Perdieron. No sabían cuánto iba a durar y perdieron. Justo cuando las cosas terminan y los finales no tienen nada que ver. La caída es obvia para todos y ya no es sorpresa que algo se estrelle contra el grado 0 de Estado. La ética de la desesperación no encuentra culpables y a los malos ya no se les gana tajeando el pantano porque los cierres son silenciosos. Un librero que se convierte en mantero y no se da cuenta, la dueña de un lavarrap que lavaba la ropa de todo un barrio cierra y se lleva todos los secretos de la cuadra, 6 mozos lloran mientras esperan un remate detrás de una barra de aluminio, 4 pares de cadenas separan a los trabajadores del tenedor libre de su último cliente. Médicos de un policlínico atienden a 200 chicos con linternas mientras se está cayendo el techo.
La agenda de lo que se merecían no ordena más un país de intenciones largas y brazos cortos. Los finales se llevan la metáfora o la metáfora se lleva el final. Eso es finales, un registro íntimo de la caída pero en movimiento. En un tiempo en donde los desalojos son de día y pacíficos y los finales un nuevo punto de partida, nadie sube a la montaña para morir, porque el final no le da a nadie el poder que no supo construir antes.
La última merienda de Bayer y la pelea por sacar las galletitas del fondo de la taza, la resurrección del turco Asís, la confesión de Ulanovsky para entender y no para formar parte, el truco de Neustadt para volver en un tiempo nuevo, el Mickey final de Héctor Ricardo García y el secreto de las placas rojas, el show prohibido de Pablo Lescano en donde no pudo hablar, la pelea final de Miguel Bonasso, sus recuerdos de la muerte y del hombre que no sabía morir. Todos apilados en la nuca de la historia.
El final de una relación, el final de un libro, el final de una época, el final de una vida.
Los perros viejos mordieron bien, los borrachos rotos soñaron bien, los abuelos italianos pelearon bien, los brazos flacos pulsearon bien, los que esperan la quimioterapia rezaron bien, las sabanas manchadas con vino secaron bien, las mascaras de sal sonrieron bien, las ganas de justificarse murieron bien. Pero, para algunos, aguarda siempre la misma autopsia. Los finales hicieron con las intenciones lo que la Argentina hizo con todos: Derrotas cotidianas, victorias imaginarias. Pero a veces no es el final, es época y los finales que quedan no tienen que ver con nosotros. Es algo tan brutal que se refleja en todos. Un juego perverso de sombras ensayadas. El problema de armarse en los finales a oscuras es no saber hasta dónde estamos rotos.
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