Antes de meternos de lleno en el fanzine, creo pertinente hacer un par de aclaraciones que, para el lector familiarizado con el tema y/o con el ámbito cultural y étnico/social argentino, puede que resulten algo innecesarias. Pero es mi deber, también, contextualizar el contenido para quienes puedan ver el fenómeno desde fuera de Argentina, porque hay ciertos aspectos que inevitablemente les llamarán la atención. Y pienso en esto mientras escribo estas páginas desde mi hogar en California, Estados Unidos, donde vivo hace dos décadas y desde donde me ha tocado, en repetidas ocasiones, explicar al público angloparlante internacional el fenómeno del hip-hop en Argentina y sus anomalías en relación con el resto de la región. En especial, cuando me toca explicar por qué se demoró tanto Argentina en desarrollar una escena propia de hip-hop.
Para empezar, Argentina es –muy probablemente– el país más eurocéntrico de Latinoamérica. ¿Qué significa esto? En historia, geografía y ciencias sociales en general el eurocentrismo es la tendencia a posicionar a Europa en el centro de la narrativa y del planeta, analizando el resto del mundo como periférico, desde una perspectiva europea. Es eurocéntrico, por ejemplo, decir que Japón es un país oriental, porque Japón está situado al este (oriente) de Europa. Para mí, que vivo en California, sin embargo, Japón está al oeste. Es eurocéntrico afirmar que Colón descubrió América, ya que solo la descubrió (parcialmente) desde el punto de vista de los europeos. Muchos otros pueblos ya estaban enterados de la existencia de América, especialmente los americanos. En el contexto cultural empleado en este trabajo nos referimos al eurocentrismo como la tendencia a guiarse por parámetros estéticos impuestos por Europa y a medir la calidad de expresiones artísticas originadas en otros contextos y otras latitudes comparándolas con los estándares del arte europeo. En la música popular moderna, la perspectiva eurocéntrica se deja notar cuando, consciente o inconscientemente, consideramos “cool” expresiones musicales que se aproximan a lo que se produce o escucha popularmente en Europa occidental, mientras que cuanto más se aleja de esos ideales la música pasa a ser “exótica” o, en su defecto, lo que en el habla vernácula argentina denominamos “grasa”. En toda la Latinoamérica postcolonial prevalece el eurocentrismo en alguna medida, especialmente entre las clases medias y altas, predominantemente descendientes de colonizadores e inmigrantes europeos. En Argentina, sin embargo, ese eurocentrismo está íntimamente ligado a la identidad nacional hegemónica: no es simplemente un ridículo esnobismo de parte de la pretenciosa elite dominante, está escrito a fuego en nuestra autodefinición como nación.
A diferencia de Brasil, Colombia, Panamá o Cuba, donde los afrodescendientes influenciaron enormemente la cultura popular y la identidad musical de esas naciones, y a diferencia también del Perú, Bolivia, México o Ecuador, donde la raíz indígena tuvo más preponderancia en la confección de la identidad nacional y tanto o más poder en guiar el consumo cultural y el gusto de las masas, Argentina (en especial la Argentina urbana) se destacó siempre del resto de Latinoamérica por poseer una cultura pretendidamente monolítica alineada con Europa. Eso, a su vez, les dio a los argentinos ese estereotípico aire de soberbia, al sentirse más “adelantados” culturalmente que el resto, por el simple hecho de estar más al día con lo que dictaban las modas del viejo continente, mientras menospreciaban las expresiones culturales autóctonas, afrolatinas y mestizas de las Américas, considerándolas automáticamente inferiores, atrasadas o menos sofisticadas.
En este contexto, la música rap y la cultura hip-hop, expresiones marginales generadas predominantemente por afrodescendientes y latinos de origen caribeño radicados en Estados Unidos, puede que resulte absolutamente incompatible con el hábitat musical y cultural argentino tan pretenciosamente blanco/europeo. Y es comprensible que así sea. De hecho, gran parte de la resistencia que desde los medios de comunicación y la industria discográfica hubo históricamente contra el rap en Argentina ha de tener sus orígenes en ese paradigma.
