Una mirada siglo XXI sobre la obra de Arlt

La obra del autor argentino no envejece. “El juguete rabioso”, “La isla desierta” y “Los 7 locos” ofrecen nuevos territorios para profundizar en su visión sobre problemáticas que son actuales

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Roberto Arlt
Roberto Arlt

Los lectores de El juguete rabioso (1926), la primera novela de Roberto Arlt, de cuyo nacimiento se cumplieron 120 años en abril pasado, recordarán la triste secuencia del Capítulo III en la que el desdichado Astier es expulsado de la escuela de aviación debido a que “es inteligente”. El director de la escuela se lo dice de este modo: “Su puesto está en una escuela industrial. Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo”. Esta decisión sume a Silvio en un mar de culpas, en especial porque se figura a su madre y a su hermana poniendo a sus pies las penas de la vida puerca que llevan; una culpa que lo deja “deformado de pena, una pena hondísima, toda clamorosa”.

Entonces Silvio gira desesperado por las calles de una Buenos Aires que ya es otra, una nueva ciudad de la que toda la obra de Arlt es testimonio, una ciudad de moles grises, cruzada por vehículos públicos y privados, y musicalizada con el bochinche de una mezcla vital de lenguas y dialectos que unos años antes había estremecido a la generación del Centenario por los hachazos propinados a la “lengua nacional” sobre los sueños de la inquebrantable unidad de raza e idioma.

Esta ciudad nueva que abre grietas de nostalgia en los patios de Borges y Alfonsina, que estalla en los relámpagos que restañan la alienación que singularizó Oliverio Girondo, o que se puebla de prostitutas y niños lustrabotas en los versos de Álvaro Yunque, se vuelve pesadilla distópica en un sueño que tiene Astier esa misma noche del despido, luego de decirse a sí mismo, aunque sin creerlo demasiado: “Mañana me iré a Europa, puede ser”. Los hechos son así: decide pasar la noche en una habitación amueblada por la que paga 1 peso y, al estilo de esos conglomerados urbanos que pinta Xul Solar y cuyas presencias parecen tomar vida, sueña con “cubos de portland”, “llanuras de asfalto”, “manchas de aceite” y otras delicias industriales con su zenit y su horizonte, casi como si se tratara de un cuchillazo a los mundos marítimos de Rubén Darío (El mar como un vasto cristal azogado…) que también Oliverio les cargó a los océanos de Lugones.

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Así las cosas, Astier parece una pobre Bella en medio de la ciudad Bestial, una King Kong irremisible que estira su brazo para atraparlo. Entonces, Astier despierta y se encuentra con un rostro. También bestial, degenerado. Primero el narrador nos dice que ese rostro es el de un muchacho, cuya mirada parece brillar falsamente (antes también había hablado del brillo del aceite). Sigue describiendo al intruso y su retrato se puebla de palabras asociadas a lo hegemónicamente femenino: aterciopelado, sobretodo exageradamente ceñido. El muchacho lleva un reloj de oro; Silvio, unos botines rotos. El narrador después lo llama “adolescente” y aclara que se saca unos guantes de cuero y un sombrero hongo; agrega que tiene cuello almidonado, botines de charol y polainas color crema. Dice también que no solo es falsa su mirada, sino su sonrisa. Y que es moderno porque usa ropa sucia (una costumbre de los años veinte). Después la charla se puebla de términos médicos: epilepsia, exceso de sensibilidad, hiperestesia. La secuencia del encuentro sigue de este modo: al joven se le caen del bolsillo unas cartulinas pornográficas. Una de ellas es una imagen de sexo grupal en el que hay una mujer por la que Astier siente compasión. Luego llama “mancebo” al muchacho o adolescente. El jovencito devela sus intenciones: es un trabajador sexual que ahora, según nos dice el narrador, tiene miedo de mostrarse verdadero ante Silvio. Tiembla. Lleva medias de mujer. “Soy así. Me da por rachas”, dice. Y desea: “Si hubiera nacido mujer”, y se queja, también como Silvio, de su destino. “¿Por qué será así esta vida?”. Silvio dice verlo sonreír con locura y le ordena que se vaya y lo llama “bestia”, como el director de la escuela de aviación había llamado a sus alumnos. Entonces Silvio pregunta y se pregunta: ¿Qué hiciste de tu vida?

