¿Qué es lo que determina que esta sea la zona austral del planeta cuando la Tierra cuelga en la inmensidad del universo mientras gira sobre un eje imaginario y rota? Una convención de la construcción historiográfica, discutible, pero hoy aceptada como regla no cambiable. Eso no sucede con el arte.
En el arte también abundan las convenciones, las construcciones, los relatos que se acomodan con calzador a la manera en que nos entendemos, nos miramos, nos representamos. Hay paradigmas, siempre los hay, pero son laxos, pueden doblarse, romperse y, como en un juego de naipes, lo que entendemos como realidad puede cambiar de un momento a otro.
Eso no solo lo hace apasionante, sino también vivo, sobre todo cuando la mirada debe ser hacia atrás, porque a fin de cuentas, quien no entiende su historia, no puede analizar su presente, y solo soñar, románticamente, con el futuro.
En esa discusión, ingresa el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Maba) con un cambio profundo de su muestra permanente, ahora llamada Latinoamérica al sur del Sur. En ese sentido, la muestra permanente -que estaba estipulada antes de la pandemia, pero que debido a esta se fue metamorfoseando- busca romper con ese esquema tradicional y meterse en el ring como lo hacen otras casas culturales del mundo, por supuesto, con el acervo.
“No es una colección hecha sobre criterios historiográficos, no puede ser del todo cronológica, hicimos una recorrido cronológico que se quiebra y tiene temas. Hay una distribución que guía al espectador, y a la vez temas que rompen con el arte contemporáneo”, explica Gabriela Rangel, directora artística del museo y curadora de la exposición que presenta unas 160 obras, de las casi 700 del museo.
Así se aprecia ya en el primer espacio, en una muestra dividida por sectores, donde entran en conflicto obras del pasado con otras del presente, como una forma de romper con la idea de que lo contemporáneo no tiene correlación con los histórico.
La bienvenida la genera un óleo de Joaquín Torres García, que se presenta rodeados de una serie de huacos prehispánicos y publicaciones como la de César Paternosto, Piedra abstracta. La escultura inca: una visión contemporánea, que un poco arma un arco de cómo las tradiciones han sido representadas. En este núcleo, llamado Arte moderno y pensamiento autóctono, también aparecen Frida Kahlo, Xul Solar, Leandro Katz y Jorge Eielson.
En un recorrido con Infobae Cultura, Rangel comenta: “Nos interesaba proponer una mirada de cómo lidiamos con nuestro pasado y cómo se ha discutido esto en términos de representatividad o no, dentro del arte. Y cómo esto se ha invisibilizado o se ha estetizado”.
Lo mismo sucede en la segunda sala, Abaporu y la cultura negra, que ingresa en el espacio de la narración de los afrodescendientes en la región, tomando como eje a la clásica obra de Tarsila do Amaral.
“Después de la perspectiva del MoMa de Tarsila se empezó a cuestionar la manera en que se estetizó a Tarsila. No se habían preguntado, por ejemplo, cuál es la relación de la artista con la alteridad en Brasil”, dice Rangel.
Para abordar este espacio es importante conocer que el primitivismo tuvo una eclosión en París en 1923, por lo que la mirada genera diferentes conflictos que aún se debaten con respecto a la representación de la alteridad desde Europa.
“El Masp (Museo de Arte de San Pablo) ha iniciado una serie de discusiones que tienen que ver con las historias transatlánticas entre los negros y los descendiente de los negros esclavos, y si bien ellos aseguraron que no hay estudios del tema en artistas o autores de la región esto es inexacto”.
“Tarsila estaba en París en el ’23 y pinta a Negra (Ndr: de la que el museo presenta un boceto), y ella dice que a esta persona la conoció en la finca de su familia y era descendiente de esclavos, y luego, cuando regresa a San Pablo pinta Abaporu”.
En conflicto con Abaporu se encuentran obras del uruguayo Pedro Figari, la cubana Amalia Peláez y el brasileño Cándido Portinari, que proponen esa mirada hacia la comunidad, pero más allá del Atlántico.
Es en un collage de la artista contemporánea brasileña Rosana Paulino, de la serie Las hijas de Eva, que en 2019 se presentó en Pinacoteca de São Paulo, donde ese puente transgeneracional se une describiendo una curva que une al racismo y la esclavitud sufridos por las mujeres negras en su país.
Si Abaporu da inicio al movimiento antropofágico que busca la recuperación de las raíces culturales brasileñas -con el tamiz de la modernidad europea-, en Las hijas de Eva ya no hay carne para comer, esa necesidad de creación de una mirada sobre el pasado se revela desoladora y directa: solo hay una osamenta que sostiene una invisibilización.