Cuando Jazzy Mel salió a golpear puertas con sus demos buscando sellos que publicaran su música en la Argentina hiperinflacionaria, nos contaba que todos le decían algo así como “eso es música de negros, acá no la va a entender nadie”. Y no es difícil comprender cómo es que proliferaba tal prejuicio. En Argentina la población descendiente de africanos era comparativamente escasa y muy poco visible (y su legado cultural ignorado y hasta negado por el mainstream nacional). El nivel de difusión de música aferrada a las raíces culturales negras era igualmente limitado. Aunque algo del funk (antepasado directo del rap) había entrado al país, en su versión más comercial, durante el boom mundial de la música disco, no lo hizo asociado a una identidad afro y no alcanzó a consolidarse con un segmento de público fiel, ni a conformar una escena, ni a sentar las bases para que ingresara el rap como su continuador (lo que sí ocurrió en alguna medida en Brasil, por ejemplo).
Cuando Jazzy Mel fue finalmente aceptado y promovido por la industria discográfica argentina, lo fue en gran medida porque el rap estaba siendo aceptado en Europa, durante el boom del hip-house y porque era un joven blanco, de ojos claros y carilindo según los estándares de estética europeos, por lo que podían empaquetarlo y venderlo para el consumo masivo de los jóvenes de clase media que lo verían como un modelo aspiracional o deseable.
La raíz del problema parecería ser la percepción generalizada de que para venderles música y cultura pop a los jóvenes, estos tenían que poder verse reflejados e identificarse con sus “ídolos”, lo cual parecía ser prácticamente imposible cuando esos “ídolos” venían de contextos étnicos y socioculturales tan diferentes. En el caso del rap, un género musical que hace tanto hincapié en la identidad racial y la condición de oprimidos de sus artistas, lograr esa identificación por parte de fans en un país donde la mayoría del mainstream se autoidentifica como blancos europeos sonaría a un absurdo absoluto. Entonces, en muchos casos, los discos de artistas afroamericanos, ya desde antes del rap, o no llegaban a Argentina o, si llegaban, se les daba menos promoción. Además no había, en los medios, espacios especialmente destinados a su difusión ni especialistas que los comentaran. Las revistas de música que apuntaban al público juvenil estaban demasiado ocupadas endiosando a The Beatles, Led Zeppelin o The Who como para dedicar espacio a Marvin Gaye, James Brown o George Clinton.
Existen clarísimas excepciones de artistas afroamericanos con trascendencia global que sí fueron activamente promovidos por la industria discográfica en Argentina, como Michael Jackson, Prince o Whitney Houston. Pero se trataba mayoritariamente de artistas pop que habían logrado primero trascender las barreras raciales en su país de origen gracias, en parte, a su talento excepcional, pero también a haber “blanqueado” en alguna medida su presentación estética y su sonido, hasta cambiado su manera de hablar y de vestir para presentarse como productos inofensivos para el consumo de adolescentes blancos.
Asimismo, algunos géneros musicales de origen afroamericano, como el jazz y el blues, o afrocaribeños, como el ska y el reggae, tuvieron importante difusión Argentina y fueron adoptados –y adaptados– exitosamente por artistas locales, pero cabe aclarar que en la gran mayoría de los casos estos géneros se popularizaron en Argentina después de haber sido aceptados y apropiados por los europeos y, en cierto modo, también, “blanqueados”. Recordemos que, por ejemplo, el reggae no llegó directamente de Jamaica, sino que debió primero conquistar al público británico para que fuese aceptado en Argentina.
Algo similar sucedió con el rap. No fue sino hasta que el rap cruzó el océano y demostró ser comercialmente viable en Europa que los DJs de radios y discotecas de moda argentinos, siempre más preocupados por seguirles la pista a los tastemakers del viejo continente que a los de Nueva York, se animaron a tocar ese estilo musical y se empezó a hablar de rap en el mainstream nacional. Sin embargo, al ingresar a Argentina asociado a la música bailable electrónica, el rap generaba desconfianza y rechazo de los ortodoxos rockeros, porque lo veían como música comercial descartable, sin legitimidad artística. (El reggae, en cambio, entró a través del prisma del rock, gracias a Sumo y Los Abuelos de la Nada, por lo que no tuvo que enfrentar tanta resistencia).
