La historia es harto conocida, pero vale la pena un breve repaso: en 1917 un tal R. Mutt presentaba “La fuente” en la exposición de la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York. Y una revolución comenzaba.
La pieza readymade, un urinario a fin de cuentas, desafiaba la mirada sobre el arte, al enunciar que cualquier objeto cotidiano sacado de su contexto habitual y colocado en uno que lo validara podía considerarse una obra de arte. Esto no ha cambiado en el tiempo y, como hace más de un siglo, sigue despertando debates, sino pregúntenle al italiano Maurizio Cattelan y su banana que se vendió por USD 120 mil en la última Art Basel de Miami, que ya forma parte del acervo del Museo Guggenheim, de Nueva York.
Más allá de lo que este último readymade natural pueda decirnos sobre el mercado del arte, la cuestión es que entonces la indignación fue grande y la fountaine fue rechazada y retirada rápidamente. Sin embargo, el fotógrafo y reconocido galerista Alfred Stieglitz llegó a fotografiarla dando al mito su autenticación.
La obra hizo inmortal a Marcel Duchamp, se la ha estudiado, prologado, analizado, se le ha prestado tanta atención que quien podría ser su verdadera creadora, paradójicamente o no, ha sido casi borrada de la historia del arte: Elsa von Freytag-Loringhoven, la inigualable baronesa Dadá
Solo en estos tiempos de recuperación de la memoria histórica sobre las artistas mujeres han vuelto a abrir el debate: ¿fue ella?, ¿qué pruebas hay para esta afirmación? Quizá lo mejor es comenzar por sí pudo haberlo sido con un recorrido por su vida que, quizá, coloque algún velo de incertidumbre en los fieles seguidores de la historiografía oficial y despeje otros para los que consideran que los relatos del pasado todavía esperan por ser escritos.
Érase una vez en Polonia
La historia de Elsa von Freytag-Loringhoven es una de esas que sintetizan el cambio de época: una adelantada a su tiempo, que hizo del arte carne y verbo y que fue ocultada, luego ninguneada y olvidada. Hoy, su figura y su obra comienzan a ser recuperadas.
Pocas historias como las de Elsa. Pocas. Vivió con una libertad que no necesitaba de teorías ni de la mirada del otro, una libertad que la llevó a ser ella misma una obra. Decir que fue poeta, pintora, performer, escultora sabe a poco, porque fue, sobre todo, un espíritu creativo e indómito, que nunca se detuvo.
Para empezar, porque todo huracán tiene un inicio, Elsa Plötz -como la anotaron en 1874, en Polonia (entonces parte de Alemania)- fue la convergencia del alma gélida de un padre violento y el calor de una madre pianista quien habría dicho: “He malcriado a Elsa a propósito, para que siempre sepa a qué tiene derecho”.
Cuando tenía 18 murió su madre, por lo que ya no había razones para permanecer y una ventana en medio de la noche fue la salida hacia un derrotero por el mundo, por la vida, por el arte, que tuvo a Berlín como primera parada.
En búsqueda del tiempo perdido
En 1893, se mudó a la casa de una tía, pero la pasividad no estaba hecha para ella. En aquel año, Edvard Munch terminaba El grito, el impresionismo vivía sus últimos momentos para dar paso al expresionismo y comenzaba a gestarse la Secesión del ’98. El arte estaba allí para ser tomado, para vivirlo.
La capital del imperio vivía desde hacía un tiempo en crecimiento demográfico inaudito y ella descubre la noche con su primer trabajo como estatua viviente en un proto cabaret para artistas. A los espacios nocturnos berlineses le faltaban todavía unas décadas para convertirse en esos centros de reuniones e intercambio sexual decadente de la República de Weimar, que fue eje de muchas obras de George Grosz. Pero tampoco eran parroquias -o lo que se debería esperar de ellas.
Cuando dejaba de ser la Venus de Milo bajaba del escenario y, como George Sand, se vestía como hombre para compartir tragos y cigarros. De los cafés de Berlín a Múnich y viceversa, comienza a descubrir la sexualidad, por placer o por dinero, por lo que con los años comenzó a ser tratada con mercurio por contraer gonorrea y sífilis en diferentes oportunidades. Mientras tanto, lee todo lo que puede, de Goethe a San Agustín, de Flaubert a Hölderlin.
Y las lecturas le abren otro mundo, acude a clases de interpretación y, sin una moneda en el bolsillo, se vuelve una afluente a la biblioteca pública hasta la hora de cierre. Su primer romance: se casa con el arquitecto August Endell, uno de los fundadores del movimiento Jugendstil, la contraparte alemana del Art Nouveau, y comienza a pintar, pero un affaire con Frederick Grove, amigo de ambos, cuando comparten domicilio en Italia, termina por desintegrar la relación.
Grove, entonces conocido como Greve (se cambiaría el apellido luego de dejarla), era un reputado poeta y traductor alemán, a quien le gustaba ostentar una vida de dandy en público. Su carrera ascendente cae en desgracia por el despilfarro junto a Elsa e incapaz de pagar las deudas, pasa un año en prisión, donde comienza a escribir su primera novela, Fanny Essler, un roman à clef sobre las aventuras sexuales de su pareja, incluido su matrimonio con Endell, y donde ridiculizaba al círculo de autores Stefan George (George-Kreis), un grupo de escritores prestigioso para la época al que había pertenecido, con relatos homoeróticos.
Como le sucedió a la francesa Colette, pero a otra escala, él no tiene tapujos en utilizar cartas y relatos de Elsa como si fueran propios. Esta no sería la última vez que la baronesa dadá vería como un hombre se quedaba con los créditos por su obra.
