El lugar común más común de todos los lugares comunes es ese que afirma que la prostitución es el oficio más viejo del mundo. Nada más obtuso que eso. Oficios más arcaicos e imprescindibles han existido y siguen existiendo, aún bajo el embate de los avances tecnológicos: aguadores, pregoneros, torturadores, agricultores, comerciantes. La prostitución es tan solo una forma de ejercer el comercio. Las prostitutas (o gigolós) no son otra cosa más que comerciantes. Simples personas adheridas al mundo de los negocios.
Ahora bien, para poder comerciar algo primero hay que tenerlo, producirlo, elaborarlo. Vender aire, si no imposible, es casi absurdo. No obstante, hoy por hoy, de que lo venden lo venden. Las religiones venden humo, pero ese humo ha pasado por heterogéneos procesos de confección espiritual y refinamiento moral para llegar exacto y concreto a la vidriera del inagotable mercado de la fe.
En esa medida, ¿qué produce o fabrica la prostitución? El deseo, el erotismo, la sexualidad, la seducción ¿no? Palabras abstractas, incluso vagas, que superan las herramientas humanas esenciales para ejecutar el posterior intercambio de placer por dinero: penes, vaginas, tetas, culos, pieles, etcétera. La prostitución se sirve de determinados medios de producción “naturalmente incluidos en nuestros cuerpos” que a su vez están aglutinados y guiados por una entidad más grande que supone lo que Marx llamó “fuerza de trabajo” o, lo que es lo mismo: la capacidad física y mental, inherente a todo ser humano, de realizar determinado trabajo.
—Y es que ser puta, una buena puta, te lleva mucho tiempo. Primero son años de trabajo para llegar a serlo y después optimizarlo es una cosa diaria, tienes prácticamente un horario de oficina en el que no paras de trabajar y proyectar tu trabajo y reinventarlo y buscar estrategias para mejorarlo. Los clientes buscan el momento, la concreción, el estallido y te pagan por eso, pero no por todo lo que se esconde detrás del instante carnal que, si fuera valorado dentro del servicio, de seguro todas las putas seríamos millonarias –dice rápidamente Norah, una prostituta cubana, antes de dar la última pitada a su agonizante cigarrillo.
La Plaza Miserere, ubicada en la zona de Once del barrio Balvanera de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, es un hervidero de gentes de todos los colores y tamaños. Como es normal en cualquier judería del mundo, la vida es vida porque hay comercio. Allí se consigue hasta lo inimaginable. Para 2015 se estimaba que había cerca de 6000 negocios (de todo tipo) funcionando con la debida licencia, fuera de los ejércitos de manteros y mercaderes ambulantes que apresan al transeúnte con su licenciosa informalidad.
El comercio sexual también hace parte del paisaje cotidiano, las 24 horas del día, los 7 días de la semana. Un amplio muestrario de prostitutas y travestis, jóvenes, viejas, gordas, flacas, limpias, sucias, caras, baratas, habitan las esquinas y las calles del sector, mimetizándose entre la turba andante y destapando de vez en cuando medio seno o dejando al descubierto el fogoso encaje de unas medias veladas que se disipan entre las nalgas. También hay papelitos por doquier con fotos y direcciones y teléfonos para acceder a infinidad de servicios instantáneos en casas o departamentos ubicados clandestinamente y a los cuales se accede con claves o sobrenombres. Arsenales de hombres y mujeres desfilan delante de sí mismos para negociar una obscenidad, una fantasía, un gemido o la simple y anónima humedad de sus cuerpos.
—Si tú te tiras en una cama y yo me pongo encima puedes tardar mucho en terminar, pero si yo me muevo, te digo cosas, hago gestos, te consiento, vas a acabar más rápido y eso es ganancia para todos porque el tiempo es oro, papi, acá y en Marte. Por la vagina, el culo o por la boca solo entran pijas, mientras que por los ojos o por los oídos entra de todo. La puta, antes que nada, debe saber calentar con sus palabras y ahí el cuerpo siempre es secundario. Eso de que las putas jóvenes son mejores es mentira por la sencilla razón de que son inexpertas –arguye Norah, en Los Talentos, una pizzería ubicada en la justa intersección de la calle Catamarca y avenida Rivadavia.
