Santiago Amigorena y una novela sobre las cartas de una madre desde el gueto de Varsovia y la culpa del sobreviviente

“El gueto interior” es la última ficción del escritor y productor de cine argentino que vive en Francia. Allí narra la historia de su abuelo, Vicente Rosenberg, quien llegó a Buenos Aires escapando de Europa, y de su bisabuela Gustawa, que le escribía desde una Polonia ocupada por los nazis

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Santiago Amigorena (Foto: EFE/ María
Santiago Amigorena (Foto: EFE/ María D. Valderrama)

El gueto interior, del escritor y productor de cine Santiago Amigorena, es la historia sobre las culpas y el silencio del abuelo polaco del autor, novela traducida por Martín Caparrós, también nieto del protagonista Vicente Rosenberg, quien vino a Buenos Aires luego de la desilusión que sufrió al volver victorioso (“pero derrotado”) del combate de Varsovia, batalla decisiva de la guerra polaco-soviética que lo obligó a “abandonar” a su madre.

En la novela publicada por Penguin Random House su protagonista, quien ya formó una familia en Buenos Aires, recibirá cartas donde su madre describe con precisión lo que sucede en el Gueto de Varsovia. En una de las misivas dice Gustawa, bisabuela del autor: “Los soldados alemanes vienen a la noche y entran en los departamentos... Pero la mayoría tiene miradas que, con el invierno, se volvieron tristes como las nuestras”.

En otra, sostiene: “Por favor, Wincenty, mándanos lo que puedas. No sé si nos llegará, pero mándalo igual. Saber que nos mandaste algo será casi tan bueno como recibirlo”. En ambas líneas se sintetiza esa mirada trágica y el mensaje de responsabilizar a su hijo por el abandono.

Amigorena, quien nació en Buenos Aires en 1962, se considera un “escritor francés”, porque es la única lengua en la que escribe, y muy argentino en otras costumbres como el fútbol y el asado. El gueto interior es la primera novela suya que llega a la Argentina y la segunda que se traduce al español. La otra es Aquellos días que no olvidaré.

Tiene una vasta obra escrita en francés, una treintena de guiones de cine, películas que ha dirigido y fue popularmente conocido en el mundo de la farándula por sus parejas, las actrices Juliette Binoche y Julie Gayet (madre de sus dos hijos y pareja del ex presidente de Francia François Hollande).

—Se le atribuye a Gustave Flaubert la frase: “Madame Bovary soy yo” ¿Cuánto hay del autor en el abuelo de esta novela?

—Antes escribí mucho sobre mi silencio: yo era muy callado cuando era chico. Se me hacía muy obvio y familiar tener que hablar del silencio de mi abuelo. Lo que el personaje piensa siempre en mi escritura es lo que yo pienso. Cuando hablo de su silencio hablo de mi silencio. Cuando trato de encontrar sus palabras para el silencio, las que encuentro son mis palabras. Yo siempre escribo y los personajes encuentran sus propias lógicas y van a seguirla y esa lógica obviamente sale toda de mi cabeza. Pero nunca es una decisión previa a la escritura. Hay siete u ocho libros donde el narrador tiene mi nombre, no sé si esos narradores se parecen más que mi abuelo Vicente en esta novela. Les pongo mi nombre pero suelen ser más diferentes a mí que un personaje al que le construyo una apariencia, un nombre y vive en una época totalmente distinta a la mía.

"El gueto interior" de Santiago
"El gueto interior" de Santiago Amigorena

—¿Tu proyecto compuesto por diez novelas autobiográficas (por ahora) tiene mucho de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust?

—Cuando formulé la idea quise hacer lo que Proust hizo con respecto al tiempo pero con el idioma. El tiempo era una obsesión de la filosofía al principio del siglo XX y cuando yo empecé a escribir al final del siglo XX trabajé con el idioma. Al proyecto lo empecé a escribir en 1992 y fui publicando partes sin ningún orden cronológico. Este proyecto tiene como un cuerpo central que son seis partes, con dos capítulos cada una, que cuenta toda la vida de alguien que se pelea con el silencio, entonces descubre la escritura: escribe toda su vida y al mismo tiempo se da cuenta de que la escritura es otra forma del silencio. En la obra misma le doy muchísimas definiciones al proyecto: una es hacerle a Proust lo que Joyce le hizo a Homero: reescribir totalmente la obra de Proust con mi vida como Joyce hizo la Odisea con un día de Leopold Bloom. La obra tiene mucha intertextualidad. Después tiene satélites, que son libros que tratan de iluminar ese proyecto central de lado. Hay un libro que se acaba de adaptar al cine que se llama Mis últimas palabras en el cual se narra la muerte del narrador en 2086. Es una ciencia ficción sobre el final del mundo donde el narrador muere y es el penúltimo hombre de la humanidad. Mi narrador a los 124 años convence a un joven de seguir escribiendo aunque ya no vaya a haber ningún lector más. Ese joven es el último hombre. El Gueto interior es como la introducción o la conclusión al resto del proyecto. Funciona en los dos extremos. La relación de mi abuelo con el silencio y que tiene que ver con la Shoah. No me gusta decir que todo mi silencio viene de ahí, también viene de mi lado paterno, de mi bisabuelo Amigorena al que construí como un poeta, pero mi silencio puede llevarse hasta ese momento trágico de la Historia.