Sigue la descripción del cuerpo, de sus gestos, de sus acciones… con una mezcla de afán científico y leve deseo. Habla del cuello, de la mirada, de sus muslos, de los hombros. Y refiere un episodio de violencia que ocurre en una habitación vecina: se oye un grito de mujer y el golpe de un cuerpo contra la pared.

Sexo, violencia, locura, bestialidad, angustia, encierro. Todo ocurre en este sitio en el que hay habitaciones y se duerme o se tiene sexo. Entonces, los dos adolescentes se relajan y dialogan. Silvio, en otro tono menos rígido, le pregunta “quién lo hizo así”, “qué piensan de él en su casa”. Y el jovencito confiesa que él “no era así antes”. Que “así” lo hizo un maestro, que le compraba ropas femeninas y que había contratado el padre para preparar el ingreso “al Nacional”. Ese maestro, dice el muchacho, se llama Próspero.

La tempestad

Próspero, se sabe, es el nombre de uno de los personajes de La tempestad (1611), de W. Shakespeare. Es el maestro de las artes liberales (las que se oponen a las serviles) y de las ciencias ocultas, habita una isla a la que ha llegado luego de ser expulsado de su propio ducado por la traición de su hermano. Allí viven la despiadada hechicera Sycorax, cuyo hijo Calibán es un monstruo deforme y salvaje (repongo: Silvio deriva de “silva”: bosque, selva), y Ariel, un genio del aire, un espíritu sensible que no atiende las indicaciones de la bruja, razón por la cual es encerrado en el hueco de un pino. A la llegada de Próspero, los jóvenes se convierten en sus servidores.

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La tempestad encendió una tradición de lectura entre los intelectuales latinoamericanos, bastante esperable, por otra parte, porque discurre acerca de las relaciones entre conquistador y conquistado, y es la obra con la que el cisne de Avón se ocupa a la conquista de América. Sobre uno de sus personajes, Ariel, se funda una línea de pensamiento (el arielismo) de fuerte influjo a comienzos del siglo XX, y es seguro que Arlt la conociera. Hablamos de Ariel (1900), un ensayo del escritor uruguayo José Enrique Rodó, cuya lectura del personaje teatral en clave latinoamericanista, sin embargo, es anterior. Y la motivación está bien datada: 1898, año con el que se conoce una generación de escritores españoles entre los que se cuentan Antonio Machado y Miguel de Unamuno, y que coincide con la independencia de Cuba.

En abril de ese año, el presidente norteamericano William McKinley intervino la isla de Cuba con el fin de “detener” la guerra de los patriotas cubanos contra España, en momentos en que la contienda estaba concluyendo a favor de la isla. En el horizonte, claro, se divisa la acción expansionista de los Estados Unidos, la doctrina Monroe y los intereses de Roosevelt en las Antillas y los países de América Central, México y Panamá. Son años de fuerte afirmación continental (Nuestra América, Martí; Unión latina, Rubén Darío, del que también se conoce el poema A Roosevelt). Pronto se agita la asociación entre Calibán y la intromisión yankee, que Darío asume en varios textos y que también ejerce el director, por casi 45 años, de la Biblioteca Nacional, el franco-argentino Paul Groussac; ambos, pero sobre todo Darío, establecen similitudes entre el país del Norte y el personaje de Calibán. Estamos en la última década del siglo XIX y la primera del XX.

¿Qué fue el arielismo?

Los ecos del arielismo llegan, incluso, hasta el movimiento reformista del ´18, por el papel central que Rodó deposita en el “espíritu juvenil” de los pueblos, en el brío de renovación desde los valores de la cultura clásica y renunciando a los préstamos, la imitación de otros modelos metropolitanos; años en los que el pensamiento de América latina se resitúa en el debate sobre la herencia colonial hispánica y la búsqueda de formas alternativas de futuro en un contexto signado por el creciente predominio norteamericano. En efecto, Rodó afirma la identidad americana en desmedro del modelo idealizado del sujeto europeo, ratio de los procesos de colonización.

Para Rodó, ser hombre es “ser lo que se es”. Esta equidad intelectual lo ubica en el postulado de Próspero, que libera al genio del aire (Ariel); el programa rodoriano consiste en acceder a la condición de Ariel, es decir, alcanzar mayoritariamente esa condición que para él se compone de buen gusto, heroísmo, delicadeza, gracia intelectual. No se trataría de un Ariel que sirve a Próspero, sino del intelectual que elige el camino de la liberación, de la descolonización.

