Se podría tomar el libro de Santiago Sylvester como iniciación al arte poético –aunque no es ése el objetivo del libro– para los jóvenes poetas dormidos, al modo de lo que fue el escepticismo de Hume para Kant, es decir, un texto para despertar del sueño dogmático. No solo porque compendia –según el modo conjetural del ensayo— los problemas ligados a historia de la forma sino, y sobre todo, porque brinda una opinión pensada –sentida- y escrita desde el oficio sobre la ejecución de la poesía. En este sentido, sospecho que Sobre la forma poética es el tipo de libro que sólo puede ser escrito con la biblioteca de una vida, o de media, al menos.
Aunque no está dividido de esta manera, el libro tiene dos partes: en la primera asistimos a una lectura cronológica de hitos e hilos de la historia literaria centrada en la poesía: Homero, Dante, Siglo de Oro, la poesía en Estados Unidos, en Francia, el surgimiento del verso libre y su impacto, las noticias de España, la vanguardia en Europa, Latinoamérica y Argentina. La segunda parte es un ensayo que indaga en diversos asuntos: una microhistoria del rol social del poeta, por qué el público de la poesía es una minoría, la poesía de pensamiento, la crisis del lirismo. Esta segunda parte roza el tono filosófico y ofrece algunas respuestas.
Es importante destacar que el primer bloque no es una cronología baladí. Es un análisis centrado en los problemas conceptuales que se desprenden para el autor de esa síntesis pormenorizada. Por ejemplo, cuando comenta el Siglo de oro, esto le sirve para mostrar cómo hicieron para instalar Garcilaso y Boscán el endecasílabo italiano en la península ibérica. O cuando se refiere a Dante, habla de las traducciones al español de la Comedia. Allí, Sylvester lanza su teoría de la traducción a la vez que da cuenta de la demora en adoptar el endecasílabo en la lengua española: sostiene que lo mejor es poner a punto al autor clásico según la forma activa del verso en el presente. En este sentido, la forma más conveniente para las primeras traducciones de Dante —siendo coherente con lo dicho— hubiera sido el endecasílabo italiano pero esto no podía hacerse porque aún no había llegado a España.
Respecto a la vanguardia sostiene lo que se podría llamar una teoría del valor atenuado: Sylvester dice que la vanguardia “se ha quedado sin contradictor, como si en una eventual contienda no tuviera contra quién pelear. Esto es así, en parte, por la evolución de la sociedad, que ya no se asusta por estas razones y en parte porque ha sucedido la paradoja de que el artista de la supuesta revolución ha calmado, tal vez no su gesto, pero sí su gesta, su marginación deliberada, ahora busca y suele encontrar alguna protección, y en demasiados casos elabora sus rebeldías bajo la cobertura de lo que supuestamente combate. El destino de la ruptura ha sufrido una merma importante, como si un sistema de preservación estuviera mojándole la pólvora”. Para mostrar cómo funciona el modo de indagación del autor cito un ejemplo: al referirse a Alfonsina Storni comenta que esta poeta no fue incluida en el libro que presentaba la renovación de la poesía en ese periodo del siglo XX. La lupa de Sylvester se fija no en la anécdota sino que le interesa ver qué efectos tiene esa no incorporación de Storni en su poesía posterior.
El eje que estructura el libro es la idea de la construcción en poesía. Una buena parte del texto está dedicada al análisis de las vanguardias y de su poder destructor. Sylvester entiende que lo peor que puede pasarle a la ruptura es convertirse en tradición, es decir que se consolide “la tradición de la ruptura”, según la formula insuperable de Octavio Paz. A partir de considerar que la ruptura tiene su función hasta que se gasta, sostiene que lo que queda es la posibilidad de construir sobre el terreno arrasado: “Parece inevitable que toda tradición tenga rupturas y que toda ruptura termine generando una tradición: este dialogo está implícito en la naturaleza de ambas. Es el momento en que más se pone de manifiesto que la ruptura es un eslabón de la construcción, parte de un programa más amplio. Por eso creo que la historia de la poesía adquiere mayor contundencia desde la vereda de la construcción, y se puede rastrear este enunciado en viejos e insoslayables sucesos de la historia del arte”. Dice más adelante: “la tarea de construir gana en responsabilidad, está obligada a caminar mirando hacia atrás y hacia adelante, desechando lo que es rémora, aprovechando lo que sirve y proyectando lo que vendrá, con la intención de que a su vez sea aprovechable”.
Sobre la forma poética tiene al menos dos rasgos fundamentales en la escritura: la claridad en la exposición y el humor. El libro no solo es sólido sino que se lee con fluidez, sin los atascos de la prosa académica. El autor desarrolla sus ideas según una lógica minuciosa y bien argumentada. Hacia el final de los razonamientos intercala o propone un enunciado que tiene el tono o el rigor de la paradoja, según sea el caso. Este plus es usado para reafirmar lo dicho o lo propuesto. La humorada (no el chiste) aparece a través de la ironía o del giro en la argumentación. No percibo burla sino reflexión a propósito de ciertas imposibilidades. A la par que aparece el humor como una luz benéfica, la prosa es ágil y todo lo contrario a solemne: no cede a la gravedad de los problemas o en todo caso no traslada a la prosa la “gravedad” del asunto que se trata.
El lector puede o no compartir los puntos de vista de Sylvester. Yo comparto muchos. Por ejemplo, eso que dice a propósito de la combinación de trabajo e inspiración en la creación poética. No creo que el poema logrado sea fruto del mero auxilio de las musas. Dejemos esta creencia a los antiguos griegos o a los románticos anacrónicos. Incluso, sospecho que las musas son un invento de los poetas.
