Horacio Quiroga visitó por primera vez Misiones en 1903 como fotógrafo de la expedición oficial comandada por Leopoldo Lugones que, río arriba por el Paraná, derivaría hacia El imperio jesuítico. Este libro admirable cumple desde su prólogo un desvío de importancia: no hay allí pormenores del viaje ni la voluntad de registrar, a medida que se avanza en el presente, la particularidad del territorio en un historial de alcances públicos. Lugones parece haber llegado a las misiones mucho antes de partir, y lo ha hecho vía fuentes bibliográficas más que por vía fluvial. Su formidable erudición y su talento natural para recrear las lecturas otorgándoles hasta a las más deslucidas un lance especulador suelen aplastar la vivencia del paisaje y, aunque como los viajeros antiguos, suma al temple emprendedor las herramientas del científico de toda ciencia, es decir, la batería de saberes ineludibles para enfrentar el recorrido (historia, geografía, botánica, zoología, geología, arquitectura, economía, geometría, etc.), el abarrotado mundo de El imperio jesuítico sufre, y de forma casi endémica, la falta de experimentación in situ: y casi tanto como si Lugones, para retratar las misiones, no hubiera creído preciso salir de Buenos Aires, y su expedición, necesaria para su asunto y aun para patentizar sus tareas de gabinete, hubiera sido un detalle un poco cargante de orden presupuestario. Salvo en ciertas descripciones de las ruinas de San Carlos y Apóstoles, en las que conjuga, en paciente observación, relato, cifra, croquis y trabajo en el terreno, Lugones prefirió para su Imperio la contención de la historia más que los bamboleos de la travesía.
De hecho, en el prólogo a la segunda edición de 1907, corregida y “enriquecida con nuevos datos”, Lugones apunta el hallazgo de la Historia de las Revoluciones de la provincia del Paraguay, el libro de Pedro Lozano. Estos nuevos datos no provienen de sus apuntes de explorador, revisados una y otra vez para captar, a la distancia reflexiva, el numen de la región, sino de un documento que vendría a precisar y a ampliar algunos aspectos de su estudio. Porque, aunque en el prólogo a la primera edición, Lugones afirme que tanto “los datos recogidos sobre el terreno” como “la bibliografía consultada” definieron el proyecto jesuítico, los primeros aparecen tan ultraprocesados por la segunda que el libro se desvía de la “Memoria” que el Estado, a través de su amigo el ministro Joaquín V. González le solicitó por decreto, hacia el “ensayo histórico”. “Este no es un libro de viajes” —escribe Lugones— y hasta tal punto no lo es (aunque el viaje está en la encomienda institucional del libro) que, a cada rato de leerlo, se tiene la impresión un poco frustrante de que Lugones perdió la enorme oportunidad de transformarse en el gran cronista moderno del río Paraná.
Y si aun fuera poco para reafirmar la condición tercerizada de El imperio jesuítico, y si, como se vio, a la seriedad histórica del estudio le debe corresponder la consulta de fuentes, a algunos sondeos del paisaje, justamente aquellos que no están tomados ni por la ciencia ni por el humanismo, les toca la crepuscular labia poética modernista. Lugones y el río Paraná:
Primero es una faja amarilla de hiel al Oeste, correspondiendo con ella por la parte opuesta una zona baja de intenso azul eléctrico, que se degrada hacia el cénit en lila viejo y sucesivamente en rosa, amoratándose por último sobre una vasta extensión, donde boga la luna.
Luego este viso va borrándose, mientras surge en el ocaso una horizontal claridad de anaranjado ardiente, que asciende al oro claro y al verde luz, neutralizado en una tenuidad de blancura deslumbradora. Como un vaho sutilísimo embebe a aquel matiz un rubor de cutis, enfriado pronto en lila donde nace tal cual estrella; pero todo tan claro, que su reflexión adquiere el brillo de un colosal arco-iris sobre la lejanía inmensa del río. Este, negro a la parte opuesta, negro de plomo oxidado entre los bosques profundos que le forman una orla de tinta china, rueda frente al espectador densas franjas de un rosa lóbrego. Un silencio magnífico profundiza el éxtasis celeste. Quizá llegue de la ruina próxima, en un soplo imperceptible, el aroma de los azahares. Tal vez una piragua se destaque de la ribera asaz sombría, engendrando una nueva onda rosa, y haciendo blanquear, como una garza a flor de agua, la camisa de su remero...