En el núcleo La ciudad Moderna se realizan diferentes cruces, que van desde un video de San Pablo, México, Río de Janeiro y Buenos Aires, entre las décadas del ’20 y ’50, realizado especialmente por Fernando Martin Peña, que juega con las obras pictóricas y fotográficas que unen al mexicano Miguel Covarrubias (George Gershwin, un americano en París) con las lentes de Horacio Coppola y Facundo de Zuviría.
Y allí está esa representación de otrora, de la bohemia y los grandes edificios, de las luces de neón y el bullicio que no amaina, pero también la ciudad actual o la de la periferia, que se une con un escena de un asesinato en la calle de Figari, en préstamo de la Colección Newman, con los cartoneros de Adriana Bustos.
“Las ciudades latinoamericanas hacen eco de las vanguardias modernas de la representación de la vida de las ciudad. No podemos seguir haciendo una celebración de la ciudad moderna cuando estamos castigados. Era importante reflejar las grietas de esta crisis, que se viera que estamos pasando un momento muy duro, pero que también se viera que el arte contemporáneo de alguna manera genera un discurso que la gente no puede relacionar con el pasado. Por eso hicimos estas puntuaciones contemporáneas, para romper con eso, para mostrar las relaciones”.
El recorrido continúa por una propuesta tipo Salón, “con obra histórica del Malba que rara vez se exhibe, que tuvieron algún tipo de contacto con la vanguardias pero que arrastraron prácticas academicistas de sus propias localidades”. Allí se encuentran Del Prete, José Cuneo, Rafael Barradas, Agustín Lazo, Faustino Brughetti y Santiago García Saénz, entre otros.
En el núcleo de Xul Solar no solo hay obras pictóricas, sino también elementos textuales y una acuarela de Graciela Hasper, que fue presentada en el programa Hable con ella, de Malba Digital. “Hay elementos que la pandemia cambiaron, como el ingreso de obra de Malba Digital porque el museo dejó de ser presencial. Hay que integrar ambas programaciones”, dijo Rangel.
El siguiente paso es por las vanguardias, donde aparecen autores como Emilio Pettoruti, Norah Borges (con una rara obra de su etapa ultraísta, en un comodato a largo plazo) y el histórico retrato de Gómez de la Serna, de Siqueiros.
Se continúa con una sala donde reluce Manifestación, de Berni, en relación con la Familia Obrera de Bony, que reflejan “momentos diferentes del proletariado” y otros artistas con preocupaciones sociales, como la austríaca Gertrudis Chale -que introdujo el indígena dentro del muralismo en Argentina-, Raquel Forner, Cándido Portinari y Ricardo Carpani. También se exponen a Juanito, como unos raros retratos de sus padres, Ramona y la Mujer del sweater rojo.
El núcleo surrealista contiene a Fernanda Laguna, Kati Horna, Grete Stern y Luchita Hurtado “en relación a los grandes hombres que son Roberto Matta y Wilfredo Lam”. También aparecen dibujos de la injustamente olvidada Maruja Mallo. Por supuesto, allí reina O impossivel, la escultura de la brasileña Maria Martins, la única pieza de todo el museo que no fue trasladada en la renovación.
Por el concretismo y marco recortado rioplatense, se plantean discrepancias con la reticularia de edificios de Gego y 2,421 I, del mexicano Gabriel de la Mora, realizada con pelos humanos. “Nos lleva al terreno al formalismo más puto y ortodoxo” comentó Rangel. También allí se encuentran la obra coplanar de Juan Melé, el madí de Carmelo Arden Quin y dos piezas de Yente, entre otros.
En un rincón las obras de Lygia Clark, Helio Oiticica y Carmen Herrera dialogan en contraposición al polaco Frans Krajcberg, pionero en el arte relacionado al ecologismo, junto a la botella de agua envenenada de Nicolás García Uriburu.
El recorrido continúa con la década de los ’60 y ’70, con Claudio Tozzi, Antonio Días, Wanda Pimentel y una pequeña capilla con el Laberinto de Jerusalén de Mathias Goeritz y Ella y yo de Liliana Maresca, como puntuación contemporánea, las fotos de Minujin con Warhol y también De la Vega, Alejandra Seeber y Marisol.
Finalmente, el conceptualismo tiene su espacio con Víctor Grippo, León Ferrari y Fernando Bryce, El pene como instrumento de trabajo, la foto-performance de Maris Bustamante adquirida durante la edición virtual de arteBA, como también el emblemático Proyecto Cocacola de Cildo Meireles. Allí, la guerra fría y la cultura de masas se funden como caracter destacado de los intereses de los artistas.
El Malba -donde también permanece “en cartel” la maravillosa muestra de Remedios Varo- reabrió tras los siete meses que la pandemia impidió la actividad cultural con una propuesta que busca lecturas posibles de un mundo desconcertante, reinventando su imaginario que, más que nunca, se vio afectado por la realidad. A fin de cuentas, el arte tiene mucho de eso.
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