Un día vino a visitarme. Dijo que le habían dado ganas de salir un rato de La Plata y que quería tomar el té en la Capital. Una razón completamente inverosímil. Odiaba Buenos Aires y le costaba muchísimo confiar en la gente de acá. Aurora Venturini llegó puntual acompañada por su secretaria y antes de decir “hola”, abrió su cartera, sacó un sobre y me dijo: Esto es para vos. Leélo ahora y hacélo valer cuando me muera. Quise decir algo definitivo. Por ejemplo: ¡No! Pero, qué se le dice a un testamento cuando la muerta que lo escribe está viva y te está mirando con dos ojos de águila… ¿No faltaba más? ¿No se hubiera molestado?
No lo recuerdo bien, pero estoy segura de haber fantaseado alguna vez con la escena en la que un escribano, entre mucha boiserie y ceremonial, me comunica que un pariente lejano me acaba de dejar una herencia millonaria. Y no me parece una fantasía tan extravagante: la literatura de la infancia está llena de ancianos moribundos que en el último suspiro reparten su hacienda de modo desigual entre sus hijos. En las telenovelas, género muy ligado a la niñez, cuando hay un testamento seguro hay intrigas, injusticias y nuevos ricos. Género ambiguo, entre la burocracia y el espiritismo, el testamento permite algo insólito: intervenir legalmente en la vida de los otros desde el más allá. Cuando investigaba para la biografía de Alberto Migré, descubrí que cuando él mismo se sintió morir redactó un testamento en el cual le dejaba su casona de Caballito a una sobrina que no había visto nunca. Igual que en sus novelas. Dicen que le gustó que fuera maestra, que fuera soltera, pero yo pienso que lo que más le gustó fue la sorpresa que le iba a causar a esa mujer después de muerto. Y así fue. No es azar que las disputas por la propiedad de los Etchevehere, los Macri o los Mitre que tanto entretienen a la audiencia por estos días, reproduzcan el molde del melodrama donde las jerarquías, los desamores familiares y la vileza criolla marcan la división territorial y sus efectos.
Pero la historia sobre cómo me convertí en heredera de la obra de Aurora Venturini tiene poco que ver con esas fantasías. La figura de la albacea literaria tiene otra épica, o directamente, no tienen ninguna más que la de volverse traidor, avaro, o, en el mejor de los casos, un especialista que se expresa en notas al pie.
La historia podría simplificarse así: esa tarde Aurora me entregó un testamento firmado ante escribana pública donde no me legaba ninguna casona sino los derechos de las obras que había escrito y las que pensaba escribir. Le quise decir: “Preferiría no aceptar”. Pero no me dio oportunidad. “Siempre pensé que las bombas de tiempo debieran llamarse testamentos”, es una frase de Adolfo Bioy Casares que tal vez la hubiera impresionado, pero no se me ocurrió.
En el podio de albaceas que marcaron mi reticencia a convertirme en una de ellos está Max Brod, el amigo de Kafka que no cumple con la última voluntad (kafkiana) de quemar sus manuscritos. ¿Y por qué no los quemó el mismo Kafka si tan interesado estaba en destruirlos?, justificaba Borges. Aún así, con todas sus contradicciones, Brod es el más interesante en una cadena de herederos condenados a administrar lo que no es suyo. Están los hijos de la novia del mismo Brod, que pretendieron enriquecerse a costa de alguien a quien ni siquiera conocieron; el hijo de Nabokov que traicionó la voluntad de su papá, la familia de García Lorca, la señora de Borges, y tantos. Pero, ¿por qué habrá publicado Brod, además de todo, la Carta al padre? La pregunta insiste sabiendo que lo que Aurora más quería en este mundo era publicarlo todo, todo, todo. Escribía tanto y había escrito durante tantos años que por más voluntad y poco criterio que tuvieran sus editores, era imposible publicar en vida sus obras completas. Por eso el testamento era clave para ella.
Me quedé muda. Y entonces, aprovechó para responderme: Porque ese llamado que me hiciste para decirme que Las primas había ganado el concurso, me dio la felicidad que yo había estado buscando toda mi vida. Porque fuiste la primera que leyó mi novela y la que me hizo la primera entrevista ¡Mirá si lo tirabas! Pero no la tiraste. ¡Mirá si hablabas mal de mi! No me podés decir que no aceptás, porque yo te estoy agradeciendo y además es mi última voluntad.
¡Mentira! Tuvo muchísimas voluntades después de ese día de julio de 2010. Pero además, no era la primera vez que Aurora intentaba “agradecerme” encargándome una tarea. Lo que dijo era verdad. Yo había sido la encargada de coordinar el trabajo del jurado de preselección del premio Nueva Novela en 2007, que por primera vez en su historia organizaba Página/12. El manuscrito de Las primas había caído en mis manos. Es cierto que podría haberlo descartado casi sin leer ya que no cumplía con los requisitos elementales. Estaba escrito a máquina, lleno de manchones y arrepentimientos tardíos -llámese liquid paper y letras sobre letras-, agregados con birome, espacios de más. Lo empecé a leer y entendí que esa incorrección continuaba en el texto. A medida que avanzaba se me ocurrían dos posibilidades. Era un tesoro y la novela tenía que ganar. Me estaba volviendo loca y la novela tenía que ganar. La leyó Mariana Enríquez, también encargada de la preselección. Como locas y lobistas insistimos ante un jurado que manifestaba alguna que otra reserva. Alan Pauls, entre los decididamente “a favor”, redactó el fallo que marcó un rumbo de lectura: “Novela única, extrema, de una originalidad desconcertante, que obliga al lector a hacerse muchas de las preguntas que los libros suelen ignorar o mantener cuidadosamente en silencio”.
