La muerte de Diego Armando Maradona paralizó el mundo. En un año ya atípico, llegó esta triste noticia y todo se volvió una ironía. Ahora, miles y miles de argentinos despiden en Casa Rosada al mejor jugador de fútbol de todos los tiempos sabiendo que fue mucho más que eso. Aunque nadie sabe a ciencia cierta qué fue Maradona. ¿Una barrilete cósmico surcando una cancha de césped, como dijo alguna vez Víctor Hugo Morales? Tal vez.
Hace menos de un mes se publicó un libro que intenta abordar este enigma. Su título es singular: Todo Diego es político. Editado por Síncopa, editorial que nace con esta publicación, reúne diez ensayos que analizan, diseccionan e indagan los sentidos que despliega el mejor jugador de todos los tiempos más allá del fútbol.
Las diez autoras son Natalia Torres, Águeda Pereyra, Carina González, Javiera Pérez Salerno, Yanina Safirsztein, Florencia García Alegre, Ayelén Zabaleta, Sofía Ferro, Lorena Álvarez y Bárbara Pistoia, editora del libro. A continuación, fragmentos de los diez ensayos que forman Todo Diego es político, que está disponible en digital; la edición impresa sale en marzo de 2021.
Todo Diego es político, de Bárbara Pistoia
Cuando llega el turno de hablar, el Diez dice “estamos comprometidos con nuestro trabajo, pero el compromiso no nos hace mirar solamente la pelota”, y para darle paso al mangazo solidario remata una verdad con la voz recargada de conocimiento: “y créanme que nosotros en cada casa tenemos demasiado, tenemos demasiado”.
A Luis Islas, ayudante de campo en la primera etapa de su estadía mexicana, le gusta hablar de un trabajo ordenador. Diego asiente, pero no se queda ahí. Porque sabe que el orden es lo que hace al sentido de comunidad, pero, a su vez, la energía ordenadora en sí es utilizada por diferentes fuerzas, y que para que las bases ganen determinación se necesita un orden que desordene primero y reordene luego más allá de lo reconocido. Decir, por ejemplo, “Tierra, techo y trabajo” es una idea de orden que, sin dudas, resolvería otras tantas que nos quieren vender como opuestas, tal la fracasada consigna “ley y orden” del nixonismo, la que todavía algunos agitan con fantasía de autoridad y razón. Pero también hay otros ordenamientos, en palabras del artista Daniel Santoro, como el que propone el peronismo, que nunca deberían dejar margen para que se sucedan ciertos sacrificios, porque si “todos los socialismos luchan por el pan [...] en el peronismo el pan se da por descontado, lo que en realidad busca es el disfrute del pan con un plus de alegría”. Esto se liga a lo que respondía Evita cuando le cuestionaban los excesos de lujos que ofrecían sus hogares y las diversas obras que promovía, “no, no tengo miedo de que [los pobres] se acostumbren a vivir como ricos, yo deseo que se acostumbren a vivir como ricos, que se sientan dignos de vivir en la mayor riqueza”.
En cada una de estas ideas está Diego como acontecimiento social, popular y cultural, pero también Diego como objeto de odio. Diego Armando Maradona es el descamisado que se pone la camisa de Versace. Es el derecho de conocer el mar y lo hace en sunga de animal print o colores fluorescentes. Es el que no puede caminar porque la artritis en la rodilla lo atormenta, pero suena una cumbia y el cuerpo se le va solo convirtiendo en pista de baile, y una pista bien caliente, el piso por el que hasta hace un segundo atrás se arrastraba. Es el tipo que, como dice la prensa de Dorados, convive con el fantasma del “qué sucederá”, “qué hará”, “qué pasará”, y al final no pasa nada. O sí, mejor dicho, pasa que el tipo no falla. Es la lealtad, por eso los pueblos del mundo lo aman. Si la lealtad en Argentina es cosa peronista, y el peronismo es cosa argentina, el maradonismo y la lealtad maradoniana abren las fronteras y hacen mundo: somos todos nosotros desparramados por el planeta.
