Adelanto de “El apasionante origen de las palabras”, de Daniel Balmaceda

En este nuevo libro, el historiador argentino indaga en las raíces de términos y frases de uso común de manera novedosa, a través de sus historias y los personajes que las acuñaron

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“El apasionante origen de las
“El apasionante origen de las palabras” (Sudamericana), de Daniel Balmaceda

El lenguaje informal

De la costumbre de buscar que la dama sentada se incorporara para ir a la pista a bailar, surgió la palabra “levante”. En la jerga de la delincuencia de los años 20, un ladrón con prontuario limpio era conocido como “piolín” (“limpio” al revés). Allí se originó la frase “quedate piola”, que significa: “no te metas en líos”. Luego pasó como calificativo del canchero, superado: “el piola”. A los que no eran de la ciudad, los nombraban “pajueranos”. Era por su forma de pronunciar “pa’juera” (para afuera). En nuestro vocabulario, el lenguaje informal tiene mucho peso. El lunfardo, los idiomas autóctonos y tantas otras jergas nos han dejado infinidad de términos que usamos con naturalidad. En el aparato digestivo de varios animales —por ejemplo, de la paloma—, el buche es el espacio donde guarda comida que consume de a poco. De ahí creamos “hacer buches” y tildamos de “buchón” al que cuenta algo que tenía guardado en el buche. “Bochinche” pertenece a la familia de buche bajo el concepto de barullo, alboroto. El mecanismo del engranaje consiste en dos o más ruedas dentadas que interactúan. El movimiento de una de ellas, a través de un impulso, posibilita la acción de la siguiente. Se dice que estas ruedas engranan cuando los dientes de una encajan en la cavidad de la otra. ¿Y cuando una persona está enojada y junta los dientes? También “engrana”. “Al tun tun” se formó de la frase latina ad vultum tuum que significaba: “como a vos te parezca”.

Gran cantidad de voces coloquiales se diseminaron desde España. Un ejemplo es “marchanta”. La acción se conocía como “lanzar monedas a la manchancha”, una simplificación de “mano chancha”, es decir sin orden ni prolijidad. El uso a través de los años la transformó en “marchanta”. Otro: la pijota es la cría de la merluza. El pescador la devolvía al mar por insignificante. A los que no lo hacían, los llamaban “pijoteros”. Al olor que emana del moho se le dice Muff en alemán y muffa en genovés. Figuradamente, el término “mufa” se emplea para señalar a alguien que aparentemente desprende un aroma que no es agradable y todos quieren alejarse de él. Su contracara es el “buena onda”, que debemos a las ondas hertzianas de la radio. En un principio, “estar en la onda” significaba estar informado y actualizado. Pero, a través de la jerga, “tener buena onda”, al contrario de la mufa, quiere decir desprender una energía buena, positiva. Party (fiesta en inglés) pasó al francés donde surgió partouser para referirse al que participaba en una orgía (palabra que antes tenía un sentido menos específico del que le damos hoy). Los franceses crearon partouser y nosotros: “partusa”.

Si bien, “le cayó la ficha” sigue usándose, el origen nos transporta a otros tiempos de la comunicación. En los teléfonos públicos, caía la ficha —o moneda— porque la llamada había sido atendida del otro lado de la línea. Entonces, uno podía empezar a hablar. Decimos que a alguien “le cayó la ficha” (en su mente) cuando empieza a entender. El chimango es un ave escurridiza y de poca carne. El cazador sabe que no vale la pena “gastar pólvora en chimangos”. La garrofa es una guinda de gran tamaño; el “error garrafal” es uno más grande que los habituales. El bledo es una plantita sin sabor. Por lo insignificante que resulta, “me importa un bledo” es una forma de decir: “me importa poco y nada”. Lo mismo vale para comino y rábano. La expresión “viene al pelo”, que empieza a resultar anticuada, significa que algo está bien. Porque si la mano lleva el sentido del pelo, es lo correcto. En cambio, al pasarla a contrapelo, genera un desorden o desprolijidad. En el norte argentino se le decía “plumero” a la mujer liviana, ligera, que mantenía relaciones con varios hombres. “Más loca que un plumero” —también encaminada al desuso— es equivalente a “más loca que una cabra” o “que una gallina”, ambas muy dadas, también. En el Perú del tiempo del virreinato, había sombreros de pelo de castor. Quien no podía pagarlo, usaba pelajes baratos, es decir, “de medio pelo”.

