Federico Jeanmaire: “La patria es una gran hipérbole que, en realidad, no quiere decir nada”

Con su nueva novela, “Wërra” (Anagrama), el autor de “Miguel”, “Más liviano que el aire” y “Tacos altos”, entre otros títulos, reconstruye minuciosamente la Operación Chariot de 1942 y desde allí aborda la esencia de la guerra, el rol en la cultura, las contradicciones que sostiene y cómo el eco de una batalla en un estuario francés resuena en el conflicto de las Malvinas.

Federico Jeanmaire

La guerra es un componente fundamental de nuestra condición humana. Nunca, en la historia moderna, ha habido un año, un mes, probablemente ni siquiera un día en que no haya habido conflictos bélicos. Como dice Federico Jeanmaire en su nueva novela, Wërra (Anagrama), la guerra es “uno de los inventos humanos más antiguos. Y el más persistente de todos. Un invento que nos sobrevivirá a pesar de todos nuestros pesares”.

La guerra es un componente fundamental de nuestra condición humana y por lo tanto es protagnoista de la literatura. La guerra puebla nuestras bibliotecas: una rápida mirada por los estantes nos dejará aturdidos de tanta muerte. Entre esos libros no hace falta ir tan lejos, pero uno podría decir que, si “el mundo es el invento de Homero”, lo es a partir de una guerra: La Ilíada cuenta, claro, la guerra de Troya.

Federico Jeanmaire se mete con Wërra en esta tradición tan frecuentada, pero desde un lugar diferente. Primero, porque en lugar de narrar un conflicto decisivo, toma una batalla en la costa francesa que durante la Segunda Guerra estaba ocupada por los nazis: la Operación Chariot tenía el objetivo de desmantelar un astillero y movilizó a 600 soldados británicos que se enfrentaron a 6000 alemanes. Y luego, acentuando la propuesta de llevar la lupa a la historia mínima en lugar de dejarse eclipsar por la gran épica, va detrás de cada soldado: les da entidad, pero, sobre todo, les rinde homenaje.

La guerra es uno de los inventos humanos más antiguos. Y el más persistente de todos. Un invento que nos sobrevivirá a pesar de todos nuestros pesares.

Wërra es muy atrayente, muy emocionante y, sin dudas, es uno de los libros del año. Y consigue un efecto paradójico: la narración de un hecho menor —pero en absoluto superfluo— tiene la potencia necesaria para explicar el paradigma de la guerra. Es como si Jeanmaire hubiera encontrado la unidad mínima de la condición guerrera, como si la guerra se pudiera explicar a partir de la teoría de los fractales.

Por eso, una batalla en Francia puede contraponerse a la mirada que Hollywood propone de la guerra; por eso, aquella batalla encuentra un eco ensordecedor en la guerra de Malvinas. Una guerra no deja de ser el modelo de una guerra.

“Cuando descubrí esta batalla”, dice ahora Jeanmaire en diálogo con Infobae, “se me ocurrió que podía armar otro circuito. Conocer bien una batalla te da pie para hablar de la guerra como concepto y, a partir de ahí, iniciar ramificaciones hacia otras representaciones de la guerra. Quería preguntarme por el hombre de la guerra y me pareció que al hacerlo desde una batalla y con los nombres de los soldados, de quienes pude investigar mucho, me permitía entrar en ese concepto amplísimo que esconde una épica muy rara, muy varonil, con la idea de que matar al otro, si es por una buena causa, está buenísimo”.

Wërra - Federio Jeanmaire

Hubo una vez una guerra

Durante muchos pasajes de la novela, el protagonista, que se parece muchísimo a Jeanmaire y vive justamente en la ciudad donde se desarrolló la batalla, explica cómo son sus condiciones de producción: dónde está sentado mientras escribe, por qué eligió ese lugar, qué espera ver desde la ventana del bar que da al estuario; incluso reconoce que tiene miedo de fracasar al contar alguna escaramuza. La novela, entonces, se desarrolla en dos niveles: por un lado, está lo que se cuenta y por otro, cómo se cuenta lo que se cuenta. La pregunta sobre la guerra enmascara así otra pregunta, que tiene que ver con la literatura:

“Hay otra cosa en común que tienen la literatura y la guerra”, dice ahora Jeanmaire, “y es el tema de la soledad. Eso también quise ponerlo en el libro. Yo, o el narrador que es muy parecido a mí, aparece casi siempre solo. Eso es algo que me quedó profundamente marcado de todo lo que leí sobre estos tipos: en una batalla, aunque estés rodeado de cincuenta compañeros y tengas enfrente a seis mil enemigos, estás completamente solo”.