Es casi inexplicable, incluso tratándose del arbitrario Lugones, este rapto de matices en medio del escrutinio duro del entorno. La paleta profusa —que embadurna de tonos el neto color local, echando mano a un depósito de arrebatos poéticos que Lugones sabrá elevar a eminente pesadilla léxica en la prosa modernista de La guerra gaucha— desmaterializa la extensión fluvial hasta un punto difícil de concebir en una empresa proficiente, y para peor: bancada por el Estado nacional. Es como si Lugones pasara de la rudeza del informe a la plétora lírica sin continuidades y perdiendo en el trámite la concreción del territorio explorado. Menos mal que Lugones lo llevó a Quiroga, piensa uno.
Lugones, que parece no dar tregua a la referencia directa e impugna por serviles la abundancia de ilustraciones “cuyo abuso —escribe— constituye una enfermedad pública”, incluyó en El imperio jesuítico, aunque se conoce que Quiroga sacó muchas, solo dos de sus fotos: un par de santos tallados en madera, curiosamente artesanías sin contexto en lugar de las más representativas vistas y costumbres (los santos pueden estar en cualquier lado y de hecho seguramente estos dos terminaron en museos, pero el río solo está donde hay que ir). También se conocen a través de José María Delgado y Alberto Brignole pormenores de la conducta de Quiroga a lo largo de la expedición. El informante aquí, según cuentan los amigos y biógrafos en el prólogo a su temprano libro de 1939 Vida y obra de Horacio Quiroga, es el propio Lugones, que se negó, con esa obstinación tan típica de su humor artístico, a narrar el viaje, pero que no puso reparos en testimoniar las extravagancias de su compañero, producto estas tanto de las inclemencias de la región como de la difícil personalidad de Quiroga. Desde sus ropas inadecuadas, “un ajuar, en fin, inobjetable para señoritos distinguidos que se aprestan a veranear en lujosos hoteles balnearios”, según escriben los Delgado y Brignole, hasta la dispepsia y el asma con que repelía las comidas y el entorno, Quiroga sufrió la zona litoral directamente en el cuerpo y en el temperamento, y de modo tan contundente que no pudo salir indemne de ese vínculo inaugural y prodigioso. Si ya en su viaje a París había renegado de las confortables congojas del dandy para enfrentar directamente la hambruna del sudamericano pobre, en la expedición a Misiones, Quiroga hace culminar esa vicisitud iniciática en un trabajo de la voluntad que será desde entonces el rasgo sobresaliente de su talante y de su obra entera (la literaria, sus relatos; pero también la pionera, su bananal, su capuera, su alambique, su guabiroba), y que tendrá a la región, “al país”, como él lo nombró en su tiempo y para siempre, como funtivo constante de su vigor.
Es claro que Quiroga nace a la intensidad de otra vida en la experiencia de la naturaleza misionera, pero también, y después de Los desterrados, no es posible figurar la intensidad de esa naturaleza por fuera de la experiencia de Quiroga. Por eso hay que agradecer que Lugones lo haya llevado con él, porque si la expedición de Lugones fue hacia la gran escolástica de El imperio jesuítico, la de Quiroga fue hacia “El sentimiento de la catarata”.
En 1929, veintiséis años después del viaje misionero, Quiroga, siempre muy remiso a describir en sus relatos los puntos turísticos de la provincia (las ruinas de San Ignacio o las cataratas del Iguazú), escribe “El sentimiento de la catarata”. El breve artículo está dividido en dos partes; en la primera en base a unos innominados informantes, Quiroga hace un escrutinio muy preciso del río Iguazú, afluente del Paraná: desde la medida de su curso, su lecho y su caudal, su régimen de lluvias, la altura y energía mecánica de sus saltos, hasta la especulación económica sobre el mejor sitio para el virtual establecimiento de usinas hidroeléctricas que, señala Quiroga
no se hará —cuando se haga— al pie de las cataratas, sino siete kilómetros más abajo, para aprovechar de este modo los nueve metros adicionales de desnivel. El costo de la instalación, canalizaciones y usinas complementarias es, hoy por hoy, superior al rendimiento. Por lo cual, —terminan nuestros informantes— no es aconsejable, por el momento, emprender dicha obra.