La frase original era: “¡A papá mono con bananas verdes, no!”. La empleaba aquel que sabía mucho de un tema cuando alguien menos preparado quería explicarle de qué se trataba tal asunto. Fue reduciéndose hasta quedar en: “¡A papá!”. Del lenguaje escolar tomamos “chupamedias” y “bochado”. Al servil, obsecuente y genuflexo se lo compara con el perro que anda atrás de alguien, olfateándole (“olfa”) las piernas y lamiéndolas como un “chupamedias”. En el juego de bochas, se dice “bochada” a la que es sacada de su lugar por otra. De ahí surgió el sentido de rechazado. Y también, el “bochado” de los exámenes. Los lobos marinos, lentos y torpes en tierra, pertenecen a la rama de los otáridos y generaron “otario” para referirse a aquel que es fácil de embaucar. “Globo” se le decía a la mentira que exageraba hechos, inflándolos como un globo. De ahí también viene “bolazo”, una bola grande, inflada. “Dar manija” es estimular con palabras a alguien con el objeto de sacarlo de un estado neutral o pasivo. Proviene de la manija que se les daba a los primeros autos para que arrancaran. Primero se usó “estar manijeado” (acelerado, ansioso) y luego se transformó en “estar manija”. El vocablo también arraigó en el lenguaje del campo. De las tres boleadoras, la más chica recibe el nombre de manija porque es la que se toma para lanzar. “Andar como bola sin manija” es hallarse perdido, desorientado.

Bond era una empresa inglesa de tranvías en Brasil. La población los bautizó: bondi. En la Argentina, se copió, primero para señalar al tranvía y luego al colectivo. En España y otros países americanos, “lance” es la acción de echar la red para pescar. De ahí proviene el “lancero”, que intenta varias conquistas amorosas a la vez. Se llama “bandas” a los bordes internos de la mesa de billar. “Quedar en banda” plantea una posición difícil e incómoda, que es cuando la bola queda en ese borde y complica el tiro de quien le toca jugar. También asociada con el billar, existe “dar bola”. Esta expresión tiene una homónima en juegos de cartas y también en una antigua fórmula española (“Dale bola”) que denota enfado. Sin embargo, la acepción más informal es, como adelantamos, del billar. “Dar bola” es lo que ocurre cuando un competidor sopesa las dificultades de su próxima jugada y resuelve realizar un movimiento improductivo para ceder el turno a su contrincante. De esta manera, le “da bola” al otro para que juegue. En cambio, si puede ir resolviendo cada carambola sin entregar el turno, podría ganarle sin haberle dado bola. Pero el asunto no termina ahí. En los bares con billar del 1900, cuando entraban jóvenes que podían poner en riesgo el paño, los jugadores expertos apelaban al vocabulario habitual y le decían al mozo, encargado de habilitar la mesa: “A estos no les des bola” (para que no jugaran). De ahí nos vino: “No dar bola” y también, “no dar bolilla”.

“Faso” llegó desde Italia porque fascio (fajo, atado) era la forma en que se expendía el tabaco. De hecho, al paquete de cigarrillos aún se le dice “atado” porque se mantuvo la costumbre de tenerlos unidos por un hilo como antes se hacía con el tabaco. A comienzos de los años 30, cuando alguien le pedía una pitada a otra persona, el dueño del cigarrillo, que no quería que se lo humedecieran con labios ajenos, decía: “Seca, eh”. Con el tiempo, eso llevó a que, al pedir una pitada, se dijera: “¿Me das una seca?”. Quilombo era el refugio al que acudían los esclavos africanos que escapaban de sus amos. Por ser una guarida, se les dio ese nombre figurado a los prostíbulos. Otro trío de anticuadas. Pirulo era un tipo de perinola. Cada año era una “vuelta de pirulo”. Luego se simplificó y hoy cada año es un “pirulo”. “Lastrar” viene de lastre, el peso, la carga que lleva una nave. Al lastrar (es decir, al comer), nos metemos peso en el cuerpo.

El verso español: “Tienes la botica abierta y el boticario en la puerta”, para advertir a un caballero que no tiene el pantalón completamente abrochado, nos exime de comentarios. Cerramos con unas más actuales para compensar las que denotan años. Las primeras son breves: wheel es rueda en inglés. Hacer un wheelie es andar en una sola rueda. Los árabes hacían tinturas con polvo de al-hinna, un arbusto que los españoles llamaron alheña. De ahí vienen los “tatuajes de henna”. En 1920, Max Pohlig y Ernest Gottschall patentaron en Hannover un zanco con resorte para entretenimiento. Usando las dos primeras letras de sus apellidos, lo bautizaron Pogo. De ahí viene el “pogo” o saltos descontrolados de los recitales, que fueron implementados por los punks y hoy se han esparcido al rock y todas sus variantes.