—Siguiendo con la tradición literaria francesa, ¿sentís que hay poco de la línea de Francois Rabelais, Alfred Jarry, de la “avant-garde”, el juego de palabras y el humor en esta novela y en la otra traducida al español: Aquellos días que no olvidaré?

—Martín (Caparrós) me lo dice siempre cuando hablamos. Insiste que es una novela que está escrita en un tono mucho menos rabelesiano o barroco que mis otros libros, donde hay más juegos con el lenguaje, una prosa más complicada, con frases más largas. Con este libro me pasó que fui corrigiendo y sacando cosas, todo me parecía estar fuera de su lugar cuando se orientaba a la invención en el idioma o tenía algo de humor. Y no sé muy bien porqué: yo puedo hacer chistes sobre los judíos, no tengo ninguna veneración histórica que diga que no hay que hacer ficción con eso. Mi idea era inventar personajes, podría haber hecho el de mi bisabuela o el de Adolf Eichmann (o cualquier nazi), inventar palabras, inventar lugares, sin ir más lejos como yo hago en la novela con el Tortoni, porque yo fui al café muchas veces, pero no fui en los años 40: lo tuve que inventar. Pero me daba cuenta de que apenas empezaba a escribir sobre lo que pasaba en Europa (tanto en Alemania como en Varsovia) no encontraba mi lugar, no sabía como hablar de eso desde la ficción, aunque, en realidad, termina siendo parte de una ficción, pero con un tono muy factual.

Adolf Hitler en Paris, año
Adolf Hitler en Paris, año 1940 (Foto: The Grosby Group)

—Tanto en El gueto interior como en tu novela Aquellos días que no olvidaré los personajes intentan suicidarse ¿Hay alguna conexión?

—Escribí muchísimo sobre la idea de suicidarse. Hay una frase de Maurice Blanchot (muy importante para mí) que dice: “La escritura autobiográfica tal vez se trate de querer sobrevivir, pero mediante un suicidio perpetuo” (La escritura del desastre, 1980). Siempre escribí con el sentimiento de proximidad con la muerte. Lo que impide a uno suicidarse es escribir y al mismo tiempo no te deja alejar de la muerte, porque revela que la muerte está ahí, muy cerca.

—Hay una imagen muy fuerte (casi literaria) en las cartas de tu bisabuela sobre las miradas tristes de los soldados nazis ¿Qué sentiste leyendo esa frase de tu bisabuela?

—Para contestar tengo que contar una anécdota: El domingo pasado (25 de octubre) tuve una charla en el Mémorial de la Shoah (en París) con Larissa Cain (1932), una mujer que estuvo en el Gueto de Varsovia. Su historia es parecida a la de mi bisabuela Gustawa, salvo que ella logró salir del gueto gracias a su tío Alexander que estaba en la resistencia polaca del otro lado del muro. Vino a Francia y sobrevivió. Su madre murió en el campo de exterminio de Treblinka, como mi bisabuela. Y hablando con ella me preguntó delante del público si todas las frases de las cartas eran de mi bisabuela. Y le contesté que no, que reescribí, no mucho, pero que es algo que hago siempre (incluso con citas de escritores que me gustan mucho) pero siempre con un sentimiento de fidelidad, no pensando en traicionarlo, sino para darle una realidad que tiene algo como de eco del pasado en mi presente, como esa idea de la historia de Walter Benjamin (Noticias de una muerte, 2011): no puedo decir que esto fue la historia sin tener en cuenta lo que yo estoy viviendo y sintiendo. A las cartas de mi bisabuela a veces les agregué frases. La frase de la mirada de los soldados nazis es mía. Las dos frases precedentes tampoco son de ella. Es el momento donde puse algo más ajeno a las cartas. Y viene del hecho de que leyendo a Hilberg me di cuenta de que todo lo que nos transmitieron siempre las películas y los libros sobre los nazis es que el ejército alemán era un ejército muy ordenado y cumplían las órdenes. Esa imagen del soldado nazi frió y malo, pero al mismo tiempo obediente, que le saca algo de maldad. En Hilberg encuentro que a los soldados los emborrachaban y que muchísimos soldados volvían destruidos, como los soldados de todas las guerras. La frase de la mirada de los alemanes me salió de la manera más natural: cuando yo escribo es lo que estoy pensando yo. Necesité poner esa frase suplementaria. A Larissa Cain no le parecía que había que transformar ningún elemento histórico sobre el Gueto. Me molestó admitir una parte de mentira porque ella había vivido eso y ella es una testigo que no tiene nada que ver con mi ficción. Al mismo tiempo si lo hago es porque adentro de la ficción puede dar un sentimiento más preciso, no más falso.