Mitológico y planetario, de Natalia Torres
En ese sentido, conocemos al dedillo las aventuras de Diego gracias a una memoria prodigio que sobrevivió a los embates de la edad y los químicos. Pero en él también, como en cualquier buen juglar, lo verbal siempre carga adornos barrocos. Y aunque su camino esté marcado en anales históricos, siempre portará la duda que acompaña a toda edificación mítica: ¿dónde se traza el límite entre el hecho y la versión? ¿En qué punto las transgresiones del héroe dejan de ser factuales para volverse enunciaciones de su propia idealización?
Al mismo tiempo, esta práctica de relatarse imperfecto va en contra del ambiente cultural actual, en el cual los personajes se mitifican desde lo modélico, sin mácula ni grieta, y en donde sus producciones artísticas, deportivas y políticas son indivisibles del juicio sobre el devenir moral del autor. Así, se solidifican casi perfectamente en la forma que Roland Barthes describió en Mitologías, en tanto mito que “no niega las cosas, su función, por el contrario, es hablar de ellas; simplemente las purifica, las vuelve inocentes, las funda como naturaleza y eternidad, les confiere una claridad que no es la de la explicación, sino la de la comprobación”, de este modo “organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas”. Esta construcción es doblemente problemática: por un lado, sus productos son imposibles de cuestionar. Y, por el otro, nada tiene que ver con la formación de un tejido de identificaciones propias necesarias para toda sociedad: una especie, si se quiere, de cosmovisión moderna.
Los protagonistas de la mitología griega eran figuras falibles porque la fidelidad a ese sistema de creencias estaba basada en el juego de espejos con sus adoradores humanos. No por nada Diego parece, en una poética casualidad, reunir la irascibilidad y voluptuosidad de Zeus con el ansia vengativa de su consorte Hera. Son justamente esas dos caras las que se enlazan en su apoteosis: el triunfo de Argentina frente a Inglaterra, revancha deportiva del campo de batalla malvinense.
La gruesa perla irregular, de Águeda Pereyra
Maradona sí sabe qué hacer para dar pie con bola. Maradona hace un culto a la paradoja, a la anomalía, hay en su hacer una exaltación de lo humano, lo demasiado humano. Maradona inventa una relación posible, inédita, entre pie y pelota. Donde Diego piensa con los pies —es decir, donde el pensamiento es pathos que afecta al cuerpo, donde hay saber no escindido del cuerpo—, la pelota no se mancha. (…)
Maradona es un artista y allí reside su estética, que es una continuación de su ética, más allá de cualquier moralismo. Quizá por eso el tribunal de la razón intenta separar su persona de su obra. Diego jugador sí, dicen algunos, Diego hombre no. “Como si fuera posible descuartizar a un hombre con una navaja moral”, sostiene Varela. La impugnación a Diego-sujeto: un modo triste de resolver el conflicto. Pero hay quienes nos separamos entonces de ese modo de desvitalizar la contradicción, aceptando nadar allí, en lo irresuelto. Sin sanciones.
Eugenio d’Ors afirma en Lo barroco que siempre que encontremos reunidas en un solo gesto varias intenciones contradictorias, el resultado estilístico pertenece a la categoría del barroco, y su espíritu “para decirlo vulgarmente y de una vez, no sabe lo que quiere”. Lo barroco, según el autor, se ríe del principio de contradicción. En tanto ambiguo, difuso, se distingue del clasicismo y su mesura, su pretensión razonable, equilibrada. Y, en Latinoamérica, lo barroco queda ligado a cierta operatoria de resistencia a las lógicas colonialistas. Porque lo barroco no remite a una esencia, sino más bien a un rasgo (Deleuze), un gesto que se afirma en los modos de hacer maradonianos, en la medida en que se encuentran atravesados por lo pulsional, lo irracional, la sensualidad de lo exuberante.
Maradona imprime en su juego, en su decir, en su cuerpo, pero también en sus formas de vida, esa operatoria barrosa signada por la irreverencia, por el exceso, por el desenfado, por la incorrección, por una cierta autonomía: eso que no entra en el programa.