Daniel Balmaceda
Daniel Balmaceda

Mandarse la parte

En el siglo XVII, aquellos actores a los que no les tocaban papeles principales en una obra de teatro, igual tenían derecho a participar del reparto de la recaudación. Se los llamó “actores de reparto”, denominación que aún se mantiene. Otra forma muy habitual para referirse al papel fue el término “parte”. El Diccionario de Autoridades, en la fracción escrita en 1737, dice acerca de “parte”: “Entre los comediantes es cualquiera de los papeles”. Sumemos un dato: en lenguaje coloquial, “mandarse” significa hacer algo con resolución. “Mandarse la parte” es fingir lo que uno no es. “Taquilla” es el diminutivo de taca, palabra española que significa alacena pequeña. En una escala de tamaños, colocamos la alacena, la taca y luego la “taquilla”, que era el mueble donde el fondero guardaba el dinero y hoy asociamos a la recaudación de los espectáculos. En la jerga teatral inglesa se dice que el día del estreno los actores tienen “butterflies in the stomach” (“mariposas en el estómago”) por los nervios de la primera función.

Por otra parte, el “abucheo” (el hucho es el “grito para llamar al halcón”) era la reacción negativa ante la demora en el inicio de la obra o frente a una actuación poco feliz. Es costumbre desearles a los actores “mucha merde”, apelando al francés para rebajar un poco la palabra de dudoso gusto. ¿De dónde surge semejante frase de aliento? La merde que se menciona proviene de los caballos y la versión más aceptada sostiene que en las principales ciudades europeas, a comienzos del siglo XX, un amontonamiento de desecho del equino en la puerta del teatro significaba una considerable asistencia de espectadores y, asimismo, una auspiciosa recaudación. Desear mucho estiércol en la entrada era augurar una función a sala llena.

Para bajar el telón al capítulo, un clásico final: en la época medieval, las obras de títeres terminaban con todos los muñecos peleándose y muchos quedaban sin su cabeza. Era muy celebrado y risueño. De aquel tiempo nos llegó la frase acerca del que desacredita a un grupo de personas, sin excluir a ninguno: “No dejó títere con cabeza”.

Tomarse el olivo y los embolados

Lleva un tiempo largo el debate sobre las corridas de toros, una actividad que se inició en la Antigua Grecia y que pasó a gran cantidad de ciudades de América. Pero más allá de la polémica, debemos saber que hay frases y palabras que se originaron en dicha actividad. Entre las más sencillas de advertir figura: “lanzarse al ruedo”. Se decía de aquellos espectadores que saltaban las vallas para pasar a la arena y participar de la acción con riesgos. “Tomar al toro por las astas” es enfrentar con resolución y sin rodeos un problema. Menos evidente resulta “tomarse el olivo”. Lo primero que debemos aclarar es que este “tomar” no es sinónimo de asir, como lo era en el caso de las astas mencionadas. Aquí significa: “ir, dirigirse”. Esta acepción la advertimos en: “tomar hacia la derecha” o en “tomar taxi” o cualquier otro transporte. Esta idea proviene de un clásico concepto de la marinería: “tomar viento” o “tomar el viento”, necesario para transportarse en las embarcaciones a vela. Por lo tanto, tomar es dirigirse. Y “tomarse el olivo” se decía del torero o asistentes que en momentos de peligro huían a protegerse detrás de las defensas de madera, más precisamente de madera de olivo. Mucho más cerca en el tiempo, se incorporó la interjección: “¡Tomátelas!” y la moderna “tomarse el palo” con el mismo significado: huir a guarecerse.

La explicación del próximo término tiene más etapas. “Toro embolado” se llamaba aquel a quien se le colocaban bolas en la punta de los cuernos para evitar su acción feroz de defensa. De esta manera, los principiantes podían accionar en la arena sin el peligro de ser ensartados. Hacemos una pequeña escala en “ensartar”. “Sarta” y “zurcir” están emparentadas a través del vocablo latino sarcio (coser). Un conjunto de objetos que fueron colocados para ser unidos por un hilo o una soga es una “sarta”. Por ejemplo, las perlas se ensartan en un collar. A partir de ese concepto se avanzó en la idea de aquel que es ensartado por un puñal, una lanza o el cuerno de un animal. Estábamos con el inofensivo toro embolado. Para los fanáticos de las corridas, el embolado no podía compararse con los toros de cuernos en punta. Esta expresión se usó en la jerga teatral de España en el siglo XIX. A quien le tocaba un “papel embolado”, encarnaría un personaje de poca acción, deslucido y aburrido para el público. De ahí vino “bolo”, que aún se emplea como sinónimo de papel breve, sin mayor relevancia. Leemos en La Nación de Madrid, del 14 de noviembre de 1864: “…salió de entre los bastidores a recitar su insignificante papel, su embolado, como diríamos en términos técnicos”. O en el también madrileño La Época, del 8 de octubre de 1899: “No estuvo tan afortunado como los citados artistas el señor Echaide; pero justo es decir que su papel era lo que en el argot teatral se llama un embolado”. Y luego esta palabra se convirtió en sinónimo de aburrido.