—La frase en la carta que dice “Saber que nos mandaste algo será casi tan bueno como recibirlo”, ¿es también creación tuya?

—No, esa frase es de ella. La traducción del polaco al castellano no la hice yo. No recuerdo si era exacta, pero el sentido era ese. Todo lo que dice en esas cartas la madre de mi abuelo (aunque un poco menos cuando estalla la Guerra) es una máquina de fabricar culpas. A mí me impresionó cuando leí todas las cartas que le escribió desde 1928. No había una carta en la que no haya un reproche por no haber hecho algo por ella. Esa correspondencia es un himno a la culpabilidad.

—El narrador hace un gran esfuerzo intelectual para buscar con cuál palabra nombrar lo que hicieron los nazis con los judíos, ¿por qué terminás descartando la mayoría?

—Shoah es el nombre más común en francés, pero en español (como en inglés) es “Holocausto”. No hay una razón lingüística o histórica, si no el éxito tremendo que tuvieron el documental de Claude Lanzmann, Shoah (1985), en Francia y la serie de televisión de Marvin J. Chomsky, Holocaust (1978), en el mundo anglosajón. Holocausto me parece que es una palabra muy torpe para hablar de lo que hicieron los nazis. Shoah tampoco me parece la indicada, porque está del lado de no pensar o no hablar y no es para nada mi posición: hay que pensar y hay que humanizar a los nazis (está muy claro que a veces se lo humaniza para provocar y eso es algo que a mí no me gusta mucho), pero sí humanizarlo para decir que es parte del ser humano. Pensar al ser humano con eso, no como si fuese una excepción.

Martín Caparróis, traductor de "El
Martín Caparróis, traductor de "El gueto interior" y primo de Amigorena (Adrián Escandar)

—¿Cuáles fueron las principales fuentes para documentarte sobre tu familia, su historia y la Historia?

—Las dos fuentes principales son los libros de mi primo Martín Caparrós, Los abuelos, y las cartas desde Varsovia de mi bisabuela Gustawa. También el libro de mi tía Viqui Rosenberg, Times secret. Cuando leí el libro de mi primo, que escribe solo para la familia (cada diez años, cuando cumple un número redondo), encontré veinte páginas sobre nuestro abuelo Vicente y le dije: “algún día voy a escribir un libro que va a ser solamente sobre ese período y voy a usar todas las cosas que decís como todas las cosas que ya sé o he vivido”. Luego me di cuenta de que no conocía mucho sobre la Shoah. Nunca me había interesado tanto: la identidad judía para mí no tenía mucha importancia. Empecé a leer sobre el Holocausto. Lo que había leído hasta ese momento solo eran libros teóricos. Me fascinó empezar a leer la historia factual. Una especie de biblia fue La destrucción de los judíos europeos de Raul Hilberg. Lo más terrible que narra Hilberg (siempre contada como documentos administrativos) lo puse en algún momento en el libro y después lo saqué. Lo terrible no es solo la madre que se come a su hijo en el Gueto de Varsovia, es también que los horarios de los trenes que deportaban a los judíos estaban en los horarios que se encontraban en la estación. El alemán que volvía a su casa veía que justo después había un tren en el que deportaban judíos. Ese tipo de atrocidad tan cercano a lo que piensa Hannah Arendt del mal. Después están los artículos de los diarios, el misterio ese que hace que todos esos artículos no tuvieran repercusión. Tan difícil de entender. Y pasa ahora también. Seguimos viviendo con las atrocidades alrededor. La percibimos un poco, pero nunca nos impiden seguir con una vida a la que obligatoriamente sentimos un poco culpable.

—¿Cuáles son las similitudes y las diferencias de tu exilio y el de tu abuelo Vicente?

