Mildred Burton fue pintora, grabadora y dibujante. Nació en Paraná como Mildred Ethel Azcoaga Burton, aunque no se sabe bien su fecha de nacimiento (hay 5 fechas probables van de 1923 a 1942), y murió en Buenos Aires en 2008. La obra de Burton se alimenta de signos en apariencia familiares, en los que conviven ese candor que genera una paleta de colores por momentos cálida, pero que -a veces de manera evidente, en otras con la mayor de las sutilezas- dejan espacio a lo tenebroso, a lo onírico, como en la obra que hoy compartimos, en la que dos bichos saltan del estampado del vestido de una niña hacia su cuello y su cara mientras ella permanece impasible.
La vida de la artista, en ese sentido, posee tantos espacios borrosos como su pintura. De apellido paterno Azcoaga, prefirió el anglosajón Burton. Dicen que a lo largo de su existencia era casi imposible dilucidar qué había de realidad o de fantasía en sus aseveraciones e incluso, ni siquiera la documentación puede dar luz sobre temas tan sencillos como la fecha de nacimiento. Su arte tiene muchos puntos en común con la literatura fantástica, género que frecuentaba desde pequeña, igual que las narraciones populares que serían gran influencia en su obra. Estudió en la Escuela Provincial de Bellas Artes de Entre Ríos perfeccionándose en la Escuela Superior de Bellas Artes de la Nación Ernesto de la Cárcova.
Desde muy joven hubo consultas psiquiátricas que en lugar de ayudar, la aislaron. A los 15 años, la casaron con un militar entrerriano, con quien tuvo 5 hijos. Sin embargo, Mildred abandonó su vida doméstica y familiar y se mudó a Buenos Aires. Se instaló en el barrio de La Boca, en donde trabajó durante 40 años, combinando las referencias más variadas que provienen tanto de su educación sajona como de su identidad argentina y latinoamericana: la tradición inglesa de las artes decorativas del siglo XIX, como el movimiento Arts & Crafts, el surrealismo de Max Ernst y René Magritte, y el realismo político de la pintura argentina de los años setenta y ochenta.
“Creo que con los primeros y arrugados arrumacos de la casona inglesa de Entre Ríos, llenos de fábulas y símbolos, comenzó a germinar en mí la semilla celosamente guardada entre carnecitas rojas y rulitos de puro rojo irlandés. No tuvieron en cuenta que nací un 28 de diciembre en América del Sur entre achiras, ceibos, yaguaretés y curiyús, y bajo la advocación de Atojaj, viento vengador latinoamericano. Bebía la primera leche de aguara-guazú cautiva y me alimenté con mandioca, porotos, maíz y charqui, a pesar de los bellos robles Chippendale del piano, de las boiseries victorianas, de las bibliotecas Tudor y el escritorio Thompson de mi padre, que me controlaban con amor y arrogancia sajona”, contó a la publicación Mujeres para el tercer mileniodijo, en 1990. “Siempre que observo un dibujo o una pintura de Mildred Burton pienso que me habría gustado hacerlos yo”, dijo Hermenegildo Sábat durante la presentación de una de las cientos de muestras que hizo Burton a lo largo de su vida.
"Llegan los hijos uno tras otro. Solo dibujo de tanto en tanto, entre ordenes y contraordenes. Mis pinturas duermen amontonadas en ‘Burton Doll House’s’, muy especial, entre puntillas rotas y suspiros de alivio familiar. ‘! Al fin Millie Lee se ha casado y bien! ¡Viva, viva!’ La creación empuja prodiga y mis manos y ojos siguen el mandato de la mente. Escondo mis horas y los espió en la madrugada, en una ceremonia cómplice y silenciosa llena de nostalgias y dolor.
De pronto todo estalla y se desvanece. La falta estructura matrimonial se hunde. La bota machista aplasta y aprieta, ahoga; pero sobrevivo intacta. Los hijos colgando de las tetas. La dulce aguara-guazú devenida en fiera salvaje marca su territorio sacudiendo la roja cabellera erizada. Con los días, llega la calma, los colmillos puntiagudos se suavizan y recupera su majestad de hembra poderosa. Olfateo el aire y sé al fin soy libre para mi y mis proyecciones de mujer artista. Me pinto así en una obra, que luego va a reproducir el diccionario Larousse", contó Burton.