¿Cómo se lleva esa soledad?

—Es tal la cuestión de la soledad, que descubrí cómo consumían sistemáticamente drogas y alcohol. Sabía que los barrabravas de Racing, que es mi equipo, y de cualquier equipo se drogan o se emborrachan para hacer lo que hacen, pero no sabía que también lo hacían en el ejército. En las películas sobre Vietnam, los soldados se drogan aparentemente por su propia voluntad, para evadirse de la guerra. ¡Todo lo contrario! En la guerra, los soldados son sometidos por los oficiales para darse coraje y pelear. Me interesó trabajar la droga en paralelo con la épica y con ideas como el patriotismo, que después van se usan para que vos agarres un fusil. Ahora que nos estamos deconstruyendo o al menos lo estamos intentando, sería bueno olvidarse del tema de la valentía. Porque no es cierto. Yo siempre sentí que era muy cobarde y que mi viejo era un valiente. Este libro me sirvió para darme cuenta de que éramos muy parecidos.

Ahora que nos estamos deconstruyendo o al menos lo estamos intentando, sería bueno olvidarse del tema de la valentía. Porque no es cierto.

En el libro hablás de la valentía como un sentimiento no del todo honesto, mientras que la cobardía sí.

—La valentía es una cuestión que se da a posteriori. Lo contás como si hubiera sido una valentía, pero no creo que exista. No me parece. Es algo para revisar.

John Steinbeck escribió un libro sobre sus años como corresponsal durante la Segunda Guerra y en el prólogo decía que había mucha censura y no podía contar todo lo que hubiera querido. En la novela, escribís que la tarea de los cronistas de guerra no es decir la verdad sino mantener la moral de los que no fueron a pelear. Me hace acordar a la revista Gente en el 82.

—En una guerra, el periodismo es parte del ejército. No hay la más mínima libertad de expresión en lo que puedas escribir. Se tiene que mantener cierta esperanza en la gente, cierta ilusión de triunfo. Lo que pasó acá no es distinto de lo que pasa en cualquier otro país en guerra. Nunca te vas a enterar de la verdad mientras está pasando. En el 82, por ejemplo, mi viejo, como muchos otros, escuchaba la BBC de Londres: la gente intuía que lo que pasaba no era como te lo contaban. Hoy ya casi no hay reporteros de guerra; hoy el reportero es alguien que mira la guerra desde bastante lejos y ni siquiera puede fotografiar la batalla sino aquellos lugares que le permiten.

Los últimos dias de la guerra de Malvinas

Por último, el cuervo

Uno de los acápites de Wërra es de Juan José Saer. “Yo pienso, como Samuel Johnson”, dice en la frase extraída de Lo nacional es la infancia, “que la patria, en tanto abstracción, es el último refugio del sinvergüenza”.

En el libro hablás del bien, del mal, del odio, de la cobardía. ¿Hablás de la patria?

—El epígrafe de Juan José Saer sobrevuela toda la novela. La patria es un concepto rarísimo, muy jodido. Yo tengo más que ver con un uruguayo que con un jujeño, y, sin embargo, Jujuy es mi patria y Uruguay no. La patria es una gran hipérbole que, en realidad, no quiere decir nada. En Sudamérica hay naciones, como la nación guaraní, que están dividida entre varios países. La nación también es una lengua porque una lengua es una forma de entender el mundo. Con la investigación de este libro, hubo varios momentos en que lloré. Uno fue cuando leí la carta que le manda el soldado Durrant a la madre: le pagan 20 libras y él se las envía a la madre y le dice “Yo no las voy a necesitar a donde voy”. ¡Claro, porque el tipo se va a la muerte! Ese hombre sin educación —porque a la guerra siempre van chicos pobres— tiene una sabiduría impresionante. Y después, cuando la madre les muestra a los periodistas la medalla que le dio el rey, lo hace como de costado, como diciendo: “Dejenmé de joder, mi hijo se murió, para qué quiero esta mierda”. Eso es la guerra. Ese es mi gran descubrimiento del libro.

