ocampo, con su marido, con quien dialoga en Bioy Casares. La isla de la conciencia, y con Jorge Luis Borges. Al igual que ellos, escribió literatura fantástica, como la novela Las voces del reino, libro escrito en colores, rojo, verde y azul, que se corresponden con las voces de tres personajes, un mago incluido; los cuentos de El hombre del sexto día, que encantaron a Silvina Ocampo, y los de Ixión y otros cuentos fantásticos. Según parece, para Torres Zavaleta no menos fantástica es la historia de la Argentina.
Hay un especial respeto por la figura de Eduardo “el criador artista”, abuelo de Martín, y protagonista de Dos criadores. Las últimas luces novela que, a través de dos caballos de sangre pura, cuenta la rivalidad de dos familias y el enamoramiento del nieto y de la nieta de dos grandes criadores. La acción transcurre en el Buenos Aires de los años sesenta, y muestra la vida de los studs, de las personas que trabajan en ellos, pero también de las fiestas y de los clubes nocturnos de la época, como Mau Mau. “Pero en realidad”, leemos en la contratapa, “el país vive sus últimas luces. Onganía pasea en carroza por la pista central de la Rural y ya se empiezan a percibir las primeras señales de una época oscura”. ¿Dónde se encuentra la luz, dónde la oscuridad, qué papel juega la sombra en el destino personal, en el destino de un país? Son preguntas que Jorge Zavaleta se hace sin recurrir a la sociología, y mientras se ocupa de ficcionalizar fragmentos de la historia, como sucede el El malón grande, que comienza en 1870 cuando, según algunos, el cacique Juan Cafulcurá tenía 101 años, y decidió emprender “el malón grande”: “Su plan, como jefe de una gran confederación india, era arrasar Buenos Aires y expulsar al blanco de Sudamérica”. Según María Rosa Lojo, la relación de Cafulcurá con su secretario francés es uno de los aciertos de este libro, “un verdadero tour de aprendizaje para el francés aspirante a escritor, al lado de un viejo y astuto maestro que siempre está varios metros delante de él y que nunca deja de sorprenderlo”
Domesticado o sin domesticar, como paisaje vivido, el campo es también protagonista de los libros de Torres Zavaleta. Así lo demuestra la vida de Martín, personaje que podría oficiar como un hilo conductor a través de sus libros, y que tiene catorce años en El verano del sol quieto, cuando pasa sus vacaciones en el campo, por 1965.
Suerte de educación sentimental, la novela comienza en la capilla de la estancia, donde se celebrará la misa tradicional de los domingos. Como podría pasar en una Downton Abbey argentina, la escena sirve para presentar a los miembros de la familia y al personal de la estancia; para mostrarnos que Martín está en su mundo, sueños eróticos incluidos, y que su distracción le lleva a cometer un error que en plena misa provoca la hilaridad de todos y el enojo del cura. Además de plantearse conflictos de un adolescente de la época, hablar de la amistad, de la relación entre los jóvenes y de la sexualidad, en la novela se reflejan los conflictos generacionales que atravesaron la época. La familia parece anclada en el pasado, nos enteramos que hubo un tiempo de esplendor, el de los fundadores de la estancia, los bisabuelos. Un esplendor que llegó a ver el abuelo y a atisbar Martín, y que incluyó los triunfos del haras, las visitas del Príncipe de Gales, de Felipe de Edinburgo, la de Victoria Ocampo, llevando al poeta Rabinadrath Tagore, los premios obtenidos en Inglaterra y Francia. Ahora todo esto quedó atrás. La llegada de un chico inglés, que trae el swing de los Beatles consigo, pone en evidencia el desfasaje que se está viviendo. Los abuelos de Martín parecen detenidos en el tiempo, fijados “en las primeras décadas de sus vidas”. Pero la realidad es otra. Ya no se trata del esplendor sino de cómo sostener un estilo de vida en tren de desaparecer. Los personajes de los tíos, la prima María Eugenia, lo mismo que los amigos de Martín y los empleados de la estancia entrelazan historias y puntos de vista diferentes. Martín sueña con una de las empleadas domésticas, ella sueña con otro, que a su vez es disputado por una compañera de trabajo. La aparición de un joven inglés se presenta como figura contrastante, alguien que los saca del ensueño al explicar que, en su país, “la época victoriana se había terminado hace rato”.
Como sucede frecuentemente en la narrativa de Torres Zavaleta los personajes reaparecen en varios libros, en distintos lugares y tiempos. Las figuras de la política argentina pueden ser amigos de la familia, como Marcelo T. de Alvear, conocidos o parientes, pero también sobrevuela la figura de Perón, y la tensión social que puso en evidencia el peronismo. En El loro peronista, un cuento que no quiere ser como esos que “aludían a Perón como ‘el dictador prófugo’, como si alguien tapara una jaula con un paño para que no fuera posible verlo”, le regalan al narrador un lorito que llevan a la estancia y alborota a todos. Pero el narrador advierte: “Yo, la verdad, estaba encantado. Que Pedrito cantara la marcha peronista me parecía un signo de vida”.
La política, entendida como signo de vida y contradicción no tiene mucha cabida en estos los libros, sin embargo, como las sucesivas crisis, confluye con una multiplicidad de factores que determinan que, de manera inexorable, se cumpla la ley de causas y efectos. Una ley a la que los protagonistas de las historias deben someterse. A diferencia de lo que sucede en Downton Abbey, que se limita a relatar lo que sucede en poco más de una década, los libros de Jorge Torres Zavaleta abarcan un período, en la Argentina, y en la historia de una familia, que va desde alrededor de mediados de mil ochocientos hasta nuestros días. Y, entre otras tantas diferencias con Downton Abbey, reveses de la fortuna hacen que la propiedad no se conserve en las mismas manos por centenios.
Los lectores podrán ver que, con el tiempo, Martín, el personaje que conocimos con catorce años en El verano del sol quieto se convierte en escritor. Tenemos la sospecha de que él es el narrador de muchos relatos, pero se nos advierte que Martín tiene una especie de socio susurrante, es el viento, que dice: “Soy el único que puede contar la historia, soy la historia. De tanto estar, soy lo que ellos fueron, y soy, además, todos los otros que antes de ellos estuvieron aquí (…) He ido por entre las nubes, la enredadera y la torre, por el lugar entero, desde las sierras hasta el mar, en los días serenos y nublados. En las noches del verano soy un susurro bajo las estrellas (…) Estuve, sí, estuve cien años antes, cuando el lugar se estaba haciendo (…) Estuve cuando no había árboles europeos ni eucaliptos, ni castillo ni potreros y los únicos eran los indios que venían para echar la hacienda de los malones a lo que ellos llamaban el corral embarrado, y lo sentían como el lugar de Dios, porque allí estaban enterrados los suyos. Estuve antes, cuando los indios no tenían caballos”
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