Pampa y la vía

Luego de que Juan Manuel de Rosas fuera vencido por Justo José de Urquiza en la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852, los terrenos de Buenos Aires que le habían pertenecido pasaron a manos del Estado. La mayor superficie, en Palermo y Belgrano, se convirtió en Parque 3 de Febrero, que en su nombre recuerda la fecha de aquella batalla. El inmenso pulmón de la ciudad se inauguró en 1875. Al año siguiente comenzó a funcionar el Hipódromo Argentino —también llamado Hipódromo de Palermo— en las avenidas Vértiz (hoy Libertador) y Dorrego. En 1877, en el rincón más alejado de aquellas tierras confiscadas se alzó uno nuevo: el Hipódromo Nacional o Hipódromo de Belgrano. Estaba ubicado en el sitio donde hoy se emplaza el espacio conocido como Barrio River. De hecho, el trazado curvo de la calle Victorino de la Plaza permite establecer cuál era uno de los codos de la pista. El restante se ubicaba donde hoy se encuentra el estadio Monumental de River Plate. El Hipódromo de Belgrano fue centro de reunión social y deportiva durante años, por más que estaba alejado del centro. Para llegar hasta el mencionado circo de carreras, las posibilidades eran viajar en tren del Ferrocarril Central Argentino (que al nacionalizarse se convirtió en el Mitre) hasta las Barrancas de Belgrano. Desde allí, caminar o tomar el tranvía a caballo en Pampa y Montañeses, junto a las vías de ferrocarril. La alternativa era el tranvía de la compañía The Buenos Aires and Belgrano Tramways que salía de Plaza de Mayo y terminaba su recorrido en las actuales Libertador y Monroe, a escasa distancia del hipódromo. Esta variante era aprovechada por aquellos que no estaban cerca de las estaciones del ferrocarril. Por ejemplo, le convenía a los que se encontraban en las cercanías de las avenidas Santa Fe y Pueyrredon (se llamaba Centro América).

A fines del siglo XIX, la mencionada compañía de tranvías, perteneciente a la familia Billinghurst, resolvió dar de baja y no renovar su concesión en el tramo que unía Barrancas de Belgrano con el hipódromo. El motivo fue que los apostadores preferían bajarse en las barrancas y caminar las doce o quince cuadras hasta el circo de carreras, con tal de no pagar una tarifa más alta para acceder a ese tramo final. En 1897 se iniciaron los ensayos de tranvías eléctricos. La red comenzó a extenderse y en 1903 se inauguró un trayecto del eléctrico a Belgrano, más precisamente a Pampa y Vértiz. El negocio había remontado y la Compañía de Tranvías Anglo-Argentina (que absorbió a The Buenos Aires and Belgrano Tramways) volvió a tomar la concesión hasta el hipódromo. Pero como una línea autónoma que se tomaba en Pampa y Montañeses y lucía un cartel en su frente que indicaba el destino: Hipódromo Nacional. Los usuarios compraban el único boleto posible, de ida y vuelta, que costaba diez centavos. Al finalizar la jornada hípica, eran varios los desafortunados que habían perdido todo el dinero que habían llevado y ni siquiera contaban con una suma para volver a sus hogares. Lo único que tenían era el boleto de regreso a Pampa y la vía, donde quedaban varados. Allí solían vender alguna pertenencia para recaudar el dinero que necesitaban para continuar su camino. Ese es el motivo por el cuál, la frase “estar en Pampa y la vía” describe la situación del que se ha quedado sin dinero. En 1926 cerró sus puertas el Hipódromo Nacional y se perdió un ingrediente fundamental que permitió gestar la popular frase. El 3 de noviembre de 1935 a las ocho de la noche, aquel tranvía de la Anglo que depositaba a los burreros en Pampa y la vía realizó por última vez el recorrido. De esa manera, desapareció otro de los componentes esenciales de la frase. En 2019, las vías del tren del Ferrocarril Mitre han sido elevadas para eliminar barreras y mejorar la circulación. El Viaducto Mitre pasa por las alturas. Ya ni siquiera Pampa se encuentra con la vía.

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