Sin dinero ni prestigio, viven dos años en un exilio autoelegido entre Suiza y Francia, para regresar a Berlín en 1906 y casarse un año después. En su autobiografía En busca de mí mismo, Grove sugiere que a pesar del contexto homoerótico de su trabajo hasta finales de 1902, su primer encuentro sexual con Elsa determinó su sexualidad: “Si no siempre lo había sido, me había vuelto definitivamente, finalmente heterosexual”.
Para 1909, los problemas financieros aumentan, la justicia vuelve a poner el ojo en Grove y planean un falso suicidio, para que el escritor pueda escapar hacia los EE.UU. Ella lo sigue un año después, se asientan en Kentucky, pero antes de 1912 él tendría nueva vida, nuevo apellido y nueva esposa. A Elsa, la esperaban sus mejores años.
El surgimiento de la baronesa
Comienza a escribir poesía y… otra vez el amor en 1913. Esta vez será un falso barón, Leopold von Freytag-Loringhoven, de quien toma el apellido y el título con que se haría eterna, a pesar de los intentos de borrarla de la historia.
Elsa ya tiene 39 años, es una mujer viajada y en la madurez intelectual. Había perdido tanto que el mundo ya le parecía pequeño. Y ella lo hace grande, tanto como esa ciudad que ahora la albergaba, Nueva York.
El Greenwich Village se convierte en epicentro norteamericano de una vanguardia europea, el dadaísmo, que surge luego de la Gran Guerra para romper con las convenciones, las academias y toda mirada burguesa con respecto a lo creativo.
Y como con la Estatua de la Libertad, desde Francia llegaría el regalo que daría rienda suelta a un imaginario. Marcel Duchamp arriba a la ciudad con su famosa bola de aire parisino, un encargo del coleccionista Walter Arensberg que, paradójicamente, daba el dadaísmo el estatus de arte aceptado.
En el Village es una perfomer, una mujer sin ataduras, que a diferencia del resto no busca pertenecer a los nuevos circuitos de legitimación. Elsa es la más dadá de todos los dadaístas, en un grupo que incluye no solo a Duchamp, sino también a los estadounidenses Man Ray, Beatrice Wood, Morton Schamberg y Florine Stettheimer, entre otros.
Y son Duchamp y Man Ray quienes más entienden que Elsa es la obra de arte en sí misma, les fascina su comportamiento y esa voracidad por la vida que resulta incómoda para la sociedad. La filman depilándose, pero el material se perdió antes de ser revelado. La historia se conoce por la documentación que describe el modo provocativo de su performance.
Realiza varios retratos dadaístas de la fotógrafa Berenice Abbott y para 1917, Elsa produce la primera escultura dadá estadounidense con una tubería encontrada en la calle que puso en pie sobre un pedestal de madera, a la que tituló God (Dios). La obra fue atribuida por décadas a Schamberg, quien la había fotografiado. Esto sucedió con varias obras cuya autoría aún está en discusión.
También publica poemas en The Little Review, junto al serial de Ulises de James Joyce. Jane Heap, editora estadounidense de la revista y una figura importante en el desarrollo y la promoción del modernismo literario, dice que Elsa es “la primera Dadá estadounidense. Ella es la única de todo el mundo que se viste Dadá, ama Dadá y vive Dadá”. Otros autores que publicaban allí eran T. S. Eliot, Ernest Hemingway, Ezra Pound y William Butler Yeats, por nombrar algunos.
La discusión más importante gira en torno a si fue o no la “creadora” de La fuente de Duchamp. La prueba más potente sobre que ella estuvo detrás de la idea viene de la mano del artista francés, quien en una carta a su hermana Suzanne, dos días después de que el urinario fuera rechazado, aseguró que no fue él sino una “amiga” quien había sido la responsable. Otro dato que inclina la balanza hacia la baronesa es que utilizaba el pseudónimo de R. Mutt durante su estancia en Filadelfia.
Elsa y Duchamp, a quien llama M’ars, establecen un vínculo muy estrecho e incluso ella realizó un retrato dadá que se encuentra en el Whitney Museum. A ciencia cierta, no es posible comprobar si la idea o el objeto también salieron de la mente de Elsa, y la historiografía se inclina hoy todavía por continuar con el relato histórico ya conocido.
Como relata René Steinke en la biografía La baronesa del Greenwich Village, para los ’20, Elsa ya se había rapado y pintado el cráneo de rojo, caminaba desnuda por las calles con dos latas de tomate vacías en los pechos y cucharitas de café como aros o irrumpía en los salones burgueses para quedarse desnuda de un momento a otro.
Para el ’23 regresa a Berlín y en el ’26, busca llegar a París, pero le niegan la visa en varias oportunidades. Entonces, se presenta en la oficina de extranjeros con un pastel como sombrero. Lo logra.
El dadaísmo ya no era el de antes. Otras vanguardias le habían ganado el lugar de novedad y el surrealismo pisaba cada vez más fuerte. Sus antiguos compañeros de aventuras son aclamados como héroes por los jóvenes, pero a ella nadie la invita a la fiesta, ni siquiera aquellos que habían convivido y usufructuado su talento.
El 14 diciembre de 1927, sin lugar en la escena del arte, en la soledad de un olvido feroz, abrió la llave del gas, abrazó a su perro ‘Pinky’ y se marchó. No hubo cartas, ni despedida, no sabía quién podría leerla.
La fuente original, de Elsa o Duchamp, de 1917 se perdió en el tiempo, pero el francés realizó a pedido y con una buena remuneración una serie de reproducciones -o sea, fue y compró urinarios- durante la década del 60, de los cuales 15 sobreviven en diferentes museos.
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