Rabanal, o la vida escrita

El autor de “Largavistas” y guionista recuerda a su suegro, el escritor argentino fallecido en Uruguay. Un repaso por su obra y vida, desde el amor y la admiración

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Luciando Olivera y Rodolfo Rabanal
Luciando Olivera y Rodolfo Rabanal

Necesito escribir algo que sea digno, tengo que despedir a un escritor. Siento la responsabilidad del trompetista en el funeral de uno de los suyos. Igual se me pasa rápido, la razón es sencilla. Yo no fui uno de los suyos por colega, eso me queda enorme y pequeño a la vez. Yo fui uno de los suyos por algo mucho más importante, por amor. Desde ahí hablaré.

La noticia dirá que esta madrugada, en Uruguay, murió Rodolfo Rabanal, el autor de El Apartado, Un día perfecto, La vida brillante y muchas novelas más, decenas de cuentos, varios ensayos. También dirá que se fue el periodista y columnista de Clarín, La Nación, La Opinión, de la legendaria Panorama, de Página12. Recordará que ganó el Premio Municipal, que fue finalista del Rómulo Gallegos. Algunos quizás mencionen que quien le dio el gran sí a El Apartado fue nada menos que Enrique Pezzoni, o que en una noche de copas Lamborghini le avisó que, después de haber escrito ese libro que la crítica amó, sólo le quedaba retirarse, o pegarse un tiro.

Es curioso. Rápido me doy cuenta de que no sé tanto del Rodolfo escritor y periodista. Será que el que yo conocí era uno que, en bermudas y remera, me esperaba en Pinamar o en Punta del Este cada vez que llegábamos a su casa siempre abierta y me decía “dejemos a las chicas, vamos a tomar un café”. Y allá salíamos, a usar las horas en charlas interminables en las que yo me sentía una esponja que ya no podía más de intentar absorber la sabiduría de una mente brillante.

Una mesa, libros y cientos de horas de charla literaria
Una mesa, libros y cientos de horas de charla literaria

Llegué a Rodolfo por amor. Me enamoré de Rocío, que junto a Juan e Isabel fueron sus hijos, en otra prueba irrefutable de que la sangre no importa. En esa familia, Rodolfo no estaba solo. Su compañera era (es, eso no se deja de ser nunca) la bella y enorme Cristina, una especie de tromba capaz de albergar pollitos como una mamá gallina, editar una revista de actualidad y mantener una discusión sobre los presocráticos, todo a la vez. Cristina y Rodolfo se encontraron para tener al lado a alguien a su altura. Vaya si lo lograron.

El Rodolfo que yo conocí tenía encima tantas marcas como vida vivida y escrita. Era el que había nacido en Pompeya, en una familia de punteros radicales a la que los vecinos le tocaban el timbre para pedir desde un trámite en la municipalidad hasta por un hijo que había caído en cana. Era el que había estudiado humanidades y las había dejado para lanzarse a la pasión que lo quemaba: escribir. Era el que había sido parte de los dorados 60, el que no se sumó a la lucha armada, el que buscó por cielo y tierra a su hermano hasta que lo encontró. Era el que se exilió en París, conoció a Cortázar y a tantos más, trabajó para la UNESCO y para Jack Lang, el que volvió con la democracia y fue Subsecretario de Cultura de Alfonsín. Era el que escribía con las chicas saltándole encima, el que supo vender decenas de miles de ejemplares y ser “de culto” a la vez, el que puso sobre la mesa la discusión sobre lo mal traducido que estaba Salinger. Era el profesor de la UBA al que sus alumnos amaron, el que daba clases en su estudio de Punta del Este, el que decía que era hincha de Huracán pero no le gustaba nada el fútbol, tanto que a su casa le había puesto “La Academia” y no entendía por qué a mí me molestaba pasar mis vacaciones allí. Era el que defendía sus ideas con pasión, el que se enojaba y después te buscaba para arreglarla, el que no sabía hacer un asado y se reía cuando le decían que para esas cosas era un completo inútil, el que fue generoso con la generación que le siguió recomendándolos, abriéndoles puertas, enseñándoles todos sus trucos.

Algunas veces me llamaba a su escritorio, un santuario que se ganó luego de años de teclear en cualquier lado, para mostrarme algo en la pantalla de la computadora y entonces yo leía, antes de la edición o corrección, los párrafos en los que estaba trabajando. Era como ver a Beckett en calzoncillos. Un día le conté que estaba trabado, que no lograba encontrar la idea. “No importa la idea, importa el lenguaje” me contestó un Rabanal auténtico. Admirador hasta la devoción de Gombrowicz, lector voraz de los clásicos, de la filosofía, curioso de la física, experto en los griegos, en Borges, en Dante, murió enseñando y aprendiendo hasta el último día.

En El Apartado, aquel gran experimento narrativo que lo presentó en sociedad para siempre, escribió:

“…y entonces, cuando llegue la hora de la carencia absoluta de instrumentos, cuando ya no haya nada que agregar al balbuceo gráfico porque no hay con qué agregar, no habrá modo de dar cuenta de todo esto, no habrá modo de explicar la urgencia de la primavera…”

No habrá modo de explicar la urgencia de la primavera... No, claro que no. No tengo modo de explicar la urgencia de esta primavera hija de puta que te llevó, amado Rodolfo.

A tu último libro le pusiste La vida escrita y termina diciendo:

“...desvelado. Estoy solo en la cocina mirando la tetera celeste. Son las dos y media de la madrugada. Apenas un aroma a chocolate. Esta noche desertaron de mí todos los argumentos”.

Dios mío. No imagino mejor línea para contar el final de la vida de un escritor.

Por suerte, mejor dicho, por obra del amor, no te fuiste así de solo sino de la mano de Cristina, vivirás en tus libros, en la mente de todos los que te admiramos y en el corazón de quienes te quisimos con locura.

Te despido, mente brillante, soplando fuerte la trompeta, en el medio de un prado urgido de primaveras, anunciando el final de todos los argumentos y el principio de todos los recuerdos.

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