Cuando le preguntaban si le gustaría beber un trago, Francis Scott Fitzgerald decía: ¿a quién no? Lo que comenzó como un portal clásico en el pasaje de la niñez a la adultez se volvió un problema. En una carta a Oscar Forel, el director de la clínica de Suiza donde estaba internada su esposa Zelda, le habla de su relación con el alcohol. Según sus propias palabras, para entonces, año 1930, había comenzado a beber café mientras escribía, porque el vino lo estaba afectando: “Hace dos años, en Estados Unidos, noté que cuando dejábamos de beber durante tres semanas o algo así, como sucedió varias veces, inmediatamente me salían ojeras negras, me ponía apático y no tenía ganas de trabajar”. La fama que alcanzó durante los años veinte comenzó a declinar en los treinta. “La situación se ha vuelto preocupante, está bebiendo de un modo desenfrenado y se ha convertido en una molestia”, escribió su amigo H. L. Mencken en una carta de 1934. Lo internaron nueve veces en el hospital Johns Hopkins, en Baltimore, Maryland.
Salió del pozo con un nuevo trabajo, uno “degradante”: “escritorzuelo de Hollywood”. Se mudó allí y comenzó a escribir guiones por una módica fortuna de dinero mensual. Pero el alcohol tarde o temprano vuelve. Y volvió. Un compañero de trabajo le recomendó tratarse con el psiquiatra Richard H. Hoffmann. Para entonces, Zelda estaba nuevamente internada en una clínica psiquiátrica. Fitzgerald comenzó a salir con Sheilah Graham, una cronista británica de espectáculos. Siguió bebiendo y llegó el primer infarto. El doctor le pidió no hacer demasiada fuerza. Vivía en un segundo piso entonces se mudó al departamento de su novia, que estaba en la planta baja de la Av. North Hayworth, a la vuelta de su casa. Ella no era una gran lectora, pero estaba enamorada de un escritor y quería serlo. Fitzgerald comenzó a darle libros de literatura, historia, filosofía, religión, música, arquitectura, pintura, teatro. Todo está contado en Lecciones de un Pigmalión, el libro que Graham publicó en 1967 y cuyo subtítulo es La historia de cómo F. Scott Fitzgerald educó a la mujer que amaba.
El segundo infarto llegó el 21 de diciembre de 1940, pero esa microhistoria comienza la noche anterior en el cine. Se estrenaba Esa cosa llamada amor, una comedia donde Rosalind Russell y Melvyn Douglas son una pareja recién casada y ella le pide a su marido no tener sexo durante un tiempo a modo de prueba. La Legión Católica de la Decencia la repudió por ser “contraria al concepto cristiano del matrimonio”. Y allí estaban F. Scott Fitzgerald y Sheilah Graham, tomados de la mano en la oscuridad de la sala, entre besos y risas. Al salir del cine, tuvo un pequeño mareo. Los que pasaron a su lado lo observaron con desaprobación. “Deben creer que estoy ebrio”, le dijo a su novia. Esa noche terminó bien, llegaron al departamento y se acostaron. A la mañana siguiente, el escritor leía la revista Princeton Alumni Weekly en el sillón del living cuando vuelve a sentir el mareo. Se levanta, se toma el pecho y cae. Su pareja lo ve caer y entra pánico. Corre a buscar al administrador del edificio. Cuando regresan al departamento, Fitzgerald ya estaba muerto.
Hay un prototipo idealizado del norteamericano de principios del siglo XX en la figura de F. Scott Fitzgerald. Joven, galán, astuto, inteligente, cínico, audaz. Él mismo se encargó de robustecer el personaje hasta volverlo un mito, pero ¿qué hay detrás de la máscara? Sus maestros de la escuela en Búfalo veían en él un niño muy lector y muy creativo para su edad. Cuando se mudaron a Minnesota porque su padre se quedó sin trabajo, asistió a la St. Paul Academy y encontró la oportunidad de publicar sus primeros textos. Tenía trece años cuando le dio a su madre el periódico escolar con un cuento de detectives que llevaba su firma. Se graduó en el prestigioso Instituto Newman en 1914 e intentó ingresar a la Universidad de Princeton. No le interesaba estudiar, él quería escribir. En ese entonces, las revistas literarias publicaban a los bestseller del mañana. Cuando entendió que ese era su objetivo, llegó el Ejército. Era el año 1917 y Estados Unidos se preparaba para entrar en la Primera Guerra Mundial. Tenía veinte años.
Cuando ingresa al Ejército su objetivo se pone en duda. ¿Y si muere sin publicar nada?, se preguntaba. Una noche de insomnio masticó la idea de El ególatra romántico, una novela que nadie le publicó pero sí valoraron. Un editor le dijo que su estilo era interesante, y que siga, que continúe puliéndolo. Pero no podía, al menos no ahora, estaba en el Ejército y allí debía permanecer hasta que la guerra terminase. Si bien lo ascendieron a teniente, fueron tiempos de mucha disciplina física y extremo aburrimiento mental. Una tarde en Montgomery, Alabama, donde su tropa acampaba, conoció a una chica. Preciosa e inteligente, excéntrica y refinada, sensible y de alta alcurnia. Su nombre era Zelda Sayre. Según sus palabras, la “niña bonita de la sociedad juvenil de Montgomery”. Cuando terminó la guerra en 1918 quedó libre y se instaló en Nueva York, en el barrio de Morningside Heights. Consiguió trabajo en una agencia de publicidad, mientras escribía cuentos para revistas. Una vez que su vida tuvo una especie de rumbo, fue a buscar a Zelda y le pidió matrimonio.