El informe sobre el río Iguazú, es, como habitualmente en Quiroga, breve e integral; en pocos párrafos y con esa elegancia expositiva que le debe todo a la vocación didáctica de muchos de sus relatos, Quiroga compendia los rasgos indispensables para poder figurar el potencial del río. Pero eso no le basta; donde su compañero Lugones se detendría, las más de las veces, para discurrir históricamente sobre el asunto o derrapar en primores modernistas, Quiroga va más allá y liga el saber a la experiencia, la ciencia a su puesta a prueba, el dato al experimento y, para decirlo con el módulo binario que totaliza su universo narrativo: el ambiente a un carácter. “Nos queda la catarata”, escribe Quiroga. El breve informe muestra solo su “aspecto exterior”, su apariencia, las cifras duras del salto y la panorámica a mil metros que cumple con creces la expectativa turística, pero falta allí “el verdadero sentimiento de la catarata”, el que solo se adquiere afrontándola “a su mismo pie”, en la experiencia (y en el riesgo, como bien tituló Noé Jitrik su libro sobre Quiroga). Pionero en muchas direcciones, Quiroga no se priva aquí de declararse, junto a Lugones, el primero en descender al cráter de la catarata de la Victoria. Ambos escritores, aunque uno la use y el otro la descarte, buscan en esa ensordecedora excursión, algo más que lo que ya saben sobre la masiva caída hídrica, y de tal modo que los “209 metros cúbicos de agua por segundo en aguas bajas y 13 000, por lo menos, en días de creciente” progresan hacia el siguiente cuento:
Diez minutos antes, allá arriba, las cataratas, su albor y su iris esplendían al sol radiante de un día singularmente calmo y dulce. En el fondo de la hoya, ahora, todo era un infierno de lluvia, bramidos y viento huracanado. El estruendo del agua, apenas sensible en el plano superior, adquiría allí una intensidad fragosa que sacudía los cuerpos y hacía entrechocar los dientes. Las rachas de viento y agua despedidas por los saltos se retorcían al encontrarse en remolinos que azotaban como látigos. No reinaba allí la noche, pero tampoco aquella luz diluviana era la del día. Helados de frío, cegados por el agua, chorreantes y lastimados, avanzábamos sobre un dédalo de piedras semisumergidas, cada una de las cuales exigía un salto e imponía una brusca caída de rodillas, so pena de desaparecer en el agua insondable que corría entre aquellas con velocidad de vértigo. Un paisaje de la era primaria, rugiente de agua, huracán y fuerzas desencadenadas era lo que la gran catarata ocultaba al apacible turista del plano superior.
A diferencia del Lugones de la expedición jesuita, en Quiroga, el dato se procesa en experimento (los fabricantes de carbón, los destiladores de naranja) y el experimento, por fin, en figuración del ambiente. El ambiente fluvial lo es todo, tanto en la literatura como en la vida del país, pero a condición de que en él se tramen observación y experiencia, mirada y acto, saber y faena: Quiroga no contempla, opera, y solo así puede entenderse en esta obra “regional” tanto la invención de una zona “rica en tipos pintorescos” como el carácter del hombre de acción.
La dupla observación y experimento tiene su fuerte prosapia naturalista, y más tratándose de esta literatura que avanza desde los portes deterministas de “La gallina degollada” hacia la culminación de un enlace impar y extraordinario entre hombre y ambiente (individu et milleu, los llamó Zola): Orgaz y su techo de incienso, Else y la resistencia de su palo, para nombrar solo dos de los momentos superlativos de ese vínculo. Llegado a su punto maestro, Quiroga parece haber retenido la lógica del método experimental y descartado de plano sus consecuencias estéticas y morales que reducen el mundo a las generales de la ley. A fuerza de genio, datos y acción trocó en vivencia singular las cualidades naturales de la zona.