En Borges hay una mirada épica sobre la guerra, a la que, además, siempre se la piensa europea. Pero desde 1982, la literatura argentina, más marcada por Fogwill, mira a la guerra con desconfianza.

—Eso estuvo presente en mí. Borges es un gran representante de lo épico de la guerra, porque la guerra, para él, es una cuestión casi familiar. En un momento, dice que vuelve a Junín aunque nunca estuvo, y es porque ahí fusilaron al abuelo. Para Borges, la guerra y la patria son la familia. Y la familia de Fogwill, obviamente, no es la de Borges; hay pocas familias como esa. La guerra de Malvinas cambia muchísimas cosas en Argentina porque hasta ese momento todas las guerras habían sido ganadas: la del Paraguay, que casi ni se ve en la escuela, la Campaña del desierto, que también tiene el problema de que los argentinos, como una nación de europeos, atacan y sojuzgan a un pueblo que funcionaba como un Estado. Malvinas logró un tipo de humildad en el argentino respecto de dónde vivimos, de quiénes somos. Hay una cultura horizontal de suponer que la soberanía de las islas es argentina. Es algo que atraviesa todas las clases sociales; todo el que va a la escuela sale pensando que las Malvinas son argentinas y que los ingleses nos las robaron. Si uno revisa el mapa del mundo, ve que todo es una cuestión de guerras, de pueblos que han desaparecido, que han sometido a otros, es todo muy raro y, sobre todo, muy poco humano. Pero en qué nos cambia que las islas Malvinas sean argentinas. Si fueran argentinas, seguramente habría un par de hacendados que se repartirían la tierra con sus ovejas y sus fábricas; habría una villa en Puerto Stanley. ¿Nos hace más argentinos tener esas islas? Tendría más sentido patriótico que la política se enfocara en crear sociedades justas en el territorio que tienen.

Pero en qué nos cambia que las islas Malvinas sean argentinas. Si fueran argentinas, seguramente habría un par de hacendados que se repartirían la tierra.

A los combatientes se los llamó “chicos” —los chicos de la guerra—, “víctimas”, hace poco se les empezó a decir “héroes”; incluso se cambió la forma excombatiente por veteranos. ¿Por qué no se logra articular un discurso estatal oficial que dé cuenta de la guerra?

—Lo que pasó con Malvinas fue que la locura de unos pocos tipos terminó contagiando a muchos millones de personas. Y, cuando uno vive una locura colectiva, es difícil salir sin algún tipo de relato. Pensándolo en términos de mi libro, la locura de Hitler y de unas pocas personas que estaban alrededor de él contagió a una gran mayoría de alemanes. Cómo se sale de ahí: a los alemanes les sigue costando. Terminada la guerra y, con el milagro alemán, se dijo que los ejércitos regulares no eran nazis, sino que los nazis eran los de la SS y la Gestapo. La gente se tranquilizó porque podían pensar que, en el fondo, no habían formado parte de la locura. Pero entonces aparecieron unas películas en Super 8 con la entrada del ejército en Ucrania y se vio cómo lo soldados regulares hacían barbaridades. A partir de ese momento se prohibió por ley reivindicar al ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Me parece que a nosotros nos pasa todavía eso. No sabemos ubicar en su lugar exacto ni a Malvinas ni a lo que pasó en el 82. No me molesta reivindicar a las islas, pero no se puede reivindicar esa guerra. Ahí murió un montón de chicos completamente inocentes que no eran nazis y no se les dio bola a los que volvieron. Ahí hay otra cosa que pasa con los soldados: los británicos que volvieron de la Primera Guerra no conseguían empleo. La gente no los quería tomar porque les parecía que estaban locos y el gobierno tampoco les dio subsidio para vivir. Los soldados que vivieron los horrores de esa guerra terminaron en la calle como homeless. Si eso lo hizo un país victorioso, imaginate en un país que hasta 1982 no conocía la derrota.

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