La conocí en Plaza Miserere, al lado izquierdo del mausoleo de Bernardino Rivadavia (el primer presidente de la historia argentina). Llegué a ella gracias a un amigo porteño que frecuenta la zona para comprar cocaína y que, despabilado por la belleza mestiza de Norah, una tarde la encaró, negoció el asunto y se fue con ella a una pieza cercana. Él me dijo en qué horario podía encontrarla y cómo debía abordarla. Pavadas. A los pocos días fui al lugar, pregunté por ella a unas prostitutas que hacían lo imposible por exaltar su procedencia caribeña (eran dominicanas) y ellas me la señalaron, no sin antes ofrecerme sus servicios y, ante mi caprichosa negativa, hasta se animaron a lanzar algunas querellas a propósito del éxito de “la cubana”. Pregunté si era la única cubana que conocían y una de ellas, me dijo, con su prominente escote entre las manos: Chico, pero tú lo que tienes es una fijación, nosotras somos mejores, vení y probá.
—Hola, papi, ¿cómo estás? ¿Qué quieres hacer bebé? –me dice Norah, casi al oído, en medio de decenas de veloces transeúntes.
—¿Cuánto cobras la hora? –respondo.
—Depende, mi amor, de lo que quieras hacer, pero así nomás, lo que es oral y vaginal 500 pesos, con pieza incluida, pero si ya quieres colita o algunas otras cosas te sale 750.
Le explico que lo que me interesa es conversar con ella, sobre su oficio, su vida y claro, sobre Cuba. Y que estoy dispuesto a pagar por su tiempo. Ella asiente y puntea “yo de Cuba no sé nada, hace ocho años que no voy por allá, te hablo de lo que quieras, pero no de cosas de la gente con la que trabajo ¿entiendes? Y ahora mismo no puede ser, mis jefes me están mirando, mañana a las 13, en esa pizzería nos vemos ¿Te queda bien?”.
Al día siguiente llegué a la pizzería a la hora acordada. Ella demoró poco más de media hora. No se excusó por la tardanza y, antes de sentarse, pidió dos porciones de pizza mozzarella con fainá y Sprite. Después me invitó a fumar a la entrada del local. Vestía con gorra de los Marlins de la Florida, gafas oscuras, un largo saco azul, calzas negras y zapatillas deportivas. ¿Dónde naciste? Pregunto. “En Sancti Spíritus, en 1983”.
Su ensortijado cabello ostentaba un artificioso color castaño y sus uñas iban pintadas de rojo “sangre de toro” especificó. Su pecho, aunque oculto por el saco, se veía abultado y su anchurosa cintura destacaba una figura finamente arqueada.
¿Estás operada? -Inquiero. “No, olvídate, todo esto es natural, 100% cubano y no te imaginas cómo era cuando llegué a Argentina” confiesa, exponiendo una sonrisa contundente y dándose una vuelta de 360 grados.
—Al principio no me gustaba esto, pero tenía que hacerlo para sobrevivir. Comencé en los años 90s, cuando en Cuba hubo una crisis de la que no quiero acordarme. Tenía 14 años y a mi pueblo llegó el rumor de que como jinetera se podía salir adelante. Para mí la diversión y la aventura siempre estuvieron fuera de casa y me crié con mi abuela, entonces no tenía muchas prohibiciones. Un día decidí irme para La Habana, con una amiga, a probar. Ella conocía personas que nos iban a decir qué teníamos que hacer y dónde. Al principio todo fue muy difícil, empezamos parándonos en el Malecón y esperábamos a los turistas o hacíamos señas a los autos que pasaban. Corría muchos riesgos, por ejemplo, podía ir presa porque allá uno no puede trabajar y vivir en cualquier lugar, sino solo donde nació y de ahí para adelante todo lo que te puedas imaginar que puede pasar en la noche, entre borrachos y drogados que buscan sexo. Si ser mujer no es fácil en este mundo, ahora piensa en lo jodido que es ser puta. He aguantado golpes y los he devuelto, me he deprimido, he sentido hambre y he visto y vivido de cerca el dolor. Pero bueno, uno se acostumbra y también se vuelve valiente. ¿Escuchaste la canción de los Cadillacs que dice que la vida es para vivirla mejor? A mí me gusta porque me identifica, si uno está en una pesadilla debe saber que en algún momento tiene que despertar y después ya fue, seguir adelante.
—¿Qué fue lo que más te costó al principio?
—Era una niña y creía en el amor, entonces fue complicado eso de separar el sexo del afecto.
—¿Qué has aprendido desde que entraste a ese mundo?
—Chico, ese mundo es tu mundo, y es como cualquier otro. He aprendido muchas cosas, pero siempre recuerdo una frase de un español que me buscaba cada vez que iba a Cuba. Una vez, después de acostarse conmigo, me dijo: Paso mucho tiempo solo y la soledad es mala consejera, cuídate de ella. Aún no logro interpretar el sentido de eso y no sé por qué se me quedó.
