Un estampido metálico parecido a un trueno destrozó el silencio y nos despertó. Bajé el cierre y asomé la cabeza como un tortugo; recién nos habíamos acostado, aunque ahora una resolana brillante me ardía en las retinas. Insulté y grité, pero el ruido siguió porque Avellaneda, el vecino de enfrente, un morocho de rulos húmedos y de labios Jagger, vestido con pescadores de jean apretados, remera de Independiente con la inscripción Ades y pañuelo multicolor de bambula en el cuello privilegió matar del pico la Quilmes de litro a apagar la moto. Habíamos inaugurado la estadía en Gesell con unos sanguchitos de carne a la parrilla, varias cervezas y vino blanco de cartón mezclado con gaseosas de terceras marcas en botellas de plástico cortadas al medio. La guitarreada y las risas cruzaron la noche del camping. Ahora Avellaneda apagó la Suzuki 750, tiró el envase en la arena y se metió en su Cacique marrón de techo naranja. Corrí descalzo hasta el baño. Pisé cemento frío, húmedo y arenoso, meé inclinado sosteniendo la frente con el codo izquierdo contra la pared, después tomé mucha agua de la canilla. Volví a la luz y me metí en la carpa. Entré en la bolsa militar de pluma de ganso. El beat de Pueblo Límite sonaba fuerte y cercano. Me dolían la frente, las sienes, la nuca, el sur de la espalda. Cerraba los ojos, pero no podía dormir. Ya tenía treinta y cinco años, era de necios insistir. Quería descansar un rato y después correr a la terminal, subir a un micro, y volverme esa misma tarde para Castelar.
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La gente recuerda el 2001, pero el 2002 fue fatal. Una tarde de invierno, sin empleo, con mi ph en ejecución, fui al San Martín a ver 8 y 1⁄2, de Fellini. En la puerta, una mujer de pelo corto tipo cantante de tango me ofreció un folleto con sus poemas. Traigo suerte, me dijo. Andaba con la plata justa, pero siempre me gustó la poesía en minúscula sin puntuación; y además le creí. Antes del cine fui a un locutorio. Llamé a casa y levanté el único mensaje de la casilla: un amigo me buscaba para ser asistente de guion en un documental sobre el Diario del Che. Salí saltando por la vereda. Iba a ser, a los treinta y cinco, mi primer trabajo en periodismo. Iba a ser el logger más viejo del mundo. Esa noche pegué el folleto de los poemas con cinta adhesiva en mi biblioteca. Terminé el año trabajando en Promofilm, y a fines de enero viajaría a Esquel como visualizador de un reality.
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Cobré en los primeros días del 2003 y puse el sueldo entero para irnos de gira a Gesell. Con setecientos cincuenta pesos pagué la combi destartalada, el camping y las primeras comidas. Mis compañeros viajaron con lo puesto; el Zorro fue en cero, literal. El Tano llevó cien pesos, y la primera noche gastó ochenta. Si conseguíamos tocar, los shows nos permitirían completar una semana. Dormíamos en una carpa celeste con forma de trapecio, curvada en el techo. El Tano la llamó El Salón de la Justicia. Éramos cuatro músicos, un asistente y el chofer de la combi. Mi hermano acampaba con su familia abajo, al costado de la cancha de vóley. Nosotros elegimos el sector alto, adonde habíamos parado en los setenta con mis papás y varias familias amigas. El camping California ahora se llamaba Tito. Vacío en enero, tenía poca iluminación, nada de vigilancia y el pasto crecido.
Después del asado inaugural, mis compañeros se despertaron y se dividieron: unos a la playa, otros a buscar lugares. Consiguieron para esa noche un pub en la cuadra de Le Brique, al lado de la Jirafa Azul, ahí donde nace la 3. Tocamos para sesenta personas, compartimos la fecha con Charly Nicols, el doble de García, que en el baño metió un cover de su ídolo y nos pidió un saque.
