Aldo Sessa (Buenos Aires, 1939) es un fotógrafo que le imprime a su oficio un corazón pictórico, un corazón que mientras continúe bombeando no tendrá pausa, seguirá y seguirá capturando momentos, como lo hizo ayer, durante la presentación de una donación, de entre 60 y 70 obras, al Museo Moderno de Buenos Aires.
Vestido de gala en un azul ultramar, ese tono que hizo pobre a Vermeer y rico a Yves Klein, un pañuelo salía de su bolsillo, en un gesto estético que habla más de la modernidad, que de lo contemporáneo, del amor por lo bello más allá de los tiempos. Así, con una cámara bajo el brazo y un celular siempre a mano, fue tomando pequeños momentos del encuentro, como un niño al que le prestan por primera vez el objeto y no puede parar de investigar, de disparar y disparar, para lo que denomina su “archivo histórico”.
Y ese archivo, asegura Victoria Noorthoorn, directora del museo, está compuesto por más de 4 millones de imágenes -sí, 4 millones-, de las que se revisaron alrededor de 800 mil para elegir unas 700 finalistas, que luego se convirtieron en las -por ahora- 62 obras destinadas al acervo fotográfico del Moderno. Ayudó en ese proceso, la muestra Archivo Aldo Sessa 1958-2018: 60 años de imágenes, que tuvo en 2018 en el espacio.
Sessa se quiebra durante sus primeras palabras y cede el micrófono. Recién ya sobre el final del encuentro, cuando se han repasado las imágenes y ha narrado historias alrededor de las piezas, puede resumir lo que siente: “Para un artista no hay valor más grande de que le pidan su obra. Es una obligación donarla. Pensaba en que quizá, dentro de 20 años, un chico que nació hoy pueda ver alguna de mis fotografías y que eso lo inspire o le cause curiosidad”.
Las obras van desde 1959 a 2018 y en esta selección ecléctica se puede atisbar ese corazón pictórico de realismo sensible. Se nota un enamorado de otra Buenos Aires, de esa con pañuelo en el bolsillo, que busca en rostros y situaciones cotidianas momentos de una singularidad que permanece fresca, viva, como si hubiesen sido capturadas ayer.
Hay imágenes de trenes o relacionadas, de rieles escherianos, y pasos peatonales, de niños que observan una locomotora en miniatura allá por los ’80 en Retiro o de la estación Constitución en la que a través de sus ventanales ingresa un haz de luz de reminiscencia renacentista, como si Fra Angélico hubiese pintado su anunciación como metáfora del nacimiento de una era del desarrollo.
Hay alguna de lo que alguna vez fue un balneario de Costanera Sur con gente en el agua, y también de pintores populares del Riachuelo, de niños jugando en La Boca, de gatos en sillas con una puerta que se abre hacia la escenografía de los conventillos, todas con composición nítida, puntos de fuga y ejes conceptuales.
Y es que Sessa es un fotógrafo singular en ese sentido. Su formación en la pintura “desde los 8 años y en todas las técnicas, cuando sacaba el caballete a la calle en los talleres de Marcelo de Ridder”, como cuenta, le forjaron un espíritu por la composición, aunque “en la fotografía hay mucho de fugacidad, del azar”.
Una imagen llamada El Nonno, del ’63, contempla otra de sus influencias: el cinecittà. Y por eso ese eterno regreso a La Boca, con sus “óxidos y contrastes”. En la foto, un anciano está en su silla en una vereda, enfundado en un traje, sosteniendo su bastón, “como si fuera un genovés en su tierra, mientras sus nietos juegan a su alrededor y un hombre que parece un oficinistas pasa por el medio con un carta en el bolsillo”, imagina, todo bajo una cartelería publicitaria que reza La Familia.
“Soy un enamorado del pasado, de ese Abasto de mercados vivos y no de este supermercado que no emociona a nadie, de los jardines acuáticos que había en los interiores de los barcos hundidos de La Boca, que ya no existen más”, cuenta.
Hay además algunas capturas de su trabajo como fotorreportero, en marchas de las Madres de Plaza de Mayo o en festejos futbolísticos de los mundiales ’78 y ’86, con el obelisco de fondo. Y de su perspectiva de Nueva York, ciudad que visita desde hace cuatro décadas, como alguna centradas en los reflejos, ese juego de espejos que rompe la dimensionalidad de los objetos, como la de los pies que salen de un ojo de un ploteo de José Luis Cabezas que había en la vieja sede de Perfil.
Y es moderno no solo por su trabajo, sino también por la relaciones y a quienes supo inmortalizar a lo largo de su trayectoria. Entre las piezas donadas se encuentran retratos de Silvina Ocampo; Federico Manuel Peralta Ramos en el Florida Garden; Enrique Cadícamo -que le escribió el tango El fotógrafo de la plaza-; de Julio Le Parc fragmentado por el fulgor de su arte óptico; la ya icónica de Mujica Lainez con su monóculo, Annemarie Heinrich en un juego cómplice entre colegas o Nicolás García Uriburu, en una especie de Arcimboldo minimalista, con una hoja de plátano cómo máscara por cara. También minimalistas son las fotos de pájaros en cables de luz, que como trazos de Picasso sin levantar el lápiz, componen una serie de 2018.
En los trabajos de Sessa anida un realismo romántico que habla más sobre el espíritu, que sobre la materialidad, en ausencia o abundancia. Hay una simplicidad que no por eso es sencillo, no hay una sobreactuación de la técnica por más que no deje de ser experimental en muchos momentos. Pero es una fotografía directa, juguetona, virtuosa y llena de respecto hacia el objeto o la persona.
Las fotos del Teatro Colón, tras bambalinas, en la escuela de danza o el escenario, no tienen nada que envidiarle al mejor Degas y entre ellas se destaca una sacada a los rusos Vladimir Vassiliev y Ekaterina Maximova, en 1987. Esta imagen es una delicadeza fantasmagórica en la que los cuerpos parecen fundirse, como si hubiera sido realizada con una acuarela monocromática, donde los poros surgen tras una pincelada fina en vez de ser los granos de la película.
El vínculo de Sessa con el Moderno comenzó en 1972, cuando Rafael Squirru, fundador del museo, escribió el prólogo para la primera exhibición de pinturas en la Galería Bonino. Luego, Hugo Parpagnoli, sucesor de Squirru, incorporó algunas de sus obras al crear la colección fotográfica del museo y Guillermo Whitelow, tercer director, le dedicó varios textos y exposiciones, que comenzaron en 1976 con una gran selección de sus primeras pinturas, en la sala del museo ubicada entonces en el Teatro San Martín. Hubo entonces un hiato hasta la muestra de 2018.
“Uno entra a una casa vacía, pone sus cosas y cuando se encuentra entre ellas recién siente que está en su casa. Tenemos una relación muy larga con este museo, que ya tenía varias obras mías, pero hoy puedo decir definitivamente que el Moderno es mi casa”, dijo.
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