—¿Te has sentido estigmatizada o denigrada?
—No me siento estigmatizada, lo hago porque sí necesito dinero, pero también lo disfruto, y creo que eso es algo muy cubano, nosotros somos muy sexuales y en algún momento llegué a darme a cuenta que jinetear en Cuba era normal, como aceptado socialmente, sencillamente porque era una forma de ganarse la vida honradamente entre tanta dificultad. Allá la infidelidad se pasa o tener hijos con padres diferentes no es mal visto o incluso no hay nada más natural que empezar a tener relaciones sexuales rápido. Yo, por ejemplo, me inicié a los 12 en un juego infantil que consistía en hacer lo que veíamos que hacían los mayores. De hecho, de los mejores negocios que hay en Cuba, además de jinetear, es vender ron y habanos, todo ilegal, claro, porque mi país es el país de la trampa y no hay quien no la ejerza para sobrevivir. También recuerdo a muchas parejas de amigos que para poder sobrevivir se prostituían por separado y todo el mundo lo sabía y ellos seguían con su vida como si nada. La prostitución es una oportunidad en un país como Cuba en el cual las puertas del dinero están cerradas para todos, menos para los dueños de la Revolución. En fin. Para mí esto de ser puta es un negocio redondo y me siento orgullosa de lo que soy.
—¿Tienes hijos?
—No, pero eso ha sido como un destino biológico. Sencillamente no puedo tenerlos porque sufro de anovulación. Mis compañeras dicen que es genial por obvias razones ¿no? Pero si me preguntas si me gustaría tenerlos te digo que sí, debe ser una experiencia hermosa. No entiendo cómo hay madres que los abortan.
***
Hay pensamientos de placer en la maldad. Tal vez por eso el universalísimo veto moral a las expresiones de la sexualidad públicas o carentes de pudor. Las prostitutas son malas porque son libertinas y, a su vez, el placer es malo porque libera. Y todo lo malo genera culpa y la culpa es la fórmula de salvación ante el pecado. Eso quiere decir que si la sientes estás redimido, y si no, estás condenado; condenado no solo en términos estrictamente religiosos, sino también dentro de los márgenes social y culturalmente tolerables, los mismos que llevan a la mujer –no al hombre, que tiene toda una horda de privilegios y beneplácitos históricamente concertados- a automarginalizarse, simplemente por hacer pleno uso tanto del libre albedrío, como de su cuerpo individual.
El cuerpo, esa “catedral” de la que ninguna de ellas es dueña y que hay que respetar y cuidar porque es prestada, para la reproducción y no para el placer. Lo que más saca al puritanismo de sus ropas, literalmente, es que el cuerpo sea usado, por una parte, en pro del beneficio económico y no en favor del calco sentimental impuesto por el statu quo y, por otra, que dicho fenómeno de intercambio aluda escuetamente al goce y al placer como medios que justifican el fin.
***
Norah huele a perfume barato. Sus lentes reflejan el acelerado devenir de la calle. De las dos pizzas solo come una. Ya no hay Sprite. Sobre la mesa varias servilletas permanecen marcadas por su labial rojo. Rojo escarlata, asevera. El fainá lo rechaza porque, según dice, no le sabe a nada. Norah fuma cuatro cigarrillos en menos de una hora. No demuestra prisa. Es una mujer sosegada. De voz suave y apacible.
—¿Cómo llegaste a Argentina?
—Eso me avergüenza, pero bueno, sucedió: engañé sentimentalmente a un argentino para poder salir de Cuba. No me gusta recordarlo, siento que tengo una deuda impagable con él. Le rompí el corazón de una manera irreparable, inhumana: jugué con él para mi propio beneficio. Mentí. Engañé. ¿Entiendes?
—¿Cómo fueron los primeros meses en Argentina?
—Complicados. Yo llegué en verano a Rosario, a la casa del argentino este. De ahí tardé algunos meses en ahorrar algo de dinero trabajando en un quiosco y un día me escapé para Buenos Aires, sin conocer a nadie. El primer invierno terrible. Me enfermé mucho porque no tenía ropa de nada. Dormí en una pensión por Constitución y ahí empecé a meterme en el negocio. Una época muy oscura de mi vida que gracias a Dios pude superar.
—¿Qué piensas del hombre argentino en relación con el cubano?
