Aniversarios redondos -en este caso los 250 años de su natalicio, celebrados alrededor del mundo en tiempo de pandemia 2.0- determinan el tipo de reduccionismo histórico con que se intenta reflejar, en un texto periodístico, la magnitud del personaje en cuestión. Un par de líneas bastan como ejemplo. Ludwig van Beethoven fue uno de los más grandes compositores de todos los tiempos y uno de los hombres que cambió para siempre la historia de la música. Pionero del romanticismo, compuso a pesar de una progresiva sordera (sobre la que todavía se discute).
Atronadoras e inspiradoras nueve sinfonías, la distintiva ópera Fidelio, treinta y dos inolvidables sonatas para piano, cinco extraordinarios conciertos para piano y orquesta y una catarata de composiciones de cámara -unas cuantas incrustadas en el inconsciente colectivo de la humanidad desde hace siglos y así seguirá sucediendo- resumen su legado artístico. A la par, una vida difícil surcada por la incomprensión y el resentimiento completa el cuadro de un personaje operístico, complejo y contradictorio
Es curioso el destino que tuvieron algunas de sus composiciones. Varias de ellas, como “La marcha turca” , “Para Elisa”, las sonatas “Claro de luna” y “Patética”, los primeros acordes de la Sinfonía N° 5 y la briosa cabalgata instrumental que propone la Sinfonía N° 7 por citar apenas algunas, tuvieron destino de single como si de éxitos pop se tratase. Música encantadora de masas en los cinco continentes y desde hace ya varios siglos. Beethoven es música clásica. Esa huella es bien visible en la cultura popular de la mano de Stanley Kubrick, inspirado en Anthony Burgess y su novela La naranja mecánica. La película, un clásico del cine de todos los tiempos, también es inolvidable por su música.
Todos tenemos en la cabeza al bueno de Alex -o Malcom Mc Dowell, que es lo mismo- y su amor devocional por “el viejo Ludwig Van”. “Oh, era suntuoso, y la suntuosidad hecha carne. Los trombones crujían como láminas de oro bajo mi cama, y detrás de mi golova las trompetas lanzaban lenguas de plata, y al Iado de la puerta los timbales me asaltaban las tripas y brotaban otra vez como un trueno de caramelo. Oh, era una maravilla de maravillas. Y entonces, como un ave de hilos entretejidos del más raro metal celeste, o un vino de plata que flotaba en una nave del espacio, perdida toda gravedad, llegó el solo de violín imponiéndose a las otras cuerdas, y alzó como una jaula de seda alrededor de mi cama. Aquí entraron la flauta y el oboe, como gusanos platinados, en el espeso tejido de plata y oro. Yo volaba poseído por mi propio éxtasis, oh hermanos”, escribió Burgess. No hace nada más para entenderlo.
Una vida extraordinaria
Aunque hay dudas sobre la fecha exacta de su nacimiento, se sabe que Beethoven fue bautizado el 17 de diciembre de 1770 en Bonn, por aquel entonces parte de un Sacro Imperio Romano Germánico en decadencia. Sus años de infancia y rigurosa formación musical iniciaron una vida extenuante: la suya. Su padre Johann, tenor de corte, profesor de música y devoto admirador del por entonces prodigio adolescente llamado Wolfang Amadeus, quiso que fuera -justamente- un nuevo “Mozart”. Mala combinación: obsesión + alcoholismo.
Beethoven padeció la obstinación de su progenitor: golpes por cualquier error al piano y privaciones del sueño ambientaron una agotadora rutina.
Ese “estilo” de aprendizaje lo afectó de por vida. Beethoven padeció la obstinación de su progenitor: golpes por cualquier error al piano y privaciones del sueño ambientaron una agotadora rutina. Testimonios de la época lo describen como un niño hosco, abandonado y resentido. Que a los 7 años ya había concretado su primer concierto, por cierto.
A los doce años, apareció en su vida Christian Gottlob Neefe, el músico que habría de resultar decisivo en su corta historia de apenas 56 años: murió de cirrosis, triste y deprimido por la sordera. Neefe completó el proceso de aprendizaje y, de su mano rectora, compuso las primeras obras. También le abrió con sus conocimientos las puertas de la corte del príncipe elector de Colonia Maximiliano Federico. Era aquel un ambiente selecto, hasta entonces inalcanzable para un joven de origen humilde y en donde acabó imbuido del espíritu liberal e ilustrado de una época marcada por el pensamiento de Kant, las letras de Goethe o las ideas revolucionarias que llegaban de Francia.
En este aprendizaje integral tuvo mucho que ver el matrimonio formado por Stefan y Eleonore von Breuning, que ejerció un papel fundamental tras la muerte de la madre de Ludwig, Maria Magdalena Keverich, en diciembre de 1787, cuando tenía 17 años y acababa de desplazarse a Viena para proseguir con su brillante trayectoria musical. Después del fallecimiento de su esposa, su padre Johann entró por una espiral de depresión y alcoholismo que acabó con su encarcelamiento y de la que ya no se recuperó hasta su muerte en 1792.