El hombre-el momento-la máquina, por Carina González
Tras 72 días de guerra en la más absoluta desigualdad de fuerzas y sin aliados de peso, el 14 de junio, Luciano Benjamín Menéndez firmó la rendición de las tropas argentinas. Si esto había comenzado mal, continuaría peor al desembocar en un clima de profunda frustración, desengaño y con la sensación de haber sido doblemente robados: territorio perdido y jóvenes muertos en una absurda manipulación del gobierno militar. Un año después, el país elegía presidente, pero la democracia, lejos de dejar atrás la herida bélica, la dejaba aún más al descubierto.
El mundial y los goles de Maradona frente a los ingleses ligaron muy rápidamente la relación entre catástrofe social y crisis. Acontecieron al modo de la tragedia griega, trabajaron para representar un alivio simbólico a una comunidad golpeada. Diego fue una especie de “segundo en el combate” para restablecer los traumatismos en el lazo social, para reparar y reivindicar algo de ese lazo cercenado, tan sustancial y vital para la vida entre nosotros. Entre la tiranía de lo social y la del individuo no siempre la salida puede hallarse en la dicotomía. Rota la relación colectiva en una situación extrema, el desmoronamiento de todas las referencias hace surgir vinculaciones por fuera de la norma. Su historización, la de la guerra y la de los sujetos, produce efectos a escala singular que se expanden en el tejido social por medio de diferentes juegos de lenguaje que son otras tantas formas-de-vida.
El acto del Diez hace existir zonas de no-existencia suprimidas por un golpe de fuerza que efectivamente tuvo lugar, en una memoria que no olvida y que quiere reescribirse: acortó la distancia de elección entre el detalle ínfimo y el hecho masivo. Fue la explosión, la metáfora, un pasaje en donde las palabras pierden garantía por un acto decidor, donde también se construyen nuevas referencias. Constituyó una marca de pasaje del pasado al presente que la tragedia había dejado detenida en el tiempo. Se deja ver aquí que en las neurosis están las huellas de las guerras, de los traumatismos, las filiaciones, heridas, los muertos, los secretos de las generaciones transportados desde un no-lugar. El pasaje en acto de Diego Maradona es eso, un pasaje: le da una vuelta de tuerca, metaforiza a través del juego, a través de su nombre, un deshago, una revancha, un ajuste. Nos deja menos solos y nos permite sublimar como en una película de Quentin Tarantino. Es su modo de hacernos participar de la historia, un modo que nos volvió menos fantasmas, porque con su gesto apareció también un colectivo patriótico al fin glorioso.
El fin de la guerra es el fin de la dictadura y en esto también está contenido el gesto de Diego Maradona curándonos una herida. Hay acontecimientos que necesitan del encuentro de la audacia individual y una situación crucial. Su manera de combinarlas fue la de ejercerse en un truco único, en donde apareció él y aparecimos todos.
Máquina textual, por Javiera Pérez Salerno
Pero fue el mismo Diego el que asumió como nadie este destino involuntario de ser archivo, de “volverse público”, destruyendo él mismo las barreras que resguardan al personaje de su intimidad. Incluso, llevándolo al extremo como cuando se entrevistó a sí mismo en La noche del 10. Mostró su figura abierta y descarnada, falible y triunfadora, como aún lo hace. Y esta exposición abre necesariamente ases de discurso, porque si todo se muestra, todo es opinable. Pero esos textos no hablan solo de él, hablan también de quien mira.
Si la cultura norteamericana está atravesada por la idea del american dream, quizá Maradona sea la expresión más acabada del argentinian dream, que por supuesto no es organizado ni tiene una sola forma: involucra algo de ascenso social, sí, pero no (o no solo) a través del esfuerzo, sino también a través de la magia, la mística y la picardía. Porque el verdadero argentinian dream es ganar con trampa. Así se juega al truco y al fútbol. Probablemente sea lo mejor y lo peor que tiene nuestra idiosincrasia.
Maradona es expansión, es texto, es contradicción, es trampa. Maradona es toda la Argentina habitando un mismo cuerpo, con todas sus expresiones, en todos sus cruces. Una cara aindiada estrenando una Ferrari. Es la Pachamama dándole la mano a un jeque árabe o a un niño de la villa. El capitalismo y la revolución. De ahí su irreverente, hermosa y magnética complejidad. De ahí que todas sus expresiones o gestos disparen todo el tiempo opiniones encontradas. De ahí que todos los discursos que buscan encasillarlo o definirlo, fallen en el intento.
