Una bagatela es algo sin importancia. Una baratija. Una chuchería. Beethoven publicó tres colecciones de pequeñas piezas para piano llamadas de esa manera, originalmente en francés: “bagatelles”. La más célebre de todas –posiblemente se trate de los tres minutos más famosos de toda la historia de la música– es Para Elisa. Y tal vez ni sea para Elisa ni haya sido compuesta totalmente por él.
No fue editada durante su vida, sólo existe una transcripción realizada por un tal Ludwig Nohl de un manuscrito de Beethoven que jamás nadie encontró. Según algunos investigadores sólo se trataba de un esbozo que Nohl completó y en el que había una dedicatoria con tan mala letra que el transcriptor la malinterpretó. Podía ser que allí dijera Für Elise pero también era probable que lo escrito fuera Für Therese. Y en la vida del compositor hubo varias Elise y también varias Therese, entre ellas Therese Malfatti von Rohrenbach zu Dezza, la alumna a la que se había declarado en 1810 (fecha posible de composición de la pieza, o de su borrador) y que acabó casándose seis años después con un noble funcionario vienés.
Pero en rigor nada de eso es demasiado importante. Porque Para Elisa es un símbolo, un emblema. Y, sobre todo, es bella. Y además, una obra de arte –y un artista– es lo que fue pero, sobre todo, es lo que la historia construyó a partir suyo. Y Beethoven, cuyo cortejo fúnebre fue acompañado por las calles de Viena por unas 30.000 personas de las cuales la mayoría desconocía su obra –pero no su fama como mejor compositor de la época– es tanto su música como las lecturas se hicieron a partir de ellas. Es esa Sinfonía Nº 9 que mantiene intacto su poder de comunicación, su apelación a la unión de los hombres y su carácter casi de escena teatral y, a la vez, todos los usos políticos que la obra ha tenido a lo largo del tiempo, como detalla con perfecta meticulosidad el investigador Esteba Buch en La novena de Beethoven (publicado por El Acantilado.)
Beethoven es ni más ni menos que el único compositor del que se consideraron herederos todos los posteriores, aún desde estéticas divergentes. Y es el que cristalizó –o a partir de quien se cristalizó– mucho de lo que todavía hoy, a doscientos cincuenta años de su nacimiento, sigue siendo central en la idea de lo que es esa música llamada clásica y de lo que la hace importante.
Empezando por una concepción de “obra” más cercana a la saga de La guerra de las galaxias que a la funcionalidad que cada una de las obras por separado pudo haber tenido en vida de su autor, cuando eran estrenadas y, a lo sumo, vueltas a tocar un par de veces más. La Obra como conjunto, como Gran Relato formado a su vez por muchos grandes relatos, es beethoveniana. Si cada una de sus composiciones, de sus sinfonías, sonatas o conciertos, explicitaba esa idea narrativa, esa concepción según la cual los distintos movimientos constituían una unidad –algo similar a los varios actos de una pieza teatral– y un tránsito, con Beethoven empieza a aparecer la noción de que, a su vez, las nueve sinfonías, o las 32 sonatas para piano, constituyen un nuevo relato que, por otra parte, sólo cobra un sentido cabal en la totalidad. Será por eso que la Deutsche Grammophon, que en 1997, coincidiendo con los 170 años de la muerte del compositor, había editado una caja de 87 Cds llamada Beethoven Edition, acaba de publicar, en una época en que casi nadie compra discos, una New Complete Edition que consta de la friolera de 118 Cds.
Más allá de los gustos, de la arbitrariedad de cualquier lista de recomendaciones y de la imposibilidad de elegir solo unas pocas partes de un todo, esa Obra está compuesta por obras. Y la fuerza de todas ellas tiene un efecto paradójico. Como con las canciones de los Beatles o de Luis Alberto Spinetta o de Falú y Dávalos es casi imposible nombrar sólo unas pocas pero, al mismo tiempo, se puede empezar casi por cualquier parte.
Muchas de ellas señalan puntos de llegada o de partida sumamente significativos. Pero, en el caso de Beethoven e independientemente de su lugar en la saga, como precuelas o culminaciones de esa especie de novela incesante, esas composiciones tienen el valor de contener universos creativos de singular complejidad y, sobre todo, son portadoras de una belleza y poder comunicativo infrecuentes. Aquí, entonces, una pequeña lista de recomendaciones, algo así como el Beethoven que nadie debería dejar de oír, que, se espera, lleve a otras listas y a nuevas búsquedas –y hallazgos–:
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