Hicimos siete fechas en siete días. Nos llamaron para tocar en un camión con escenario, montado por Beldent en la playa Charlie, donde se juntaba un mundo de gente. Pero ese día amaneció frío y con nubes muy bajas. Fuimos a la tarde, y vimos que al sur el cielo se ponía negro y venía hacia nosotros. Después sopló un viento antártico y la gente empezó a irse corriendo. Armamos rápido y tocamos para casi nadie cinco temas, con los ojos en la tormenta. Paramos por los gotones y metimos a los piques los equipos en la combi.
Cerramos la gira con dos recitales en un bar frente a la plaza Primera Junta. Por fin conseguimos hacer shows como si estuviéramos en Castelar o Ituzaingó, tocando para más de cien personas, con la gente arengando y con plata para pagar la vuelta. Volvíamos contentos. La Traffic salió a la ruta a primera hora, y el motor empezó a hacer ruidos extraños. Nos miramos y dijimos: no llegamos a Pinamar. En la 74, camino a Madariaga, algo se desprendió y la combi sonó a velero sin motor. Paramos en la banquina, sacamos las bolsas de dormir y nos tiramos en el pasto. Las nubes tapaban el sol y por unos minutos el calor aflojaba. Pasamos el día al costado del camino.
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A fines de enero viajé a Esquel. Se me hizo eterno: sin un franco en cuarenta y cinco días, solo zafé la tarde en que el dentista me arrancó una muela de las del fondo. En el hotel, los analgésicos tardaban en hacerme efecto y le pegaba puñetazos al piso. Los sábados a la noche llamaba desde un teléfono público a la pizzería del Tano y hablaba con mis compañeros. Después pude acceder a la oficina central, desde ahí las llamadas a Buenos Aires eran libres. Escondido, de tarde, les pasaba los acordes de un tema nuevo, Exequias, para cantarla a mi regreso.
Volví a fines de marzo y tocamos en Club X, hoy Makena, Palermo. La gira rindió sus frutos: metimos ciento cincuenta personas, nuestro récord en Capital, y vimos muchas caras nuevas. Avellaneda subió al escenario, bailó pasos rollingas y se comió el show. Fue una fiesta y el dueño, El Rata, un Ron Wood que había manejado a los Ratones Paranoicos, nos invitó a tocar todos los meses. Él y sus amigos formaban un ejército de Ronnies Wood: tipos de cuarenta años empilchados como los Faces y con su corte de pelo, o el de los Stones en Black and Blue.
Una noche, yendo con Mariano a probar sonido, tocamos timbre, pero no salía nadie. Llegó un Ron Wood de pelo oscuro y, sin saludar, tocó timbre también y se nos quedó parado al lado. Tenía el flequillo cortado a tijera, pañuelo al cuello, saco de pana azul al cuerpo, chupines pegados a las piernas, botas de cuero negras y puntiagudas. Con las manos en los bolsillos, movía la boca como haciendo un siete bravo. De la nada, se tiró un pedo. Nos miramos. Ron Wood no dijo ni mú. Salió un pelado grandote y nos hizo pasar.
Club X iba ganando fama. Las estrellas pasaban entre semana a zapar. Era un clásico entrar y ver a Juanse un miércoles, de madrugada, tocando temas de los Stones. El lugar ganaba en fama y abandono. Los baños olían a puerto. Los micrófonos estaban abollados, los cables no andaban. Esa noche, mientras los Ronnies Wood subían al primer piso, notamos que las cajas no tenían agudos. Los tracks de la consola sonaban a fritura. Me deprimí. Habíamos vendido cien entradas, faltaba poco para tocar. Un amigo puso la camioneta y trajo nuestras cosas, que eran nuevas y buenas, desde el oeste: dos cajas Mackie, cables, y la consola. Mientras esperábamos, vimos bajar por las escaleras a un Ron Wood rubio de saco blanco con estrellas azules con brillantina cargando un equipo de audio. En la calle esperaba un taxi con las balizas puestas. El flaco metió el equipo en el auto, entró de nuevo y subió corriendo al primer piso.