(…) Si Maradona encarna como nadie este argentinian dream del que hablábamos, quizá su figura y las controversias que encierra sean también un último reducto de libertad para pensar y sentir. Para interpretar la propia cultura ante la mirada de otras, que no pueden entenderlo, y ante la mirada interna, que no logra digerir muchas de sus acciones. Una contradicción que nos ayuda a gambetear los pensamientos preseteados, políticamente correctos, que marcan el pulso de la época.
El armado de un nombre, por Yanina Safirsztein
Por ejemplo, cuando alguien dice “el Diego”: ahí, la palabra tiene efecto de metáfora. Anuda y condensa todos los sentidos en ella.
Y de la misma forma en la que con solo decir “el Diego” cada lector, cada argentino y cada habitante de este planeta podría comenzar a enumerar todos los sentidos que se asocian en esa anunciación, también cada uno de ellos sabe, en lo más profundo de su ser, que por mucho que se diga, por mucho que se intente explicarlo, “el Diego” es un significante enigmático, lleno de misterios que no cesan de intentar develarse. Es por eso que aunque el mundo hable y hable sobre él, es imposible capturar su esencia. Porque cuando parece que la capturamos se relanza un nuevo Maradona, un nuevo sentido que pone otra vez a rodar la pelota.
Cuando el Diez habla de sí mismo como si fuese otro, cuando no se apropia de su nombre, lo que está haciendo es lo mismo que hizo con su fútbol, con su magia y con su arte: una donación. El don es un talento especial, pero también un regalo divino. Mediante ese giro del habla, el Diego nos hace una donación. (Mara) dona su nombre y de esa forma lo convierte en patrimonio —o matrimonio, da igual— de la humanidad. El Diego está unido a la humanidad, en la salud y en la enfermedad, en la gloria y en el ocaso, hasta que la muerte los separe.
Y, por otra parte, al mismo tiempo que realiza esa donación —con la generosidad de quien sabe que una genialidad tal no puede ser propiedad de nadie— también intenta, con ese gesto y en esa mueca, sacarse de encima todo el peso que ese nombre le carga. El peso de ser el único Diego que no necesita apellido. El peso que recae sobre su corazón, sobre sus piernas, sobre su carne.
Prometeo (des)encadenado, por Florencia García Alegre
Comandante de causas que nacieron perdidas, Diego Armando Maradona encarnó la subversión del orden italiano, dándole al Sur el patrimonio de la gloria que siempre le fue negada a los pobres. En Nápoles lo bautizaron como “San Genarmando”, una combinación de su segundo nombre y el del santo protector de la ciudad italiana, Genaro, con quien aún hoy comparte altares de las familias napolitanas. Antes de hacer el mejor gol de la historia, le dedicó el Mundial México 86 a todos los chicos del mundo, a los que también les mandó un beso.
Quisieron convencerlo de que el fútbol es un juego de tontos, justo a él, un bravío en conciencia y acción, un espíritu desobediente y altivo, cuyas hazañas fueron las únicas respuestas para la prensa sanguinaria a la que solo le quedó redimirse. Fundó en París el primer Sindicato Mundial de Futbolistas y se hizo amigo de la mafia napolitana por accidente, bailó en Italia por un sueño y en Rosario tiene su propia iglesia con un millón de seguidores en todo el mundo. Entrenador de Deportivo Mandiyú, equipo correntino como sus padres, Racing, Al-Wasl y Al-Fujairah de la segunda división de los Emiratos Árabes Unidos, llevó a esa parte del mundo las artes cumbieras y se quedó con la gorra de Kadafi. Dirigió a los Dorados de Sinaloa en México y a la selección argentina entre el 2008 y el 2010. De esta última etapa se quedó con más decepciones que laureles, aunque “con el perdón de las damas”, atendió a cada uno de sus detractores, despechados vampiros televisados. A ellos, mucho tiempo antes, ya los había espantado con una escopeta de balines exigiendo el respeto por su intimidad. Y sin escopeta más que su garganta popular, le pidió al Papa que ponga a la venta el techo del Vaticano. Enfrentó a la FIFA, a la AFA y a cualquiera que quisiera fracturarlo. Enfrentó a los sectores antipopulares, que disfrazan su desprecio con buenas intenciones y valores imposibles, esos infelices que no diferencian una esperanza de un cataclismo. Maradona enfrenta a todos, sin grises ni vergüenzas, haciendo pública su posición social, su pelea con el poder y statu quo y el significado de un villero que se convirtió en héroe, incluso para los que no lo vieron jugar.
