Cuando se estrenó Esperando a Godot en París, año 1953, las críticas fueron dispares. Hubo quienes salieron del teatro fascinados por lo que habían visto, otros no lograban entender si era una genialidad o una bazofia, y otros decían que era un problema que durante toda la obra no ocurriera algo verdaderamente significativo. Samuel Beckett la escribió a fines de la década del cuarenta durante un período de experimentación literaria que no deja de resultar profundamente revolucionario. No hay spoiler porque todos conocen la obra: Vladimir y Estragon llegan al árbol donde debían encontrarse con un tal Godot. Dialogan sobre temas de la vida, aparecen dos personajes más que luego se van y llega un niño que viene de parte de Godot. El mensaje: “Hoy no vendrá, pero mañana por la tarde sí”. El final es este: “¿Qué? ¿Nos vamos?”, dice Vladimir. “Sí, vámonos”, contesta Estragon. Pero no se mueven del lugar y cae el telón.
Muchos espectadores y lectores interpretaron que Godot era Dios. “Si por Godot hubiera querido decir Dios, habría dicho Dios y no Godot”, dijo Beckett. Y si bien esa línea interpretativa es bastante interesante, él la negó siempre. Como si estuviera en contra de cerrar el sentido de una obra. Esperando a Godot fue englobada dentro del movimiento Teatro del Absurdo. Sin embargo, ese gesto absurdo se esparce por todas las obras de Beckett donde las tramas giran en círculo con pequeñas variaciones haciendo que la narración se vuelva un espiral hipnótico. Lo absurdo ya no son las circunstancias sino la vida en sí misma. En ese sentido, también le cupo la categoría de existencialista. Jean Paul Sartre y Theodor Adorno alabaron esa potencia de la incertidumbre. Y de toda su obra, quizás el núcleo de ese gesto transgresor está en su famosa trilogía, que incluye las novelas Molloy (1951), Malone muere (1952) y El Innombrable (1953).
La editorial argentina que acaba de completar la publicación de esta trilogía se llama —nada más y nada menos— Godot. Matías Battistón, su traductor, conversó con Infobae Cultura: “Beckett, sobre todo con la trilogía, combina de un modo muy particular el rigor y el abandono. En su escritura casi nada es planeado y casi todo es preciso. Traducirlo implica tratar de seguir una voz que maneja los cambios de tono y los quiebres como pocas. Además, el hecho de que él haya llevado adelante prácticamente la totalidad de su obra en dos idiomas en paralelo, en inglés y francés, traduciendo él mismo de uno al otro todo el tiempo, hace que cada libro tenga, por así decirlo, dos originales: la versión que produjo en francés y la que produjo en inglés, siempre muy cercanas pero nunca idénticas. Es raro llevar una obsesión tan lejos”. Pero, ¿qué hay en estas tres novelas que funcionan en una sintonía que no tiene que ver específicamente con la trama si no con el pulso?
Monólogos. En las tres novelas hay monólogos. Molloy comienza así: “Estoy en la habitación de mi madre. Soy yo el que vive aquí ahora. No sé cómo llegué. En una ambulancia quizá, sin duda en algún tipo de vehículo. Me ayudaron. Solo no habría llegado. Hay un hombre que viene todas las semanas, quizá es gracias a él que estoy aquí. Él dice que no”. Esos primeros datos que deberían empezar a crecer y diseñar un escenario, personajes y un sentido titubean y giran como un trompo. “Quisiera hablar ahora de las cosas que me quedan por hacer, despedirme, terminar de morir. Ellos no quieren”. ¿Quiénes no quieren? La tensión aumenta y la incertidumbre se mantiene. Beckett camina en la cornisa también en Malone muere donde un anciano, que está desnudo en la cama de lo que podría ser un hospital o un neuropsiquiátrico, habla, cuenta, piensa, reflexiona, siente, sufre, vive y narra las vivencias de un tal Sapo que luego pasa a llamarse Macmann.
“¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?”, comienza El innombrable, tercera novela de esta trilogía que Godot publicó primero, en 2017, y este año completa con las dos anteriores. El narrador no sabe dónde está ni quién o qué es. No tiene miembros, o al menos eso cree. Está solo y, como sujeto, hablar lo salva. Es lo que intenta hacer. Aparece entonces la “preocupación por la verdad en el frenesí del decir”. “Sólo yo soy humano y todo lo demás divino”, dice el narrador, y más tarde: “Me pregunto a veces si las dos retinas no estarán enfrentadas”. Pero, ¿quién es el que habla? Las palabras, “gotas de silencio a través del silencio”, son como pasos, que le sirven para caminar en la oscuridad. El lenguaje es la vela, pero el lenguaje también es el mundo porque… ¿existen las cosas sin que las nombremos? “Solo hay que desmembrarse tranquilamente, sumiéndose en la delicia de saberse nadie para siempre”, se lee.