—El exilio de Europa era una vuelta atrás, no era simplemente un exilio. Pero la generación de mis viejos que se exiliaron en los 70 no lo sentían como una vuelta atrás. Tuve dos exilios. El primero el de Buenos Aires a Montevideo, en 1969, fue sobre todo porque había una ley que obligaba a los psicoanalistas a ser médicos para trabajar y mis dos padres eran psicoanalistas y mi papá era profesor en la facultad. No fue un exilio totalmente político como si fue el de los setenta. De Uruguay nos fuimos en 1973. Proust decía que un escritor tiene que encontrar un idioma para vivir dentro del idioma, y ese idioma nuevo va a ser extranjero para todo el resto de la gente. Hay que crear un idioma adentro de un idioma. El exilio tiene para esa tarea una especie de dificultad y de facilidad al mismo tiempo. Cuando cambiás de idioma (yo escribo en francés, que no es mi lengua materna) también ves al idioma un poco más lejos. Necesitás apropiártelo de una manera más fuerte. Es como buscar una tierra después del exilio, para mí la tierra fue el idioma, no fue la tierra francesa como patria. El exilio da y quita al mismo tiempo. La historia de mi abuelo es diferente, en ese sentido, como su silencio es diferente. Se fue en 1928 de Polonia por razones múltiples: por el antisemitismo, pero también por el sueño de ir a las Américas y de volverse rico. En todo caso fue por voluntad. En mis padres hubo una mezcla de obligación y voluntad porque mi padre, además, quería vivir en Europa y yo era chico y me llevaron con ellos.

—Como en el tango “Por una cabeza”, el personaje juega para olvidar, ¿cómo se explica esa pulsión por el juego de azar?

—Siempre llamo a una audición de radio acá en París para que pasen “Por una cabeza”. Mis dos abuelos eran jugadores. Escribí sobre esto en otros libros. Mi abuelo paterno, que era un escribano de tradición católica, iba siempre al casino para ganar y ganaba (quizá porque tenía más dinero ganaba más). Y por el otro lado, Vicente, mi abuelo judío, también iba al casino o al hipódromo y siempre yo lo veía perder. Cuando ganaba era muy generoso. Hacía locuras. Construí desde muy temprano en mi literatura esos dos estereotipos: el que juega para ganar y el que juega para perder. Es algo que me sigue interesando, porque también tiene que ver con la escritura, con la tradición francesa que se retoma en Stéphane Mallarmé, y con el grupo vanguardistas de poetas del siglo XX que fue importante para mí, “Le Grand Jeu” (El gran juego), donde está la idea de que lo importante no es jugar si no “jugarse cada vez en un solo golpe”. Mi abuelo Vicente tenía eso. Hay una repetición, claro, un ritual, porque no muere en cada intento.

Un grupo de judíos polacos
Un grupo de judíos polacos son llevados para ser deportados por soldados de las SS luego de la destrucción del Gueto de Varsovia. Abril o mayo de 1943 (Foto: AP)

—La pared que construye el protagonista en su sueño y luego en su vigilia se parece mucho al muro de Alan Parker en la película The Wall. ¿Lo tuviste en cuenta?

The Wall fue muy importante para mí, la vi muchísimas veces y no lo había pensado con respecto a la novela. El sueño de mi abuelo Vicente no era de él, fue algún relato que escuché de algún paciente de algún psicoanalista de la familia. Y la imagen que describo es exactamente como la pared de The Wall, una pared que tiene algo vivo. No lo planeé, pero los lectores me dijeron que era la pared del Gueto de Varsovia que continuaba en Buenos aires. Para mí al principio era esa sensación que se siente en los sueños de estar dentro de algo que te oprime cada vez más y que la única manera de respirar es hacer un hueco con algo punzante y en el momento de apuñalar la pared se siente que es tu propia piel, que te estás matando. Hay muerte de los dos lados: hay que aceptar asfixiarte o morir con las puñaladas. Y obviamente, como en la película, también tiene que ver con la relación materna y el viejo dicho judío que dice que hay que darles raíces y alas a los chicos, que cuando se logra hacerlo bien el niño sabe de dónde viene y puede irse y cuando no se logra, no le permite volar sin romper todo. El muro también tiene algo de eso.

—¿Cómo fue la construcción de esa abuela, Rosita, la esposa enamorada que sostiene a Vicente en el peor momento?

—Cuando mi madre leyó la novela me dijo que su madre no era así. Ella sentía que había mentido. Entonces me di cuenta de que yo describí -incluso físicamente- a la mujer que conocí, quien murió cuando yo tenía diecisiete años. En realidad es la relación de la abuela con su nieto, no la de una esposa. Ella era muy protectora conmigo, muy dulce y tierna. No lo pensé mientras lo escribía, pero el personaje de mi novela es la mujer que yo había conocido ya vieja y pienso (como sucede con las cartas de mi bisabuela) que yo no le podía dar una realidad a ese personaje sin tener en cuenta lo que era ese personaje en mi realidad. Sería una traición tratar de describirla cuando tenía treinta o cuarenta años y no cuando tenía sesenta cuando yo la conocí. El recuerdo que yo tengo es ese y para ser fiel al pasado tenía que escribirlo así. Lo importante es que la fidelidad o la honestidad no está en respetar totalmente lo que fue, está en incluir lo que uno es en lo que fue.

Fuente: Télam

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