Amigo de Fidel Castro y Hugo Chávez, festejante de Lula Da Silva, de Cristina Fernández y de la unión de los pueblos latinoamericanos, no hay política destructora ni mandatario con las manos manchadas de sangre que se haya salvado de su oposición. Ese mismo Diego es el que baila todos los ritmos, reafirmándose vivo. Es el que sobrevivió a una decena de muertes falsas y estados de coma verdaderos. Irreverente, provocador, tramposo, calentón. El de la Ferrari negra, única en el mundo y en la historia, el que se escapa nadando de un yate en Saint-Tropez o llega en un Scania a los entrenamientos en Boca Juniors. El hombre del tatuaje del Che Guevara, el hombre de la epopeya, del engaño a los dioses que siempre pudo volver de su periplo cantando como la cigarra.
Representación popular, por Ayelén Zabaleta
¿Por qué es Maradona el mejor jugador de fútbol de la historia? ¿Por qué, además, se convirtió en una figura central del imaginario popular de los dos lugares —Argentina y Nápoles— que lo consideran propio, que lo llaman su hijo? ¿Qué lo diferenció del resto, lo jerarquizó y le permitió convertirse en una figura inmortal, incluso antes de transitar toda su vida?
En primer lugar, partió de una condición que se puede considerar fundamental para poder representar a los sectores populares: haber salido del mismo lugar, en términos culturales, sociales y económicos, en el que viven los que después se sienten interpelados por él. Convivió con los mismos lenguajes, sentimientos, angustias y expectativas. Si él sintió lo que ellos habían sentido, podía entender también la necesidad de generar espacios de reparación.
En ese devenir su propia figura lo excedió, dejó de estar limitado por las condiciones de la realidad y se convirtió en un mediador entre las personas, la fe y la posibilidad de convivir con situaciones que se concebían como extraordinarias. Fue un ídolo deportivo dentro de la cancha, pero además se constituyó como un símbolo de la revancha de los sectores populares frente a narrativas que se presentaban como dominantes y desiguales.
La distinción entre lo profano y lo sagrado se vuelve difusa y une, como propuso Perón al definir las condiciones para la conducción, lo teórico con lo real. En ese nuevo espacio las expectativas conviven con las emociones y las contradicciones. Si el lugar sobre el que va a ejercer la representación es profundamente humano y relacional, la trama de significados que genera también lo va a ser. Maradona se ubica en una tercera categoría, donde esas dualidades se matizan y se transforman la una a la otra en un proceso de representación dinámico y marcado por las coyunturas históricas. Es el recorrido para la construcción de la representación en términos políticos pero, al mismo tiempo, la creencia en el marco de lo divino, de lo trascendental.
Es político y terrenal, pero también mediador entre los que creen y una nueva fe, una fuerza movilizadora y emotiva que permite impulsar expectativas que ahora parecen realizables. Lo que hasta él había sido negado ahora se presenta posible: lo milagroso se volvió una parte integral del día a día. Pero, además, ese milagro no lo realiza cualquier persona. El responsable es alguien que sufrió, desde la perspectiva de los que se sienten representados, las mismas injusticias.
Matar a Dios, por Sofía Ferro
Es por lo menos curioso el hecho de que una figura mítica popular como Maradona adquiera tanta notoriedad, reemplace en ocasiones a la religión institucionalizada y sea un símbolo político en dos países relativamente jóvenes. Ubiquémonos temporalmente: Italia se unificó en 1861, mientras que Argentina se independizó en 1816. Italia, aunque perteneciente a la misma tradición literaria occidental que sus pares de la Unión Europea, no desarrolló épica ni el imaginario de la literatura de caballería, el único caso es cómico: el Orlando furioso de Ludovico Ariosto. Argentina, por su parte, importó el género cuando en 1872 se publicó el Martín Fierro, un poema gauchesco que se construyó alrededor de la voz de un gaucho artificial cuyos valores y enseñanzas se siguen impartiendo hoy como códigos de conducta. En ambos casos, parece que estuviéramos hablando de un tipo de literatura que nada tiene que ver con la actualidad, pero, por el contrario, hablar de épica es retomar uno de los subtextos más vigentes en la cultura masiva de hoy, el del camino del héroe.
