El futuro que no se puede tener, entre el resentimiento y la nostalgia

En “Baltasar contra el olvido”, al personaje no le queda más que el pasado, al que se aferra y del que escribe. Sin embargo, la experiencia artística lo irá transformado

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La novela que hoy se llama Baltasar contra el olvido y que acaba de publicar editorial Obloshka, nació hace muchos años como un proyecto de cuento. Era un cuento largo que alternaba varios puntos de vista, el de Baltasar y Leo, su hermano, el de Renata, su madre y también el de otros dos hermanos, dueños de una estancia, que una noche levantaban a Renata en las calles del pueblo y la llevaban hasta su casa de campo, donde habían organizado una fiesta que termina mal. Había incluso un punto de vista más, el de un amigo de los hermanos que había estado esa noche en la fiesta, se arrepentía y confesaba.

Había en esos primeros intentos un tono regionalista muy subrayado que no me convencía para nada y otras torpezas que me fueron disuadiendo. Pero el deseo de contar esa historia nunca se fue. Yo crecí en un pueblo chico de la provincia de Entre Ríos, uno de esos pueblos donde “nunca pasa nada” (las comillas están justificadas) y donde los habitantes del lugar suelen tener un discurso, al menos hacia fuera, muy complaciente y orgulloso de sí mismo. Un discurso moral de defensa del pueblo chico frente a la degradación de las grandes ciudades. Y en cierto modo tienen razón, hay tranquilidades y beneficios que son reales, pero hay otros aspectos que suelen dejarse de lado o sobre los que se hace la vista gorda a la hora de hacer balances de la vida en esos lugares.

Yo viví hasta los veinte años ahí y recuerdo muy bien al menos dos hechos puntuales que me marcaron, me obsesionaron y sobre los que tarde o temprano sabía que iba a escribir, cuando sintiera que tenía las herramientas para hacerlo. Uno de esos hechos fue el desmantelamiento de los ramales del ferrocarril, en el año 93, un fenómeno que se conoció como “ferrocidio” y que arrasó con poblaciones enteras. De ese desastre intenté dar cuenta en mi novela anterior, Los silencios, que tenía como uno de sus ejes la imposibilidad de la gente del pueblo de hacer algo para impedir eso que los había aniquilado: un día, en un centro de poder alejado, un puñado de burócratas y empresarios toma la decisión de desmantelar los ferrocarriles y ellos nos pueden refutarla ni defenderse. Los reclamos no sirven de nada.

En Baltasar la situación es la inversa, y también la viví de cerca: mataron a una mujer del pueblo, una mujer que todos conocían, y a medida que pasan los días los rumores se instalan en las calles con nombre y apellido de los asesinos. No hay supuestos, no se trata de un chisme, hay varios testigos. Sin embargo, los días pasan y no hay detenidos. Los culpables, finalmente, nunca van presos. Esta vez la sociedad, los habitantes del pueblo, sí podrían haber hecho algo. Podrían haberse unido para pedir justicia. Pero eso tampoco pasa. Ese contraste entre las dos historias era lo que me interesaba pensar y narrar. Pero tenía que aparecer la forma.

Mauricio Koch
Mauricio Koch

A fuerza de convivir con la historia, de volver una y otra vez sobre los personajes y sobre la época, de hacer preguntas a familiares y amigos, fue surgiendo una voz que empezó a madurar y a imponerse por sobre las otras: la voz de un adolescente rabioso que cuenta en primera persona lo que siente y no se guarda nada.

En el presente de la novela Baltasar tiene diecisiete años y está solo, vive en una pequeña pieza en la casa del dueño del taller donde trabaja. Pero hace apenas cuatro años él tenía una familia, una vida modesta, pero una vida al fin. Una noche su madre salió y no volvió. La dieron por desaparecida, la buscaron durante varios días y finalmente apareció muerta. Una vez que la voz de Baltasar surgió la reconocí, la quise y empecé a prestarle atención a sus inflexiones, a su léxico y a su ritmo. Esa voz no iba a dar cuenta de los hechos objetivamente, algo que no me interesaba, sino desde el corazón de su rabia. Como dice Carlos Battilana en la contratapa: “esa voz, más que designar los hechos pretéritos, permite que emerjan a la superficie a partir de una música verbal que los vuelve memorables”.

Me interesaba mucho pensar qué pasa con un chico al que de un día para el otro le arrebatan todo y más temprano que tarde se da cuenta de que no va a obtener justicia. ¿En qué se transforma con el paso del tiempo? ¿Podrá superar el resentimiento? Hay dos fuerzas –me gusta llamarlas así– que atraviesan el libro y que son el resentimiento y la nostalgia, dos sentimientos en general mal vistos, combatidos por la sociedad, pero a Baltasar el futuro, el pequeño futuro que podía tener, se lo suprimen para siempre, entonces no le queda más que el pasado, un breve pasado al que se aferra y, como dice Annie Ernaux, “el pasado nunca es pasado, menos si es violento y turbio”.

Así que Baltasar repasa y anota, nadie le enseñó que debía escribir pero él escribe, y es ordenado y minucioso, se esfuerza por recordar, escarba en su memoria, siente que hay ahí una tarea esencial. Por último, y quizá lo más importante, mientras escribía y escuchaba esa voz, que en principio era solo amarga y llena de rabia, un día surgió algo que le dio un giro que yo no esperaba a la novela y cambió todo. Y que sin adelantar nada, podría resumir en ciertas preguntas: ¿es la sensibilidad artística patrimonio exclusivo de las personas educadas?, ¿es posible desarrollar un hábito de escritura y de dibujo y, sobre todo, una mirada singular sin nadie que nos guíe y nos lo inculque? ¿Eso puede salvarnos? Quizás.

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