Luego de una larguísima discusión sobre qué es literatura y qué no es, había ganado Las primas. Y ahora se me concedía la obligación de llamar por teléfono a ese “enigma Venturini” para asegurarnos de que asistiera a la ceremonia.
No sabía quién era ni qué apariencia tendría esa mujer que había nacido en 1921 y vivía en La Plata. Para Google casi no había nacido. Era apenas una foto en bajísima resolución y una línea del Boletín Oficial donde se consignaba que había sido nombrada ciudadana ilustre de su ciudad.
–¿Hablo con Aurora Venturini?
–Sí, señorita.
–¿Usted se presentó con el seudónimo Beatriz Poltrinari al concurso Nueva Novela?
–Sí, señorita, me presenté con Las primas.
–¿Sabe que quedó entre las 10 finalistas?
–No… Pero… ¡Ay! Sería muy importante que mi novela ganara el primer premio. ¿Sabe por qué? Porque Las primas soy yo.
Me lo dijo casi llorando. Que sus hermanas y primas, y que la familia entera, eran seres deformes. Que las niñas abusadas por jueces de menores, padres y tíos que aparecen en sus otros libros, eran chicas que había conocido cuando trabajaba como psicóloga en la Fundación de Eva Perón, su jefa, su amiga. Luego me pidió que mejor no divulgara lo de sus hermanas porque se podrían enojar. Que nunca había tenido hijos, y agregó algo sobre la deformación del cuerpo en la maternidad. Me dijo que no era necesario que la mandaran a buscar, que ella vendría hasta Buenos Aires con su chofer personal. No corte por favor, agregó después de despedirnos. Algo muy importante: ¿Usted es flaca o es gorda?
Le dieron el premio y en el discurso de recepción lo agradeció diciendo: “Por fin un jurado honesto”. Llegó y se fue en un taxi. Y bueno, cada chofer, llegada la circunstancia, es un chofer personal. Antes de que se fuera me presenté: “Yo soy la que la llamó por teléfono”. Me apretó las manos, me dio un beso y me dijo: “Ay, nena, cómo me mentiste, me dijiste que eras flaca.”
Al día siguiente me llamó para decirme que quería regalarme el dinero del premio. Es más tuyo que mío y además no lo necesito. Tengo una pensión muy buena porque hace años estuve casada con un juez que además era inválido y radical. Para algo sirvió. Le expliqué que no correspondía y que podría interpretarse como que todo había sido un arreglo entre nosotras. Iban a pensar que nos conocíamos desde antes. ¡Sería nuestra ruina! Entonces me regaló sus libros aún no publicados y los que había editado ella misma costeándose sus ediciones. Los leí. A la semana siguiente me propuso que me convirtiera en su agente literaria. Le expliqué que yo no servía para ese trabajo pero le prometí buscarle a alguien que supiera hacerlo. Cuando su obra se empezó a publicar en España, quiso pagarme el pasaje para que fuera a presentar sus libros allá. Le encantaban los viajes, pero los médicos le habían prohibido tomar aviones. Le expliqué que no existía esa figura, que a nadie le interesaría escuchar a alguien que hablara por interpósita autoría.
Nos vimos algunas veces más, casi siempre ante la aparición de un nuevo manuscrito. En una escribanía firmó un desopilante poder en el cual me legaba por adelantado sus regalías aunque sólo podía disponer del 10 por ciento mientras ella estuviera viva. El texto, que no me atreví a mostrar a nadie, era en sí mismo un cuento suyo.
Hace poco supe que decía que éramos amigas, que yo era millonaria y que vivía en un palacio. Era su forma de adornar mi negativa a su forma de agradecer con plata. Estaba acostumbrada a pagar por todo. Había pagado todas sus ediciones. Había inventado un premio anual llamado “Aurora Venturini”, en el que ella era jurado, entregaba el premio y ponía el dinero. Finalmente, a mediados de 2012 me llamó y me dijo que quería venir a visitarme. ¿Podría ir a tu casa a tomar el té? Tengo ganas de ir para la Capital.
Aurora se murió en noviembre de 2015, tres años después de aquella tarde. Y yo tardé casi cinco más en asumir mi obligación: hacer los trámites, decidir dónde publicar la obra que había quedado fuera de circulación y arrumbada en los depósitos de una editorial. Creo que la irrupción en 2018 de un albacea de las telenovelas de Alberto Migré que intervino ante esa misma editorial para retirar mi biografía de las librerías porque no le había gustado lo que yo decía de “su muerto”, me recordó que yo también pertenecía a esa calaña. Y aquí estoy.
La edición de la hasta hoy inédita Las amigas y sus otros libros en Tusquets así como la liberación (gratuita) de cuentos también inéditos en la serie de podcast “Me lo llevo a la tumba”, con las voces de Sofía Gala Castiglione, Susana Pampín y Tina Serrano, representan un modo de aceptar su agradecimiento como lo que es: un agradecimiento. Poner en circulación una felicidad esperada durante toda una vida. Una felicidad, que mucho antes del final, llegó.
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