Pocas veces Quiroga acicala el paisaje fluvial a la manera estetizante de Lugones, esa autoprohibición es menos una medida descriptiva que una política de la referencia. El río es, sobre todo, los modos de aprovecharlo y también, en sus variaciones épicas, los de atravesarlo o vencerlo. El río es su navegación, la canoa y el trabajo sobre la canoa. Recién después de ese trabajo, en una posterioridad temporal que puede contener enteras la vida de los personajes de Quiroga y, claro está, la del propio Quiroga, el río puede mostrarse en su virtud panorámica. Escribe Quiroga en carta a Martínez Estrada:
Después de almorzar; siempre por aquello de que la única cura para estados como el mío es el trabajo, fui al río a proseguir con el arreglo de la canoa. A pesar de la fatiga de la cintura me dediqué a fatigarla más calafateando las juntas laterales, bien doblado, pues la canoa está en tierra y sobre la tierra. No me fue mal por eso. Antes bien, poco a poco comencé a sentirme mejor, moral y físicamente, hasta hallarme de pronto sentado sobre la borda, mirando tranquilamente el extraordinario río, manchado a retazos lóbregos y centelleantes por la amenaza de tormenta.
Pero más allá de la tregua paisajística que todo mensú merecería, aunque el mensú esté cegado al paisaje por la colosal opresión del capital, el río es, en esta literatura, estrictamente un ambiente, solo a condición de que se le devuelva a este concepto su decimonónica transitividad realista, la que opera en sistema cualquier detalle territorial a favor de lo que Zola llamó, aunque con el muy infeliz propósito de oponerlo a la imaginación, “el sentido de lo real”.
Con un “realismo bien parsimonioso”, como lo define con su usual soltura Adolfo Prieto, Quiroga abre el río a su accionar narrativo, lo mete en funcionamiento, lo pone a producir y, de tal manera, que momentos cruciales de la vida en la región dependen de su materialidad descriptiva y de su caudal anecdótico. Hay innumerables ejemplos de esta actitud literaria, sin ir muy lejos, uno de los primeros cuentos dedicado al monte misionero, “A la deriva”, ese tan castigado por las didácticas de la lengua, marca de manera incipiente pero concisa un criterio de inflexión de la zona fluvial que, en cuentos posteriores, ganará en agudeza y brío. El Paraná allí, es decir, desde el vamos, ya no es marco, contexto, fondo, pintura, ornamento o paisaje simbólico, ni tampoco germen de determinaciones naturalistas o costumbristas, o inventor de tipos regionales, no importa cuán coloridos estos sean. Nada de eso: su índole y su ritmo, su deriva literal ajusta la concreción de la historia, que no es otra que la de la agonía y muerte por envenenamiento ofídico del hombre de acción. La deriva que inaugura “A la deriva” es fundamento móvil, estructural y filosófico de la literatura de Quiroga. Así el río, el Paraná y todos sus afluentes y, por su incidencia: el país, la zona, sus hombres y exhombres, es decir el mundo entero, adquiere ese carácter enérgico, al tiempo natural e inaudito, ritual y prodigioso que lo define.
No otra cosa cuenta esa grandiosa fábula fluvial que es “El regreso de Anaconda”: la reconquista del río desde el Paranahyba hasta el estuario de Río de la Plata en la lucha de la selva entera, con todas sus especies vegetales y animales, capitaneadas gloriosamente por una boa famosa. Después de meses de sequía, la selva espera las lluvias torrenciales que, a un tiempo, en la totalidad de la cuenca guaraní, como decíamos: en el mundo entero, provoque una crecida de proporciones tan ciertas y tan quiméricas que los camalotes, con su carga silvestre, viajando río abajo hasta un Paraná inferior desconocido, logren segar el cauce, detengan el agua e impidan para siempre la llegada del hombre: el territorio lanzado a la deriva. La epopeya lógicamente fracasa, pero eso casi no tiene importancia porque “El regreso de Anaconda” lleva a su magistral apogeo las posibilidades imaginarias de la geografía, la climatología, la botánica, la zoología, la economía, la política de una zona determinada: el nervio electrizante de la región fluvial relevada ya, y para siempre en la literatura argentina, de la servidumbre moral del regionalismo.
*Hoy miércoles 9 de diciembre a las 18 h a través de la plataforma Zoom se llevará a cabo la presentación del libro digital 2020. Veinte episodios de la historia de la literatura argentina del siglo XX. Conversarán Martín Prieto, compilador y director del Centro de Estudios de Literatura Argentina, y Judith Podlubne, autora y directora del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. La coordinación estará a cargo de Nieves Battistoni.
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