Eleanor
Burdeos, 1137
«Jamás renunciarán a subestimarte. Encárgate de que paguen por ello.»
Esas fueron las últimas palabras que padre me dirigió antes de partir, oculto bajo su capa de peregrino. Ahora emisarios de mirada gacha afirmaban que había muerto frente al altar mayor de la catedral de Compostela, el mismo Viernes Santo, envenenado al beber de un pozo en mal estado. Como si el agua pudiera acabar con el gigante que fue. Como si no llevara siempre encima su piedra de carbón para absorber cualquier veneno, caminante curtido en mil batallas y calamidades.
Como si aquellos supuestos heraldos no formaran parte de una farsa bien tramada.
Afirmaban que venían juntos, pero Rufus el Galés traía las calzas empapadas después de una larga cabalgada, se olía el sudor de su caballo desde mi estrado.
Por su parte, el bretón Otho alegaba ser soldado, pero todavía estaba dejando crecer una tonsura que hablaba de un pasado reciente entre los muros de un monasterio. Además, venía fresco y por su mala visión —trastabilló con los peldaños, dos veces— no podía aspirar a ser hombre de acción.
—Mentira... —renegó entre susurros Rai, mi tío, mi amante.
Me miró cómplice, lo miré lento. Intuía ya que había llegado, abruptamente, el final de una etapa. Supe que me estaba despidiendo de él y atesoré en mi memoria aquellas últimas horas. Iba a necesitar buenos recuerdos para lo que vendría.
Rai partió con el crepúsculo hacia Ultrapuertos a buscar tanto el cuerpo de su amado hermano como explicaciones para aquel sindiós. Yo permanecí al frente de la inmensa Aquitania, quedó bajo secreto de unos pocos la noticia de que Guilhem X, conde de Poitiers y duque de Aquitania, ya no caminaba entre los vivos.
No eran las primeras nuevas que nos llegaban desde la ruta del santo apóstol.
Y todas ellas se contradecían entre sí.
Unos contaron que padre había caído fulminado después de combatir a solas frente al altar mayor contra un niño. Un diminuto David había vencido a Goliat.
¿Cómo creer tal patraña?
Otros relataban que se le había aplicado el terrible tormento normando del «águila de sangre», que sus costillas fueron arrancadas y los pulmones colgaban en su espalda, a modo de cruentas alas.
La más delirante de las versiones afirmaba que besó a un bebé en la frente y ambos perecieron en el acto.
Y estos últimos mensajeros hablaban de pozos envenenados. ¿Qué versión creer? Todos coincidían, empero, en señalar entre atónitos y turbados que el cuerpo de padre quedó de un inusual color azul oscuro.
Aquel aciago día yo, su heredera de trece años, me vi obligada a volver a hablar.
Me había negado a hacerlo cinco años atrás, cuando dos malditos Capetos me tomaron a la fuerza bajo un puente del río Garona. Odié desde entonces el cabello de trigo que me golpeó el rostro. Odié los colores azul y amarillo de la flor de lis que me aplastaron sobre la hierba.
Solo Rai, mi inseparable Rai, notó mi ausencia durante el cortejo fúnebre que volvía de la catedral de San Andrés. Llegó tarde, mas nunca supo realmente lo tarde que fue para mí y mi cuerpo de niña. Negué los hechos, habría supuesto entregar Aquitania a los reyes de la brumosa Isla de Francia.
—¿Quieres que los mate? —preguntó al descubrirnos, y por primera vez vi conmoción en los ojos azules de mi tío.
Aturdida, puse en orden mi túnica, oculté la sangre que bajaba por mis piernas. Ni siquiera él debía saberlo.
—Oc —respondí en nuestra lengua materna.
«Sí.»
Una palabra, dos letras. Dos hombres, dos tajos para cada uno.
Uno en la garganta, el que selló sus eternos silencios. Otro cercenó sus hombrías, venganza por lo que nos arrebataron a mí y a mi primer amor.
Con Rai las gestas nunca quedaban a medias, no era ese su signo. Siempre se ocupaba, su rúbrica era terminarlo todo. Era poitevino como yo, negro el cabello, ojos claros y rasgados, piel bronceada por el eterno sol aquitano.
Alto fue mi abuelo, el terrible Guilhem el Trovador, putañero como pocos. Mi padre, ya lo he dicho, fue un coloso que asombraba comiendo por diez en cada banquete. De Raimond de Poitiers, su hermano —mi amor—, decían que era «el más hermoso de los príncipes de la Tierra, afable y de conversación encantadora». Doy fe, y desde niños fuimos el uno para el otro, tío y sobrina, separados por nueve años, unidos por todo lo demás.