Rodó lee en Ariel al discípulo que se sobrepone al maestro y que encuentra en la cultura letrada la llave para saltar del yugo de los Prósperos. Se opone, por esto, a la utopía de alcanzar las mieles del desarrollo europeo o norteamericano. Esa creencia, que en su ensayo toma el nombre de “nordomanía”, es la base de las conceptualizaciones binarias con las cuales se ha juzgado a lo largo del tiempo a los países de nuestro continente: civilización o barbarie, desarrollo o subdesarrollo, primer o tercer mundo. Ariel se aleja por sus ideales helénicos y cristianos del vulgarismo utilitario (calibanesco, según su perspectiva) de las naciones del capitalismo industrial.

El calibanismo de Fernández Retamar

A comienzos de los años setenta, concretamente en 1971, en ocasión del centenario del nacimiento de Rodó, el intelectual cubano Roberto Fernández Retamar publica un artículo en la revista Casa de las Américas, donde reconsidera el ensayo del escritor uruguayo, en el contexto de una fuerte disputa de sentidos debido al encarcelamiento del poeta también cubano Heberto Padilla junto con su esposa, la poeta Belkis Cuza Malé, acusados de “actividades subversivas” contra el gobierno revolucionario. Esta medida implicó, en cierto punto, una dosificación de la adhesión de varios intelectuales latinoamericanos y europeos a la Revolución de Fidel, entre ellos, la de Rulfo, Fuentes, Cortázar, de Beauvoir, Duras. Después de casi cuarenta días de confinamiento, Padilla leyó una Autocrítica en la que se retractaba de sus cuestionamientos al gobierno. El ensayo de Retamar retoma el texto de Rodó y lo lee considerando, en particular, la figura del intelectual en América latina y, concretamente, lee a Airel y a Calibán con los ecos del caso Padilla. El nombre del ensayo (Calibán) abre polémica desde el título mismo con el libro de Rodó, porque escoge al otro personaje de La tempestad.

Heberto Padilla (a la izquierda) con el poeta Roque Dalton en La Habana, Cuba, en 1966 (Creative commons)
Heberto Padilla (a la izquierda) con el poeta Roque Dalton en La Habana, Cuba, en 1966 (Creative commons)

Retamar asocia a Calibán con los pueblos de América latina; más que un personaje, lo considera un concepto cultural y sociológico. A diferencia de Rodó, que identifica la unidad de los pueblos de América como un espíritu con características propias, desestima los visos espiritualistas de Rodó, y lee a Calibán como la masa expoliada de América. En relación con Próspero, el conquistador, sostiene la hipótesis de la apropiación de su lengua para combatirlo, una postura que también sostenía la dirigente aborigen maya-quiché Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz (1992). En cuanto al papel de los intelectuales, Retamar se apoya en Ariel, en realidad, en dos tipos de Ariel: los que optan por Calibán, es decir, por la cultura propia, y los que se identifican con el conquistador, es decir, contra su propia identidad cultural. En este último grupo coloca a Sarmiento y en el primero a Martí, pero también coloca del lado del conquistador a Borges o a Carlos Fuentes y un largo etcétera en el que también entran paradigmas o teorías (el estructuralismo, por ejemplo).

Dos años antes, en 1969, el escritor negro Aimé Césaire, nacido en La Martinica, también había leído este conflicto en términos de resistencia de Calibán a Próspero en sus acciones cotidianas, en la obra Una tempestad, adaptación de La tempestad de Shakespeare para un teatro negro, incluso en su plan de asesinarlo, como una relectura de Shakespeare en clave pos y decolonial, antiesclavista. Ariel justifica su oposición a la violencia a través de un diálogo que lo vuelva racional respecto de la injusticia que opera sobre ellos dos, Calibán se mofa de esa postura porque, según su perspectiva, “es un viejo rufián que no tiene consciencia”. La opresión del conquistador y la “negritud” como rechazo a la asimilación cultural convirtieron a Césaire en uno de los primeros autores de los llamados estudios poscoloniales; de hecho, fue profesor de su compatriota y militante del Frente de Liberación Nacional argelino Frantz Fanon.