Es que, además de ser el país más eurocéntrico de Latinoamérica, Argentina era también el más aferrado al rock como parte de su identidad nacional. Y esa identidad casi hegemónicamente rockera de la juventud argentina, que tuvo su apogeo entre los setenta y los noventa, en parte está ligada también al eurocentrismo dominante de la sociedad general. Esa combinación de eurocentrismo y rock como statu quo de la cultura juvenil fue culpable de que, por ejemplo, Argentina fuese el único país de hispanoamérica al que nunca llegó el boom de la salsa (género musical afrolatino originario –cabe destacar– de Nueva York). Y esa misma combinación fue eficaz a la hora de frenar u obstaculizar el ingreso del rap verdadero al ecosistema sonoro local.
Si bien el rock n’ roll es de raíces negras y originario de Estados Unidos, podría argumentarse que fue su versión blanca y británica (desde The Beatles y The Rolling Stones hasta Blur y Oasis, pasando por Yes, Genesis, The Clash, The Police, Black Sabbath y Joy Division) la que más influenció al rock argentino. Desde Los Gatos y Almendra hasta Soda Stereo y Sumo, desde Ratones Paranoicos y Los Fabulosos Cadillacs hasta Babasónicos y Juana La Loca, casi todos los grupos argentinos de rock exitosos (especialmente aquellos cuyos miembros provenían de familias de clase media y alta) empezaron como una sucursal criolla de una banda inglesa. Después de todo, en su gestación el rock nacional fue igual de derivativo que el rap, pero como imitaban a chicos blancos europeos, en vez de negros norteamericanos, la pantomima no causaba tanto rechazo y se les dio la chance de crecer y madurar hasta desarrollar un estilo propio y genuino con identidad nacional.
Y es que los guardianes del buen gusto musical locales –periodistas, críticos, DJs y programadores de música en las radios– se guiaban principalmente por estándares estéticos heredados de sus antepasados europeos donde la música de raíces afro casi no entraba, o lo hacía en versiones blanqueadas, europeizadas, entonces fomentaban a artistas que encajasen dentro de esos parámetros. Asimismo, los directivos de los sellos discográficos, a la hora de decidir cuál música extranjera se importaba al país y cuál no, estimarían el potencial éxito de esa música en base al nivel de aceptación que disfrutaba entre el público de Europa occidental, porque no solo se veían a ellos mismos como europeos, sino que también proyectaban esa visión sobre su audiencia.
Nada de esto es casual. Hablamos de Argentina, el país con mayor influjo de inmigración europea de Latinoamérica, el país en el que las familias de alcurnia del siglo XIX se jactaban de mandar a sus hijos a estudiar a París; el país que promovió explícitamente la inmigración europea con el objetivo claro de “civilizar” a la población (al mismo tiempo que mandó a morir a todos los descendientes de esclavos africanos en guerras inútiles y arrasó con los pueblos originarios); el país que hacía repetir a sus estudiantes la falacia de estar conformado por un “crisol de razas”, cuando en realidad se trataba solo de “razas” europeas o mediterráneas (eslavos, árabes y judíos los más exóticos), muy especialmente entre las clases dominantes. Argentina; el país en el que nació el tango, pero que renegó abiertamente de él (y de su raíz afro), hasta que el tango fue aplaudido por la high society europea (como si los argentinos necesitasen del visto bueno de los europeos hasta para consumir su propia cultura sin culpas); el país en el que los varones de familias bien juegan al rugby (deporte prácticamente desconocido por completo en la Latinoamérica tropical) y las chicas de esas mismas familias sueñan casarse con un jugador de polo, el país donde el máximo orgullo nacional era que nuestros héroes locales (Piazzolla, Fangio, Maradona) volviesen triunfantes de Europa.