En Viena –centro indiscutible del arte musical y escénico de Europa– Beethoven se instaló definitivamente a los 22 años. Allí recibió la formación en materia de composición de Franz Joseph Haydn. Y enseguida se convirtió en una celebridad como pianista. Su manera única de tocar, unida a sus impetuosas interpretaciones, le abrieron el camino para darse a conocer como compositor: lo suyo se distinguía del clasicismo de Mozart y Haydn. Beethoven era la nueva gran cosa del mainstream de las cortes europeas.
A la vez, desafiaba las convenciones sociales de la época. Con su precoz popularidad a cuestas, sin embargo no encajaba en esos círculos exclusivos y lo hacía notar. Relatos de la época lo caracterizan como “dueño de un carácter explosivo y obstinado”. Despreciaba las normas sociales y de cortesía propias de esos ambientes en donde era una estrella. Como tal, un par de siglos antes que la cultura rock estableciera el cánon del “rebelde”, testimonios lo describen comportándose de manera atrevida y no convencional. Eso sí, de forma deliberada: empeñado en demostrar que nunca admitiría a un patrón por encima de él y que el dinero no lo convertiría en un ser dócil. Mecenas al margen.
Confiado en su valor y consciente de su genio, con esa rebeldía construyó su personaje inflexible que el talento y la belleza de sus creaciones podían disimular. Retraído, presumido y egoísta son algunos de los adjetivos que emergen de los escritos de ese tiempo. Se cuenta que muchos nobles ciudadanos prefirieron distanciarse de él e incluso quitarle el saludo. Poco a poco, comenzaron a aislarlo. Mientras, Beethoven era víctima de su comportamiento y sufría en silencio las muestras de desafecto. Con su habitual intensidad actoral, la composición de personaje que realizó Gary Oldman en Amada Inmortal (Bernard Rose, 1995) parece haber dado en el blanco para hacerse una idea aproximada.
La novena sinfonía y la sordera
Así, en soledad, tal vez obstinado en superar a Mozart -una pasión que lo unió con su padre durante todas sus vidas- y apenas relacionado con un grupo reducido de amistades -se comunicaba a través de mensajes en cuadernos- compuso su ¿obra cumbre? Un regalo final para la humanidad en forma de Novena sinfonía, en re menor (op. 125), también conocida como “Coral”.
La Novena es de una belleza extraordinaria, inspiradora. No solo por su duración y magnitud instrumental, sino porque incorporaba en aquel tiempo un nuevo elemento: en el último movimiento intervenían cuatro solistas y un coro que interpretaban el poema “Oda a la Alegría”, de Friedrich Schiller. Fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 2001. Es símbolo del humanismo y la libertad, pero en ese tiempo se convirtió en la expresión definitiva de un nuevo lenguaje musical que habría de alumbrar con el romanticismo. Asociada a su inmenso valor inspirador, la historia de este super hit viene con un mito incluído.
Cuando el 7 de mayo de 1824 se estrenó la Novena Sinfonía en el Teatro de la Puerta Carintia en Viena, la mayoría de los asistentes pensaron que el compositor estaba totalmente sordo. Aún hoy, dos siglos y medio después, esa sigue siendo una creencia. Un experto en su obra, el profesor estadounidense de musicología Theodore Albrecht (Kent University) asegura que hay evidencia crucial que determina que Beethoven sufría un severo deterioro en su audición pero que no la perdió “hasta las profundidades más profundas” que se asumió durante cientos de años. “Esto hará que todo el mundo se apresure a revisar los conceptos biográficos sobre Beethoven”, dijo el catedrático al semanario inglés The Observer.
“Beethoven no solo no estaba completamente sordo en el estreno de su Novena Sinfonía sino que pudo escuchar, aunque cada vez más débilmente durante al menos dos años más, probablemente hasta el último estreno que supervisó, su Cuarteto de cuerda en B- piso, Op 130, en marzo de 1826 “, dijo Albrecht. Beethoven comenzó a perder la audición en 1798. “Si yo perteneciera a otra profesión, sería más fácil”, le dijo a un amigo, “pero en mi profesión es un estado espantoso”. Entre 1812 y 1816, probó las trompetas, con poco éxito. A partir de 1818 llevaba “libros de conversación” en blanco, en los que amigos y conocidos anotaban comentarios, a los que respondía en voz alta.
Sus últimos años del compositor estuvieron marcados por un agravamiento de su estado de salud. Problemas hepáticos le causaban terribles dolores abdominales, sed angustiosa y ausencia de apetito, tormentos que padeció hasta su muerte, el 27 de marzo de 1827. Tenía 56 años.
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