A Maradona se le reza en las iglesias y se le canta en las radios, en las paredes intervenidas con murales que pintan sus glorias deportivas y, por supuesto, en la cancha. Su historia es la de un personaje digno de cualquier épica: un talento superior, un semidios con sus propios himnos y dispuesto a sacrificarse por el colectivo. Gustavo Bernstein le agrega su magia: “suelen erigirse otras figuras de renombre como eventuales arquetipos criollos. El artificio está destinado al fracaso. Esos personajes solo exhiben facetas parciales de nuestro ser. Maradona, en cambio, no nos oculta nada. En cada uno de sus gestos afloran todas nuestras noblezas y todas nuestras miserias. Cada una de sus frases delata nuestra propia contradicción”.
La historia de Messi, apuntalado como “el heredero” por la opinión pública, no ocupa el mismo espacio que el mito maradoniano, en parte, porque todavía le estamos pidiendo que gane un mundial, pero más seriamente porque Messi se convierte en el relato de una clase media que se dice apolítica y que encuentra en él el correlato perfecto que contrasta con el peor Maradona. La comparación constante no es futbolística, es simbólica, porque el público argentino es mucho más adepto a las significaciones que al fútbol.
Juramos con gloria, por Lorena Álvarez
Su primer reportaje gráfico fue en 1973 y en él se presentaba así: “Soy correntino pero vivo en Villa Fiorito”. Aunque había nacido en Lanús, sentía como propio el terruño de sus padres. Con ese orgullo sellaría para siempre su relación con el mundo periodístico. Él, también, sería su pasado familiar.
Pasaron pocos años y gracias a su destreza y talento inusual (que lo hicieron debutar a los 15 años en la primera división de Argentinos Juniors) llegó el salto a la revista que marcaba el pulso de la vida social argentina, la revista Gente. La primera tapa de Diego en la publicación —perteneciente a Editorial Atlántida— data de 1979, aunque ya era un viejo habitué de los medios deportivos, estrenaba portada socialité. El frenesí futbolístico posmundial del 78 había cambiado el lugar de ese deporte en la vida sociocultural de la Argentina. Los futbolistas se habían transformado en parte de la élite mediática, ya sea por estar entrelazados con modelos —como el caso del jugador Alberto Tarantini con Pata Villanueva— o por la curiosidad que despertaban después de convertirse en héroes nacionales. El fútbol l, a su vez, le estaba dando un poco de respiro a una dictadura militar que agregaba más azotes a la cotidianidad. Los latigazos también se empezaban a sentir en el bolsillo.
Y ahí estaba Diego con su descomunal talento transformado en la promesa de un nuevo campeonato mundial. Esta vez en Tokyo, de la mano de la selección juvenil sub-19. Pero la tapa de mayo del 79 es una pintura sobria del bautizado “niño prodigio”. Un Maradona retratado con el pelo más corto de lo habitual y vestido de sport era apenas un fresco de la época. La foto que va a presagiar el futuro es de unos meses después.
El regreso a Ezeiza con la copa, en septiembre del 79, lo muestra de traje idéntico al de sus compañeros y del brazo de su madre, vestida con un sencillo conjunto negro pero envuelta con un tapado de piel marrón. El Diez se acercaba al estrellato y le estaba dando una señal al mundo. Su entorno iba a ascender con él. Pocos símbolos tan elocuentes en esos años como un tapado de piel. El estatus muchas veces es un nimio detalle y este lo era. Ese día, la madre abnegada, que se quedaba sin ración de comida para que sus hijos se alimentasen, estaba ahí frente a todos, con su abrigo de señora pituca. Atrás quedaba, según cuenta una vieja leyenda, el destrato de la reina de los almuerzos hacia Dalma Salvadora Franco. Doña Tota, del brazo de su hijo, ante las cámaras, era ahora la nueva monarca.
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