Tengo que armar un relato. Decido que todo empezó en el primer taller literario al que fui, en el que Romina Paula y Cynthia Edul me contaron sus recetas de escritura, que hasta ahora recuerdo. Entre otras cosas, Romi dijo que ella no podía escribir con el pelo suelto, Cynthia dijo que limpiaba y ordenaba todo el espacio y una vez que estaba todo en su lugar, recién ahí empezaba a escribir. Además, hablaron de lecturas imprescindibles para dedicarse a la escritura. Me hizo pensar en un método y en qué clase de lectora iba a ser de ahí en más.
Me hice una rutina, decidí que yo también crearía mi propio ritual. Me había mudado sola y trabajaba por las tardes, así que la escritura tendría lugar por la mañana, en el silencio de una cocina que, al fin, sería solo mía. Entre 2015 y 2016 el objetivo era poder llevar algo bueno y nuevo al taller. En ese espacio nació “Best friends for ever”, un cuento sobre la pérdida de una amistad importante. También en el taller escribí “Sueño, insomnio”, que habla sobre la presencia de una posible enfermedad y el paso casi alegre por un quirófano, el comportamiento de la familia alrededor de eso y la evidencia de la disfuncionalidad a la que se está expuesta cuando se es paciente y se es hija. Las dos historias se mezclan con mi vida. Exageré un poco o les cambié el final, como agregar las especias y condimentos necesarios para dar con el sabor buscado. Ambas experiencias se volvieron aún más reales, tomaron otra forma y hasta tuvieron sonido propio cuando logré acomodarlas en un relato y ya no me pertenecían.
En 2017 conocí a Yamila Begné y nos hicimos amigas. Caminamos bajo algunas tormentas de nieve en Nueva York donde habíamos ido a escribir en el marco de un seminario, asistimos a una manifestación anti Trump en la biblioteca pública y tuvimos largas charlas sobre nuestra vida. Descubrí, entonces, que ella también tenía su propio método, escribía con música de fondo, cosa que me parecía imposible y extraña.
“Algunas manos frías” fue el tercer cuento que escribí para este libro y se materializó en la vuelta de ese viaje. En el cuento intenté explorar muchos niveles de dependencia: con una terapeuta, con el pasado, con un padre. Todo lo doloroso se volvía material de escritura, tal vez fue con ese cuento que establecí algunas normas, un método propio. “Los sábados de antes” también habla de la pérdida y de un espacio amado que se transforma con la muerte. La familia como tema me convocaba, me pedía seguir escribiéndola.
Entonces, tenía escrito cuatro de los ocho cuentos que forman parte de Bebé vampiro. A la vez tenía mucho más en mi cabeza, una suerte de baúl o canasta donde se alojaban otros personajes y los espacios de otros cuentos todavía no escritos. Tenía la sensación de que sus historias rumiaban y paseaban dentro de mí, esperando salir. Con la necesidad de habitar esos espacios que estaban en mi memoria, escribí “La reina”. Un cuento que retrata una adolescencia particular, llena de marcas de la época y del espacio en el que fue vivida. Además, trata sobre el desencanto, los primeros deseos truncos a esa edad en la que toda desilusión es enorme y trágica.
Ese mismo año conocí a Fernanda García Lao y en el marco de su taller escribí “Malos días” y “Montón de vereda”. Casi como una forma de exorcizar ciertos descuidos, seguía insistiendo con que mi vida y la literatura se mezclaran, la receta también tomaba la forma de la tercera persona, y descubrí en ella la distancia necesaria para habitar ciertas voces.
El 2018 me encontró con mi pequeño ritual en la cocina, escribir cada mañana hasta que apareciera algo valioso, como quien prueba con el mismo plato una y otra vez hasta que por fin da con la cocción justa, los condimentos indicados. Mientras tanto horneaba por dentro, algo más grande que los cuentos, algo que me cambiaría para siempre y me daría el último empujón hacia el libro. Para el final de ese año estrené, con la dirección de Cynthia Edul, una obra basada en “Sueño, insomnio” y lo hice embarazada de ocho meses.
Después, con la llegada de mi hijo, la vida giró en torno a él, dejé de leer y de escribir, me recluí en la que había sido mi casa y ahora era nuestra casa, la mía, la de mi hijo y la de su papá. Ya no más encontrar momentos de silencio y soledad. Una pregunta se encendía cada día con más fuerza: ¿cómo volvería a mi método cuando todo alrededor estaba transformado? En mi cabeza seguían caminando los personajes, se iluminaban los espacios. Todo había cambiado, excepto mi pulsión por escribir la vida. Así que de eso se trató el último cuento que, finalmente, le dio título al libro. “Bebé vampiro” relata la sensación de encierro, soledad, angustia, miedo, felicidad, confusión y amor, que se viven los primeros días después de parir, y cómo lo hubieran vivido otras madres que no fui pero que me hubiera gustado ser, o que creía que debería haber sido o que soñaba con no ser nunca.
Bebé vampiro es como el plato principal de una cena de muchos pasos, donde las recetas me las fueron pasando diferentes abuelas, o madres, o tías de la literatura. Un libro-consecuencia que se presentó en el momento justo, donde recupero poco a poco mi cocina, mis espacios en soledad para ordenarlo todo, armar mi propia mesada con lo necesario, atarme el pelo, poner la música que me gusta y seguir escribiendo.
SEGUIR LEYENDO