El libro es un compendio de ideas. El autor bucea en cuestiones álgidas: los problemas que acarrea el abuso del yo, las letras de canciones que no funcionan como poemas, el etno-arte (la imposición de las raíces por encima de los logros) y los riesgos del presente: entre otros, reflexiona sobre la mala poesía y el método de la sociabilidad para conseguir puestos y premios. Entre las dificultades, piensa en el exceso de alarmas (como esa que sostiene que la poesía ha muerto), los curiosos modos de rechazo de la poesía (“un poeta puede llegar a ser un orgullo para su patria, pero siempre será un desastre para su familia”), la condición minoritaria de la lectura (relativiza esta afirmación) y la necesidad de adaptación para que siga existiendo el latido.
Uno de los asuntos más controversiales tratados en el volumen es lo que el autor llama la crisis del lirismo. Sostiene que ésta ya fue diagnosticada por Walter Benjamin cuando dijo que “es consecuencia de la desintegración progresiva entre la ciudad y el campo”. Es decir, la poesía lírica entra en crisis cuando desaparece el campo. Por supuesto, el autor no cae en la simplificación de identificar lirismo con campo pero sí advierte que ese afán por cantar con énfasis la gloria de la naturaleza se relaciona con la existencia del mundo rural. Para complejizar el problema, indica que la dicotomía campo-ciudad “es en realidad la síntesis de un problema que abarca bastante más. La poesía lírica no es solo rural, ni la contraria solo urbana: hay mezclas y otros aspectos”. Y reflexiona: “Tal vez lo que haya, en el centro de esta crisis, sea pluralidad de respuestas a nuevos problemas… Lo que beneficia a uno, molesta a otro: la luz artificial incentivaba a Baudelaire, mientras que Stevenson sentía la desolación de que no le permitía ver las estrellas. Desde entonces, es así”. Con lo dicho, me parece, deja abierta la idea de que el lirismo continúa por otros senderos. No hay lirismo solo al cantar la tierra.
Por las discusiones abiertas y las opiniones vertidas, el libro es una invitación a pensar. Creo que uno de los elogios posibles es decir que propone a cada párrafo un asunto para debatir. Y como esa esgrima escasea a veces en la mínima república de los poetas, Sobre la forma poética parece decirnos: hagamos el esfuerzo y tratemos de discutir nuestros prejuicios estéticos.
En todo el libro sobrevuela un criterio que comparto: la posibilidad de ver los sucesos del pasado como piezas para ser valoradas desde el inevitable presente. De este modo, lo que han hecho Homero, Dante, Garcilaso o Thomas Eliot es útil para sopesar desde el hoy los logros, los aciertos y los errores en la poesía ajena y propia. Así, cada poeta –minúsculo o mayor—arma, en el silencio de su cuarto, su propia tradición: la tradición no está en el pasado sino en el futuro. No le dejemos la tradición a los tradicionalistas y no creamos que la mera novedad es una garantía de buena poesía: la novedad nace vieja y, con el tiempo, solo quedan los chispazos de la pólvora.
Lo que queda claro es que “la acumulación del pasado” le permite a Sylvester relativizar la solemnidad de los logros y revisar los errores o los abusos. Coherente con esto, la apuesta por la construcción –y no por la ruptura—no debe llevar a engaño. El autor valora las novedades y alienta a no quedarse en la queja permanente por lo bueno que se ha perdido del pasado: “Hay un peligro para quien cultive el rechazo a las novedades sin razones fundadas: el de ser expulsado, ya no de la república de Platón, sino de su época”.
Hacia el final, Santiago Sylvester brinda su ars poética, al modo de Horacio en la preclara carta. Entre las razones para escribir poesía, sostiene que al menos hay dos: “que subyazga cierta incomodidad; es decir lo opuesto a la autosatisfacción: que el poeta se ponga en la tarea para calmar alguna inquietud” (“gente inquieta que sale a buscar a su presa, gente al asecho en una vida anímicamente a la intemperie”). Y “que se note el placer por las palabras: usarlas, revisarlas, hurgarlas y sacarles todo el jugo…” En estas apreciaciones está condensada la filosofía de la composición de Santiago Sylvester. No me detengo en la segunda sino en la primera: eso que Sylvester llama inquietud es una llama que enciende cada uno de los corazones. La pregunta que queda en el aire es por qué ciertos individuos deciden encausarla en la prisión breve del poema y otros, no, que es lo mismo que preguntarse, en contra de la indicación de Locke (aconsejaba a los padres combatir la disposición poética de sus hijos porque los desvía de las cuestiones útiles de la vida), por qué existen los poetas.
Lejos de los estereotipos, desde el ojo de la historia (la amplitud del horizonte que nos entrega el pasado), pletórico de claridad y humor, Sylvester nos dona un ensayo sólido, amable e inteligente, ese tipo de libros que deben ser leídos una y otra vez para empezar a pensar no tanto qué es la poesía –dice el autor que se pueden ensayar decenas de definiciones contradictorias y que todas tienen razón—sino cómo han cambiado las formas en el tiempo y qué podemos hacer para no ser expulsados de nuestro presente y de la historia.
Sylvester se niega a la profecía pero piensa el presente y la puerta abierta hacia el futuro. En este sentido, afirma: “la poesía vive en el margen y su realidad es central”. A su vez, confía más en el ejercicio del poeta y menos en la teoría. La teoría va por detrás de las modas: “no hay teoría que dure mucho”. Con ímpetu filosófico, reclama: “la poesía existe (sigue existiendo) en el lenguaje; pero no solo ahí… Su aventura y su grandeza consisten en evadirse de la tentación de “lo poético”, de lo consagrado… como si la poesía debiera correr el riesgo de estar a punto de dejar de serlo”.
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