Marías Battistón no recuerda exactamente cómo o cuándo llegó a Beckett. “Me acuerdo, sí, de una primera lectura casi adolescente de Esperando a Godot, con la que no alcancé a enterarme si Godot al final llega, porque yo no llegué al final. También, no sé si antes o después, tuve una lectura muy deslumbrada de Murphy, una novela que me sigue pareciendo increíble. A partir de ahí entré y salí de su obra con los años, pero la traducción de la trilogía marcó un cambio en la intensidad de lectura. Fue como pasar de un dolor ocasional a uno crónico”, dice y agrega que “no hay muchos otros autores que hayan socavado con tanta insistencia las nociones más básicas de lo que entendemos por escribir, y eso deja su marca, crea un espacio propio. Beckett ya es más que una figura: es una especie de región, con sus usos y costumbres, sus turistas, sus nativos. Uno los reconoce por los silencios, la tonada del balbuceo”.
Pese a la transgresión indómita de su obra, Beckett fue muy celebrado en vida. Tal es así que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1969 “por su escritura, que, renovando las formas de la novela y el drama, adquiere su grandeza a partir de la indigencia moral del hombre moderno”, argumentó la Academia Sueca. Sin embargo, antes de firmar el contrato para publicar Molloy, la primera de la trilogía, Beckett, con la lapicera en la mano, miró a su editor, Jerôme Lindon, que estaba muy entusiasmado porque iba a darle a los lectores del sello una obra maestra, y le dijo: “Estás seguro, ¿no? Vas directo a la quiebra con esta novela”. Hay algo en este irlandés nacido Dublín en 1906 y muerto en París en 1989 que descoloca a todos. Su obra es muy seria, es decir, se toma seriamente su trabajo con las palabras, pero por otro lado relativiza la importancia de la repercusión. Como si no le interesara otra cosa que el acto moral de escribir.
Beckett era un erudito. Sus profesores del Trinity College de Dublín, donde estudió francés, italiano e inglés, lo consideraban un alumno brillante. Le gustaba mucho el teatro y el cine cómico: Charles Chaplin, Buster Keaton, El gordo y el flaco y los Hermanos Marx. Se licenció en filología moderna, dio clases en universidades y conoció a su coterráneo James Joyce, 24 años mayor. Los presentó el poeta Thomas MacGreevy. No sólo se hicieron amigos, Beckett se volvió su asistente en el trabajo de investigación de su última gran obra, Finnegans Wake. Esa experiencia y esa amistad lo nutrieron notablemente. Además de ser un lingüista exquisito, al igual que Joyce, Beckett era también un experto en temas como historia, música y pintura, según su biógrafo James Knowlson. El ajedrez es el puente entre su vida intelectual y su faceta deportiva: también jugaba al rugby, al tenis y era un destacado jugador de cricket.
¿Cómo interpela la trilogía de Beckett a nuestro presente? La entidad del sujeto tiene que ser repensada a partir de las nuevas subjetividades que despliegan las redes sociales. Un tuit que gira y gira por la red con miles de retuits, ¿importa quién lo escribió? ¿Dice algo ese tuit del tuitero? Si la lógica del anonimato se potencia en la virtualidad, ¿cómo pensar las narraciones que proliferan en las distintas plataformas de interacción y en los sistemas de mensajería? ¿Cómo se construye la identidad de un sujeto que parece ser más hablado por la red que ser un hablante? Maurice Blanchot escribió en El libro por venir (1959) que "El innombrable es, precisamente, una experiencia vivida bajo la amenaza de lo impersonal, el acercamiento de una voz neutral que se alza por sí misma, que penetra al hombre que la escucha, que carece de intimidad, que excluye toda intimidad, que es imposible detener, que es lo incesante, lo interminable”.
Una lectura posible es que con internet y su gran pila de discursos, uno encima del otro, la mayoría irrelevantes, la impersonalidad llegó. Los trending topics son justamente eso, un agrupamiento impersonal de los temas más conversados. De modo similar funcionan los comentarios debajo de un posteo: un metatexto acuoso e interminable. Pero ¿es internet “la amenaza de lo impersonal” o se trata, en todo caso, del exceso de lo personal e íntimo? A la pregunta sobre quién habla en internet se la puede responder de múltiples maneras pero predomina la dualidad: o todos o ninguno. ¿Y cuál es la identidad del sujeto hablante en internet? Si este siglo está determinado por la saturación de voces, por la proliferación de textos, por la exaltación discursiva del habla conjunta y ruidosa, ¿cuál es el estatuto de la palabra? “Es para callarse que hace falta coraje”, dice el narrador de El innombrable, con una actualidad que asusta. Pero callarse es imposible.
La trilogía de Samuel Beckett que acaba de editar de Ediciones Godot es una obra maestra en múltiples aspectos: porque cuestiona el lugar del sujeto en su transgresión formal, porque le da un giro inesperado a la idea de literatura que predominaba en la época, porque en su experimentación evidencia el sinsentido, no sólo del lenguaje, sino de la vida poniendo de manifiesto lo absurdo que es el mundo, y porque también atraviesa el tiempo y llega a este presente para proponer una reflexión universal. “En su obra —concluye Matías Battistón en esta entrevista con Infobae Cultura— hay una especie de degradación que por momentos es desesperada, pero que también es festiva. Da la impresión de que Beckett se embriaga con las distintas posibilidades de derrumbarse a la hora de expresar las cosas. Esa necesidad de seguir explorando la impotencia tiene, creo yo, mucho que ver con la época en que vivimos”.
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