Arlt: decolonial, antipatriarcal

También Arlt situó en La isla desierta (una pieza teatral de 1937) a un personaje mulato, llamado Cipriano, que trabaja como cadete y que ha conocido el mundo por una antigua ocupación. A los ojos de los empleados, Cipriano es simple y complicado (como el Roosevelt de Darío), exquisito y brutal, tatuado…, que oscila entre Tigre y Constitución. También como el marinero de Darío, ha conocido lugares paradisíacos que se oponen a la vida rutinaria y monótona de un grupo de empleados que trabajan en una oficina portuaria desde la que ven zarpar y llegar a los barcos. Cipriano reclama para sí el gobierno de una isla, como Sancho Panza, miembro también de un par, como Próspero y Calibán, como Silvio y el joven de la pieza amueblada. Esa isla utópica, a diferencia de la ciudad pesadillesca de Astier, no tiene jueces ni cobradores de impuestos, “cada hombre toma a la mujer que le gusta y cada mujer al hombre que le agrada”, tampoco hay divorcios, se vive sin ropa, y se comen magnolias y sopas de violetas. Desplazando el lugar de la asociación decimonónica campo-barbarie, Cipriano encuentra la bestialidad en la oficina, en la tinta, en los edificios… en la ciudad.

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Arlt, entonces, parece posicionarse, por un lado, en relación con el debate del arielismo en ese dueto que componen Astier y el joven prostituto: no solo se comprenden oprimidos por el orden social y patriarcal, sino que se confunden en un gesto que supera el sufrimiento personal y que se resignifica en un encuentro donde se re-ligan en una comprensión del uno para con el otro. Se trata de una comprensión que se desplaza a una práctica desalienante y utópica en el mulato Cipriano, para quien el lugar de lo bestial (a diferencia de la sentido común que reina en la primera parte del diálogo que mantienen Silvio y el joven que se traviste) está en las ciudades, en los oficinistas, en los empleados.

Pero, además, estas dos posiciones, la de Silvio y su compañero, tanto como la de Cipriano, hoy pueden ser pensadas como prácticas antipatriarcales y decoloniales.

Son sujetos alternativos a los modelos de sociedad de la Europa de la Conquista, que construye América como una invención a la que exporta máquinas clasificatorias en castas y jerarquías, binarias y excluyentes.

En estos planteos de interacción y proyección de espacios nuevos que tiene toda la literatura de Arlt (no solo en El juguete… y La isla desierta, sobre todo, en Los siete locos) hay configuraciones en las que se deslizan las dicotomías a partir de las cuales nuestro continente ha sido leído y sobre la que se erigieron las bases discursivas de los estados nacionales en la segunda mitad del siglo XIX. En Silvio y en su compañero de habitación, en el mulato Cipriano, en la amalgama de Ariel y Calibán hay dualismos resquebrajados, concierto de voces, en una palabra, antimonologismo.

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Otra lógica que intenta leer, sobre todo, ciertas producciones de la modernidad en clave latinoamericana, es la del (neo)barroco de los escritores cubanos Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Severo Sarduy. Este último autor vio en el cuerpo travesti un fenómeno parecido, una identidad no fija ni quieta, sino en deslizamiento permanente, que rompe la unidireccionalidad del Renacimiento. Lo hace en un libro llamado La simulación (1982) a partir de los modos de mirar del Barroco del siglo XVII: la copia, por ejemplo, la anamorfosis, el exceso, la confusión, la incertidumbre, la duda, la pregunta, la simulación, acciones, todas, presentes en el diálogo que mantienen Silvio y el joven en la pieza amueblada.

Al igual que Calibán, el cuerpo travesti genera estrategias de superviviencia y camuflaje para resistir el orden opresor.

En este punto, colonialidad y patriarcado constituyen una misma matriz opresiva. Se sabe que la intrusión colonial reguló las formas de erostismo de las sociedades aborígenes, como la que el activista español Paul Preciado señala de los grupos precolombinos de Abya Yala. Las prácticas médicas de reglamentación del cuerpo sexuado comienzan en la América colonial, sobre todo, para condenar costumbres sexuales o identidades ancestralmente andróginas, lejanas de la moral sexual evangelizadora, pero muy cercanas a las nociones de lo sagrado y lo religioso en esas culturas. Esas prácticas tienen un capítulo particular en el control sanitario del cuerpo y de las poblaciones del siglo XIX (las llamadas biopolíticas de Michael Foucault). De ese carácter son las palabras con las que arrancan su diálogo Silvio y su compañero de habitación (epilepsia, exceso de sensibilidad, hiperestesia), de las que, sin embargo, devienen otra consciencia a través del diálogo (tal vez como gesto dostoievskiano) y que se sella en la caricia que Silvio le hace en la frente.

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