Volvíamos de los funerales de madre y del pequeño Aigret, el que estaba destinado a ser el duque de Aquitania y no lo fue por las pústulas que lo vencieron. El Rey Gordo, Luy VI de Francia, había enviado familiares a las exequias. Se disculpó con diplomáticas mentiras, todos sabían que la disentería lo mantenía postrado en el lecho.
Pero el monarca codiciaba la opulenta Aquitania. Codiciaba nuestras viñas y nuestros molinos, los pastos y los animales que los pastaban. Codiciaba la alegría de nuestros trovadores y el colorido de nuestros vestidos. Codiciaba la luminosa corte de Poitiers y nuestro espléndido palacio en Burdeos. Los adustos norteños, con cierta inquina, llamaban a nuestra tierra «el Mediodía».
Mi padre era su vasallo, pero era más rico, más poderoso, sus terrenos cinco veces mayores. Su prestigio y sus hazañas lo habían convertido en un santo en vida, y toda aquella aura de heroísmo humillaba al rey.
Me quiso suya.
Desde el momento en que Aigret murió, me quiso suya.
Envió a varios de sus hermanos a la infame misión, dos de ellos me raptaron en un descuido de Rai y pretendieron hacerse a la fuerza con Aquitania. Era costumbre estuprar a las herederas y obligarlas después al matrimonio para conseguir la dote. Madre me lo repitió desde la cuna: «Si sucede, será tu culpa». Y no, no sucedió, no quedó en las crónicas. Solo yo supe lo que aconteció, y decidí que no había ocurrido, así que nunca pasó.
«Damnatio memoriae», me ordenó el fantasma del abuelo.
«Bórralo de tu memoria.»
Olvida al enemigo del pasado. No pienses en él, no hables de él, no escribas de él, no vuelvas al lugar donde fuiste herida.
Casi morí de dolor cuando me rasgaron por dentro, aprendí bajo aquel sombrío puente que la carne de una niña ha de ceder porque la voluntad de un hombre empeñado en abrirla nunca lo hace. Fue un acto de guerra y el campo de batalla, cobardes, fue el cuerpo de una chiquilla.
Primera lección de vida: busca otras armas.
Rai y esas dos letras fueron mis armas. Los hermanos del rey capeto murieron sin poder enviar una misiva al Gordo contando que habían invadido mi carne y, con ello, Aquitania.
Siempre se lo negué a Rai, él fingió creerme, cargó con los franceses y remó hasta un remanso del Garona que pocos conocíamos. El abuelo trajo de la cruzada unos peces monstruosos y desde entonces allí se criaron. Eran carnívoros. En aquella poza desaparecieron los Capetos. Nunca hablamos de ello, padre nunca supo nada, bastante tuvo con el duelo. Nada mis damas, nada mis tías. La pequeña Aelith, mi hermana, mi otro yo, aún no tenía edad para las confidencias que más tarde vendrían.
Me convertí en muda, todos lo achacaron al luto mal llevado por la pérdida de mi madre y de mi hermano.
Mis palabras mataban.
Dejé de pronunciarlas, aunque siempre adoré las palabras.
Muda e invisible, el silencio tuvo sus ventajas.
Para no echarlas de menos me refugié en la biblioteca del abuelo y de padre. Memoricé el Manual de vida de los duques de Aquitania, una suerte de amalgama de consejos que mi linaje escribía desde que uno de mis antepasados fue nombrado señor de mi pueblo.
«Rema en tu propio barco», la máxima de Eurípides que Rai se repetía desde niño, página nona. O «Recuerda el consejo del viejo patrón: Si alguien está a punto de perder el temple, dale el timón del barco», que mi abuelo Guilhem refrendó en la página vigesimocuarta.
Aunque ocurrió algo más.
Padre decidió, ignorando el ofendido horror de sus vasallos —el infame Lusignan, Taillebourg y demás consejeros—, que aquella niña muda sería en un futuro su señora.
Yo había sido precoz en talentos, como todas las mujeres aquitanas de mi linaje.
Dominaba ya el latín, el inglés de los normandos, nuestra lengua de oc y la gutural lengua de oíl que hablaban en la corte francesa de París. Era la mejor cetrera de mi edad, gustaba de ir de caza —no de ciervos asustadizos, mejor los furiosos jabalíes— y las siete artes del conocimiento no eran ningún arcano para mí: gramática, aritmética, lógica... Firmé mi primera acta después del funeral de madre, con ocho años. Eso sí ha quedado en las crónicas y, por una vez, coincide con los hechos.
