Y resultó que yo era un transexual en potencia y no lo supe hasta este tiempo del Adviento en el final de la plaga. Porque, gracias a la ciencia y a seres generosos e inteligentes como Fernando Polack, en quien resumo todos mis agradecimientos, la plaga será derrotada en pocas semanas. Pero explico los síntomas y las formas de mi transexualidad.
Resultó que, al comienzo de la pandemia, una escena del Satiricón de Petronio, me venía una y otra vez a la cabeza. El liberto Trimalción, a cuyo banquete fuera de control y concierto asisten los jóvenes héroes de la historia, Encolpio, Gitón y Ascilto, dirige a los invitados un largo discurso en el que hace gala de erudición mitográfica, aunque plagada de confusiones gruesas. Hacia el final del parágrafo XLVIII de la perorata, nuestro anfitrión dice haber visto nada menos que a la Sibila de Cumas, consultada tiempo atrás por el piadoso Eneas, fundador del linaje de los Césares. Ya anciana, se encuentra encerrada en una ampolla de cristal suspendida del techo, rodeada de unos niños zafios que le preguntan en griego: “Sibila, ¿qué quieres?” A lo que ella responde en la misma lengua. “Quiero morir”, Así me encontraba yo, hacia los meses de abril y mayo, prisionero en la ampolla y presa del mismo deseo que la Cumana.
Pasaron varios meses y el trabajo cotidiano, nada práctico, por cierto, de escribir cosas no verdaderamente sentidas sobre el encierro y la enfermedad que odiaba, acudió a salvarme de la ira sibilina el socorro de otra mujer, Matilde, cuya aparición en el Paraíso terrestre, en los umbrales del celestial, Dante evocó en los cantos XXVIII y XXXI del Purgatorio. Matilde es una joven bellísima que canta, recoge flores, ríe de felicidad y del “alzar de los ojos” hace su mayor regalo al poeta. Ella explica las razones del viento que circula entre los árboles benditos donde Adán y Eva fueron creados y los motivos de las aguas del Leteo y del Eunoe, que en ese sitio corren en sentidos opuestos. Las almas purgadas han de beber del Leteo, primero, para olvidar los males cometidos en este mundo, y luego las del Eunoe, que refuerzan la memoria de los siempre escasos bienes que hicimos al prójimo. “Aquí estuvo con su inocencia la raíz humana, / aquí hubo siempre todos los frutos y la primavera”, explica Matilde. (Purgatorio, XXVIII, versos 142-143) Si en el inicio, quise ser la Sibila prisionera, cuando promediaba la peste, hubiera deseado recobrar mi sexo y ser Dante.
Pero estos días, en los que se avizora el final de la catástrofe, vuelvo a sufrir el castigo de Tiresias al ver la cópula de las serpientes, y mis ansias se dirigen hacia una figura de mujer: Griselda, la protagonista del último cuento del Decamerón, que Boccaccio escribió a la hora de despedir la peste y el inesperado simposio de la dama Pampinea, en el momento de celebrar el regreso a la normalidad de la vida. El cuento es uno de los largos del Decamerón, uno de los más bellos para leer o escuchar con el famoso pie en el estribo.
Si algún lector ha tenido la paciencia de llegar a este lugar de mi desvarío, le aconsejo que lo lea cuanto antes. Está en decenas de lenguas, en centenares de sitios de Internet. Griselda es una joven y deliciosa aldeana, habitante del feudo del marqués Gualtieri di San Luzzo. El caballero es un soltero empedernido, pero sus vasallos le ruegan que se case y dé herederos al marquesado. Gualtieri decide acceder a tales pedidos y elige al fin a Griselda, ordena quitarle los harapos con que viste, la lleva al castillo y realiza los esponsales. Pero, desconfiado, altanero y omnipotente como tantos nobles de aquel tiempo, o tantos poderosos de estos días, decide someter a su esposa a pruebas inimaginables para asegurarse de su fidelidad. Siempre que puede hacerlo, la humilla y maltrata, la despoja de su hija apenas nacida y lo mismo hace con el varón segundogénito, simula haberlos mandado a matar pero, en realidad, los envió a cuidar y educar con esmero a la vecina Bolonia. Gualtieri coronó su crueldad (fingida, pero maldad al fin) con una falsa dispensa papal que le permitía disolver el matrimonio y mandar nuevamente a la aldea a la paciente Griselda quien, a cada iniquidad de su esposo, había respondido siempre con obediencia y un agradecimiento extraño por el poco bienestar hasta entonces recibido.
Volvió Griselda a la casucha de su padre y vistió de nuevo los harapos que él mismo le había conservado. Al cabo de pocos años, los hijos de Griselda habían crecido, la muchacha, sobre todo, se había convertido en una suerte de ángel de belleza y dulzura como su madre. Enterado del asunto, Gualtieri imaginó una prueba última y definitiva para Griselda. Mandó llamarla nuevamente al castillo y le encargó que lo arreglase magníficamente con el objeto de recibir a su nueva esposa, quien luciría la dignidad nobiliaria de la cual la aldeana había carecido. Griselda se entregó al trabajo y dejó la morada de Gualtieri más espléndida que nunca. Llegó la hija, vestida de novia. Comenzó el banquete nupcial. El marqués ordenó que Griselda se presentase y, tal como estaba vestida, de cenicienta, cocinera y fregona, la mandó sentar a su lado. Por supuesto que Gualtieri reveló entonces toda la historia. Los invitados, los hijos de la pareja, todo el pueblo expresaron su júbilo. Al parecer, Griselda sonrió y lloró algunas lágrimas cuando su esposo la abrazó y ella pudo acariciar a los hijos que creía muertos. Así culmina la última historia de los cien cuentos contados durante la peste en la villa de Pampinea.
Si bien lo quisiera, sería ridículo para mí convertirme en Griselda. No soy Gualtieri (supongo) y, a veces, creo tener una Griselda, con bastante más carácter, a mi lado. Pero, en el final de la parábola que todavía se lleva a la intemperie oscura de la eternidad a tantos congéneres, anhelo que Griselda me habite, pues muchos maestros, Martín Ciordia entre ellos, creen haber resuelto el misterio del significado de esta historia enrevesada. Griselda es la caridad, el don que llega a nosotros porque sí y nos empecinamos en humillar, lacerar, rechazar hasta que algún final se aproxima.
“Después de haber casado espléndidamente a su hija, Gualtieri vivió largos años junto a Griselda y supo hacerle olvidar los infortunios pasados con los presentes beneficios.” Que así sea.
SIGA LEYENDO