Zelda fue tajante: le dijo que no. Posiblemente influenciada por sus padres, el problema es que él no podía mantenerla con ese empleo. Es cierto, no ganaba mucho dinero, de hecho engordaba su salario trabajando algunas horas en un taller mecánico. Pero no tiró la toalla. Estaba enamorado. Pensó y pensó hasta que decidió volver sobre sus propios pasos. Fue a la casa de sus padres, leyó el manuscrito de El ególatra romántico y le encontró una vuelta para reescribir la novela y hacerla más interesante. La tituló A este lado del paraíso y se publicó en 1920. Es su novela debut, el preludio de todo lo que vino después. Una bella línea de esa novela: “Qué bien que armonizan este otoño desesperado y agonizante con nuestro amor”. Es una obra con notables tintes autobiográficos: un aspirante a escritor que estudió en Princeton, pasó por el Ejército y lo desvela el prestigio literario. Sólo ese año vendió 41 mil ejemplares. Ahora no sólo su nombre chispeaba en la boca de todos, también estaba ante la confirmación de un proyecto de vida: la posibilidad de vivir de la literatura.
¿Tenía todo lo que quería? ¿Quién le podía decir que no? Eran celebridades de la noche neoyorquina, los enfants terribles del jazz que bailaban como si el mundo estuviera a punto de explotar. Comenzaron a viajar a Europa. Le encantaba París. Se hizo amigo de Ernest Hemingway, iba a visitarlo seguido a la capital francesa. Se llevaban muy bien, se tenían aprecio y respeto pero también discutían. Hemingway le insistía en que se estaba “prostituyendo” al escribir novelas para revistas como The Saturday Evening Post, Collier’s Weekly y Esquire o para Hollywood. Fitzgerald entendía el punto, pero la buena vida tiene sus costos. Y esa literatura le daba buena plata. Esa burbuja hermosa duró unos cuantos años. Con la salida de Hermosos y malditos, la nueva novela de Fitzgerald —un año después del del nacimiento de Scottie, su hija, en octubre de 1921—, la revista New York Tribune le pide una reseña sobre el trabajo de su esposo. Él escribía de forma muy autobiográfica pero siempre usando otros nombres, tratando de mantener la distancia entre la ficción y la vida.
“Me parece que en una página reconocí un fragmento de un diario viejo mío, el cual misteriosamente desapareció poco después de mi boda y, también fragmentos de una carta, la cual, considerablemente editada, me resultó familiar. De hecho el señor Fitzgerald —me parece que así es como escribe su nombre— parece creer que el plagio comienza en el hogar”, escribió Zelda. Todo eso alimentó la efervescencia mediática de la pareja. Entonces llegó, en 1925, El gran Gatsby. No consiguió las ventas de A este lado del paraíso, pero sí “excelentes críticas”, como le escribió su editor en un telegrama. Para muchos es la gran novela de la época. Es la historia de un millonario que vive sin demasiados dilemas “los locos años veinte”. Para Fitzgerald, que en ese entonces leía la recepción de sus libros con una calculadora, no fue un bestseller porque era un cambio de época: las mujeres comenzaban a posicionarse como lectoras mayoritarias y el personaje de la historia era un hombre demasiado ensimismado en su masculinidad. Sin embargo era su gran obra.
Hay algo de nostalgia en el protagonista. Es rico, sí, pero comienza con dejo de culpa, de espina, que vuelve todo más interesante: “En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza. ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien’, fueron sus palabras, ‘recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste’”. ¿Una crítica a la falta de “sensibilidad social” en los ricos de entonces? Es una lectura posible, pero Fitzgerald no andaba con ese tipo de sentimentalismos. Vivía la vida como le gustaba. Disfrutaba de su fama, de la noche neoyorquina, del jazz, del alcohol, de su “loca esposa”, como la llamó Hemingway. Y es que Zelda, con sus vaivenes, comenzaba a ser un problema. Al menos así lo veía él, que intentaba mantener separados el trabajo del placer y seguía masticando, como el primer día, una carrera de escritor. Vivir de la literatura, “prostituirse” con algunas historias, pero dejar una huella en la posteridad.
Al poco tiempo Zelda volvió a ser internada y allí, en la clínica, en esos días de estar sentada en un parque tranquilo mirando el cielo celeste, abrumadoramente celeste, creaba en su cabeza la trama de su nueva novela. Cuando Fitzgerald supo de su idea, le pidió al psiquiatra que no la dejara escribir. No quería exponerse, no quería que Zelda hiciera lo mismo que él hizo con ella, no quería rebajarse a ser el personaje de la novela de su esposa, que todos lo vieran así, y no como el escritor que creía ser. Resérvame el vals de Zelda Fitzgerald se publicó en 1932. Tuvo críticas negativas —con el paso del tiempo el libro supo ser valorado— y la crueldad de su esposo. Le dijo que era una “escritora de tercera” y sepultó su ego y su carrera. Esa fue su única novela. Luego la historia es conocida: las internaciones, la separación, el derrumbe mediático, los rumores, las malas lenguas que no paran de moverse. ¿F. Scott Fitzgerald fue deglutido por su propio personaje o consiguió que su literatura hablara por él? Nunca lo supo. Tampoco supo qué versión de sí mismo era la mejor.
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