Pudimos sonar bien. A mitad del concierto, el Rata bajó con un vaso de trago largo lleno de un líquido verde. Fue hasta la consola, la que no andaba, achinó los ojos y empezó a apretar los botones. Desde el escenario veíamos al Rata gesticulando, mirando las perillas, tocando aquí y allá, y nos tentábamos. Después vino a abrazarnos. Tenía la frente transpirada y mocos como de bebé colgando.
–Me gusta Ella es tan Cargosa. Pidan lo que quieran. ¿Vieron cómo los operé?
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Cerramos el año con un show para poca gente, que hubiese sido la nada misma si no hubiese cruzado, mientras tocábamos, como un viento, la figura quijotesca de Charly García. Hay hombres comunes y hay hombres viento. Las miradas de las ochenta personas que nos escuchaban se desviaron hacia la barra. Las nuestras también. Charly, de costado al escenario, bailaba tomando whisky sin mirarnos. Cada vez que empezábamos un tema le decía a un amigo a quién estábamos plagiando. El Rata vino al escenario y pidió lo que temíamos:
–Chicos. Quiere subir con ustedes.
Apenas bajamos, Charly se nos vino encima. Ordenó que se quedaran el baterista y el bajista, y le sacó la guitarra al Tano, una Epiphone Sheraton amarilla. El Tano se paró rígido a un costado del escenario, con todos los sentidos alerta. Charly quiso enchufar la viola en el equipo de bajo, y subió todas las perillas al máximo. Las ochenta personas se pararon y se pegaron al escenario, absorbidas por un imán. Empezó a tocar Ruta 66 y enseguida paró, echó al Negro y subió a otro baterista. La gente aullaba. Charly arrancaba una canción y los demás tenían que seguirlo. En el medio paraba por cualquier cosa: pedía whisky por micrófono y, hasta que no se lo llevaban, no tocaba. Largaba, y enseguida dejaba de cantar para insultar al aire. Salía con otra canción y volvía a frenar, y les mostraba a los músicos cómo acompañarlo. Un tipo solitario y algo extraño que me había venido a hablar en la prueba de sonido le gritó algo y Charly lo miró:
–¡Callate, vos, Mister Bean! –le dijo por micrófono y estalló Club X. Era un calco.
Charly arrancaba un tema, se aburría, hacía frenar a todos y saltaba a otro. De golpe, empezó a pedir por micrófono, mirando hacia arriba del escenario, al primer piso, de donde salían los Ronnies Wood.
–¡Vasco! ¡Vení, Vasco!
Del primer piso bajó un hombre canoso, pelado, en pantalón de gimnasia y pullover de cuello redondo. Era Gustavo Bazterrica. Charly quiso tocar canciones de La máquina de hacer pájaros, pero eran un moño y tocaron cualquier cosa. Bazterrica dijo por micrófono:
–¿Quién dijo que el rock murió? Mentira. Lo estamos asesinando ahora.
La energía inicial se fue apagando, culpa del desorden sonoro y la dispersión. La gente ahora se nos acercaba:
–Suban ustedes, che.
En medio del caos, García arrancó en castellano Watching the Wheels, de Lennon, él solo, una versión que nunca habíamos oído. Se nos llenaron los ojos de lágrimas. Asistíamos de cerca a una sensibilidad ultra fina, de otra estirpe.
Después bajó y, muy educado, nos devolvió la guitarra intacta. Levantó los brazos en dirección a la barra y se sentó frente a una mesa ratona de vidrio con amigos y le trajeron una botella de Jack Daniels a estrenar.
Alguien sacó la música y puso unos demos caseros del tema Influencia. Charly tomó un trago de whisky y se desparramó en el sofá. Cruzó las piernas y, con el vaso en la mano derecha y un cigarrillo en la izquierda, empezó a tocar en el aire un piano imaginario con los dedos que le quedaban libres.
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