“Yo soy delirante porque mi vida es delirante y mi mundo también lo es. Hay un delirio en mí que no puedo detener. Vivo al borde del desequilibrio. Sin este desequilibrio creativo, ético y estético entraría en un desequilibrio enfermizo. Y lo manejo como un juego fascinante y sorpresivo y con una lucha que llega hasta lo sórdido”, le dijo a la escritora Felisa Kuyumdjian, según puede leerse en el libro Mildred Burton, atormentada y mordaz, de la crítica de arte Victoria Verlichak, publicado por Manuela López Anaya.
En la Estación Dorrego de la línea B de subtes puede verse un mural cerámico de 1991 emplazado en el andén. El tema es la violencia de género y la pieza fue pensada para recordar a las víctimas: “A tres niñas argentinas inmoladas: Jimena Hernández, Nair Mostafá y María Soledad Morales”.
“La talentosa y audaz Mildred Burton creó un mundo artístico de leyenda y libertad, con una imaginería fantástica y detalles salvajes, sagaces asociaciones y ocasionales apropiaciones. Lo real maravilloso se halla, mayormente, en todo su trabajo de apariencia tan sosegada como siniestra; Burton nunca se reconoció como surrealista”, escribió Verlichak, quien a propósito de nuestra belleza del día, dijo: “Ese ánimo de juego y corrosivo humor, dolor y tragedia –que atraviesa toda su obra– sigue siendo celebrado tanto como la exquisita ejecución de las piezas. Esa dicotomía, entre dulzura y malicia se encuentra en La indiferencia de Blonda Bug, (óleo, 59,5 x 49,9 cm, trazos de lápiz acuarelable sobre hardboard, 1981, colección Klemm); dos bichos (bugs) del diseño del estampado del vestido de una niña saltan hacia su cara, sobrevolándola.”
Mítica su obra, mítica también su vida, Mildred Burton alimentó su leyenda. En noviembre de 1983, poco antes del regreso de la democracia a la Argentina, realizó una comida, performance y muestra llamada La última comilona antropofágica que muchos aún recuerdan. Fue en La Capilla, en Suipacha al 800, cuenta Verlichak en su libro. Cuanta Verlichak en su libro que en la parte de atrás del afiche de presentación, hay un texto autobiográfico y manuscrito que dice:
“Desde chica dibujé en los rincones de una casona de pueblo.
A escondidas fui arquero y jefe de banda de hondeadores.
Tuve una abuela nazi, un padre ingeniero y varias veces animales muy míos.
Obtuve un premio Kolynos y otro disfrazada de aldeana bretona en un carnaval.
Vestida de chola india fui ajusticiada por mis hermanos; y con un vestidito de
crochet y sombrero de paja asistí a los cultos.
Tuve un soldadito y caballos y además hijos y los amo.
Trabajé de obrera rasa tres años y canté por la noche en algunos boliches.
Hice amigos.
Me doctoré en música y fui dos años a la cosecha de manzana como recolectora.
Trabajé en teatro en tres temporadas y conocí a Gerónimo [sic] Bosch.
Pinté abanicos, dibujé y tallé muebles.
Ingresé en la Cárcova y fui el patito feo.
Conocí a Badíi, Labourdette y Macchi y comencé a comprender el dibujo.
Apareció Magritte en mi vida y lo amé.
Recibí muchos premios y algunas agresiones.
Ví a Aizenberg, Distéfano, Seguí, Macció y otros y me encerré en mi mundo
fantástico a trabajar.
Entonces comencé a ser libre.
Mi única atadura es este camino que elegí.
Me considero una rata de taller, soy casi feliz.
Además creo absolutamente en el oficio.
Mi mundo es el submundo mágico de mi infancia, de mi juventud y hasta de
mi muerte”.
SIGA LEYENDO