—Son diferentes, claro, pero hombres, al fin y al cabo. Yo te digo desde mi lugar de puta. Todos buscan por fuera lo que no se animan a disfrutar en su casa, en eso todos son como animales. Se olvidan de que uno también tiene corazón y que por más que estén pagando no les perteneces. El hombre cubano es más charlador, más dulce, intenta tratarte bien, digamos que se toma su tiempo, mientras que el argentino quiere polvos rapiditos, es más frío y mandón. Como yo ya sé cómo son, entonces desde el principio les marco la onda. Pero a todos les digo, desde el momento en el que tranzamos: yo no soy puta, soy una emperatriz del encanto.
—¿Qué te gusta de Buenos Aires?
—La libertad y el anonimato que brinda. Es cierto eso de que es la ciudad de la furia. Sus noches están hechas a mi medida y desde que llegué siento que son mis mejores aliadas.
—¿Qué extrañas de Cuba?
—A mi abuela la extrañaba, hasta que murió. Ella me enseñó a ser mujer y a quererme y valorarme como tal. Nunca me juzgó y siempre me alentó a luchar por mis sueños. No me perdono no haber vuelto a Sancti Spíritus a verla, pero bueno, si me hubiera decidido a ir, tal vez no estaría acá y en cambio, estaría allá, encerrada.
La conversación de Norah posee destellos de lucidez. Sus palabras van desnudas, bailando, una tras otra, cimentando una particular profundidad y afianzando un campo de indecible sensibilidad. Me confiesa que le encanta la poesía: la Pizarnik, la Storni. Así las llama. Pero nada como los versos de José Martí, añade y, ante mi insistencia, recita cuatro, que terminan de revelármela completamente: Yo vengo de todas partes / Y hacia todas partes voy: / Arte soy entre las artes / En los montes, monte soy.
—Mi abuela me inició en Martí, ¿sabes? El mejor cubano de todos los tiempos. Ella podía recitar poemas enteros de él y decía que después de él no valía la pena ni escribir, ni pensar, sino solo alimentarse para mantenerse viva y poder seguir leyéndolo y memorizándolo.
—¿Tus amistades?
—Tengo un amigo peruano que lo conocí como cliente ya hace algunos años, pero después todo fue cambiando y un día nos vimos hablando de todo sin pensar en nada más que en la conversación. Él me pagaba para que nos encontráramos, pero era absurdo que yo recibiera el dinero si no estaba trabajando, entonces le propuse que saliéramos en nuestro tiempo libre y fue así como nos hicimos amigos. Después tengo muchos conocidos, pero nadie importante. Disfruto mucho de mi soledad, quizás porque me he acostumbrado a ella y por eso recuerdo tanto la frase esa del español, porque a mí me pasa todo lo contrario: la soledad es mi mejor consejera.
—¿Odias algo de tu oficio?
—Sí, claro, odio esos hombres que quieren hacerlo en cualquier lado. Siempre prefiero una habitación, incómoda, fea, sucia, no me importa. Ante todo, la intimidad. Odio a las putas que creen que ser puta es estar jodidas, ser chorras, drogadictas, que son malas madres y peores personas, y no se dan cuenta que el oficio hay que llevarlo bien, con dignidad porque es lo que nos da de comer, lo que nos mantiene a flote.
—¿Y lo que más te gusta?
—Es muy adolescente, hasta alocado, pero el peligro y la adrenalina de ser puta es lo mejor, eso de no tener más protección que el propio instinto y la intuición. También me gusta que una puede ser varias mujeres gracias al maquillaje, la ropa, los accesorios. Un día soy rock, al día siguiente oficinista y después ama de casa y nunca dejé de ser ni coqueta ni puta.
—¿El amor?
—Estuve en esas una vez y él murió, y con él se me apagó la llama. Para siempre. Creo.
A Norah, la persona común y corriente, la vida le ha dado muchas vueltas, pero ella no ha perdido su centro de gravedad.
A Norah, la puta, la vida aun no la ha quebrado. O por lo menos, si eso ya pasó, sabe ocultarlo muy bien.
Pasamos casi dos horas charlando. Saco 500 pesos. Pongo los billetes sobre la mesa y se los acerco. No los recibe, explica que no está en horario laboral, que basta con que pague la cuenta y que además nunca nadie se había interesado tanto por su humanidad, dejando de lado su apariencia, su escote o sus caderas. Ni siquiera su amigo el peruano, con el que apenas logra compartir la indestructible sed del desarraigo. Gracias, me dice, mostrándome la espalda y dejándome la imagen de sus delicados labios, pintados de rojo, no escarlata, sino rojo amanecer.
* Para adquirir el libro escribir a la editorial 9editores.
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