Y algo más sucedió también cuando decidí callar. Un prodigio que aprendí pronto a ocultar. A fuerza de cerrar la boca y observar a los vasallos de padre en los Consejos, a las doncellas que correteaban por los pasillos de nuestro palacio en Burdeos, a los espías —los esquivos gatos aquitanos, ya hablaré más tarde de ellos—, cuyas sombras tocaban en la puerta de la solitaria cámara de padre siempre poco antes del alba, aprendí, digo, a enfocarme en los detalles nimios. Adquirí el don de la aguda observación. Poca cosa parece y, sin embargo, fue aquello lo que me hizo extraordinaria y me dio la corona que después porté.
—Vengo de las cocinas, mi señora.
No era cierto. Venía de un lugar con barro y heno, el borde de su brial hablaba más alto y más veraz que los embustes de mis damas.
—Os traigo un documento timbrado que demuestra que perdí la mano en batalla.
Falso también. Era manco por castigo. Una mutilación recta en las manos expertas de un verdugo de oficio, no el corte transversal a cualquier altura del antebrazo de un enemigo desesperado que arremete a ciegas en la contienda. Robo, para más detalles. Acudía entonces a mi memoria.
Yo la llamaba mi «biblioteca interior».
Nunca supe el porqué del prodigio, pero me bastaba con leer una sola vez un texto para cerrar los ojos y poder recordar sus detalles como si tuviera un lienzo delante. Dentro de mi cabeza recorría los archivos del abuelo Guilhem y buscaba las villas donde cortaban la mano por tal delito. Bastaba escuchar el resto del falso relato y la cantidad de veces que nombraba el sur y los nombres de los señores gascones —Pardiac, Armañac o Fézensac— para saber que aquel pretencioso pilluelo no era vasallo de Godofredo el Bello, el ambicioso conde de Anjou, nuestro aliado del norte.
—No lo tengas cerca, padre. No es un normando como él afirma —garabateaba yo entonces en la lengua de oc sobre un pliego que manteníamos encima de la mesa cuando atendíamos a nuestros súbditos.
Padre seguía su propio criterio, no el de una niña muda de ocho años, pero sus ojos fieros y amables me respondían con un brote de orgullo y bajo la mesa apretaba mi mano. ¡Qué mano de titán la de mi padre! Rocosa de combates y de sujetar la espada con tanta nobleza como la pluma del águila con la que escribía sus trovas.
Pero ahora estoy sola frente a los enemigos de Aquitania, dicen que padre ha muerto y yo sé que el rey capeto está detrás. Rai ha partido a Compostela, siguiendo la ruta del apóstol Santiago Matamoros, y yo tengo que decidir si plegar a mi pueblo y dejar que desmiembren mis territorios para acabar así con el modo de vida de los aquitanos o ser yo quien se mantenga al frente.
Nadie sabe.
Nadie sabe la promesa que me hice cinco años atrás bajo el puente del Garona cuando me guardé la rabia en un remoto rincón para rescatarla después mientras me repetía las palabras del abuelo: «Actúa como un león, ellos no lloran por sus presas. Arremete como un águila, siempre desde arriba. Ejecuta como un escorpión, su aguijón es selectivo y solo inocula veneno al enemigo digno de su ataque».
Cabeza de león, cuerpo de águila, cola de escorpión: la mantícora era la criatura favorita del abuelo. Pero aquel día yo no había elegido, lo había hecho el Rey Gordo por mí, y me juré que nunca más sucedería, que a partir de entonces siempre decidiría yo qué hombre iba a tomarme.
En la página treinta y dos del Manual de vida de los duques de Aquitania, padre había dejado escrito: «Una casa fuerte solo puede ser destruida desde dentro: ninguna viga centenaria soporta la carcoma. El pequeño animal corrompe la madera ancestral y la convierte en polvo que se derrumba».
Los reyes capetos llevaban ciento cincuenta años en el trono de la Isla de Francia. El barón Hugo Capeto fue elegido por sus pares cuando todos los descendientes de Carlomagno —otro gigante de voz aflautada— fueron descartados de su derecho a gobernar. Desde entonces hacían coronar en vida a sus herederos para asegurarse la continuidad de su linaje en el trono.
Voy a acabar con los reyes de Francia, así lo he decidido.
Y también he resuelto a quién tomar como esposo, a quién usar.
Y a quién traicionar.
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