Cuando en la televisión argentina salían payasos haciendo pantomimas de raperos o rockeros tocando en blackface y nadie se quejaba del implícito racismo, era porque, en la cosmovisión eurocéntrica dominante, preocuparse por ofender a los afrodescendientes no era un tema que se les pasase siquiera por la cabeza. Cuando a los adolescentes de mi generación nos insultaban por la calle por llevar gorra de baseball, acusándonos de querer ser yankees, era porque en Argentina lo yankee nunca tuvo el mismo nivel de aceptación que lo europeo. Estados Unidos era visto como un toque menos sofisticado que Europa. Europa, en el imaginario popular, era sinónimo de clase, refinación y buen gusto. En todo, en el cine, en la literatura y hasta en los cómics. Estados Unidos era, en cambio, sinónimo de capitalismo voraz, consumismo descerebrado e imperialismo cultural. Y nosotros, por querer vestirnos como afroamericanos y escuchar su música en 1991, éramos considerados víctimas voluntarias de ese imperialismo. Pero, irónicamente, la maquinaria imperialista yankee, que imponía sus productos culturales a todos los países del subdesarrollo, olvidó exportar el hip-hop, y nosotros tuvimos que salir a buscarlo por nuestra cuenta, rompiéndonos el culo para encontrarlo, mientras que los que nos acusaban de ser cipayos vendepatrias por hacerlo eran los mismos que agachaban la cabeza y seguían los dictámenes comandados por la policía del buen gusto europea y eran los mismos que despreciaban como inferior a cualquier expresión cultural autóctona latinoamericana.
Esta resistencia contra el hip-hop no existió de manera tan rotunda y explícita en territorios latinoamericanos más alineados culturalmente con Estados Unidos o con demografías más racialmente heterogéneas, como Brasil, Venezuela, Colombia, México o Puerto Rico. Incluso en la hermética Cuba, con su postura ideológica abiertamente antimperialista y anti-yankee, se le permitió el ingreso y la difusión al hip-hop, quizás porque lo vieron como una herramienta de crítica social propia de los oprimidos y marginados y unificadora entre los afrodescendientes. Pero en la Argentina de los primeros años de Menem el rap era mala palabra, era música infantil, comercial y descartable. Los raperos éramos los “payasos de la gorra” que nos “comíamos la película” de que vivíamos en el Bronx y se nos acusaba de hacer “música de negros”, que nada tenía que ver con la realidad argentina general y mucho menos con la realidad de los adolescentes porteños de clase media y ascendencia europea.
Por eso, quizás, el rap apropiado por los rockeros que se querían hacer los modernos, de Charly García en adelante, tenía más aceptación popular que el de los que se autodenominaban raperos. A ellos no los acusaban de filo-yankees o de comerse ninguna película. Solo estaban experimentando sanamente con nuevas técnicas de producción y composición. No se ponían la gorrita de costado.
Y por eso, también, el rap argentino de los noventa, después de esfumado el boom de Jazzy Mel, se esforzó tanto por deshacerse de su conexión con el mundo del dance y se reinventó a fuerza de fusión rockera, con guitarras distorsionadas y voces guturales, para ganarse el respeto del establishment dominado por el rock. Ahí estaban Los Adolfos, los Illya Kuryaki & The Valderramas de la época de Horno para calentar los mares (1993) y las Actitud María Marta de Acorralar a la bestia (1996) como representantes primarios del éxito de esa fusión en la era directamente pre-Moshpit. Se podía rapear y ser moderadamente respetado en el under siempre y cuando hubiese instrumentos de rock tocados en vivo en el escenario y no hubiese bailarines a la vista.
De la cultura digger, del sampler y el reciclaje musical, de las competencias de freestyle, de hablar de barras, punchlines y flow, todavía estábamos a años luz. Primero el rap tenía que ganarse un lugarcito entre tanto rock y encontrar la manera de encajar coherentemente en la cultura argentina, dejar de ser una imitación de un fenómeno totalmente foráneo para convertirse en una forma de expresión auténtica de la juventud local, como lo había hecho el rock. Todo esto recién empezaría a cuajar algunos años después de la desaparición de mi fanzine. Yo no lo llegué a ver en vivo y en directo, porque me fui de Argentina en 2001. Pero seguí los pasos de su evolución a distancia y me consta que la Argentina del nuevo milenio logró deshacerse en mayor o menor medida tanto de su eurocentrismo dominante como de su identidad homogéneamente rockera (la aceptación masiva de la cumbia y la música urbana centroamericana en todas las clases sociales –mal que les pese a los defensores de la pureza rockera– da testimonio de esto), y así el rap llegó, finalmente, a florecer y madurar, logrando una identidad propia, sin buscar –ni necesitar– la aprobación del establishment rockero.
El período que me tocó cubrir a mí con el fanzine fue un periodo de adolescencia, de transición, de búsqueda de identidad, de intentos fallidos de emancipación, de más fracasos que logros, pero principalmente de incubación para las generaciones posteriores que le dieron forma y carácter definitivo a nuestro rap.
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