“No me pregunten de dónde vengo, mi hogar está muy lejos, por qué me voy por ahí, vagando”, entonaba la cantante Qi Yu en 1979, y hacía furor. Si bien el tema estuvo prohibido en Taiwán durante casi una década por posibles lecturas políticas, El árbol del olivo sonó en toda Asia, al punto que hoy muchos siguen tarareando sus versos de memoria. Se dice que la censura es boba, cualquiera sabía en quién pensaba la gente al escuchar la canción. Nada que ver con la coyuntura, ni con países dejados atrás. Su autora, Sanmao, era una de las mujeres más famosas del Extremo Oriente. Quizás, la primera hippie china.
Trotamundos como pocas, transgresora casi sin quererlo, la autora fue la encargada de que Mafalda hablara en mandarín. No podría haber sido de otro modo. Sanmao recorrió el mundo en una época en la que viajar era un lujo impensable. Con una China maoísta, una Hong Kong colonial y un Taiwán bajo ley marcial, ella cruzó fronteras para contarlo en primera persona. Traductora, escritora y celebrity, a través de sus historias, a medio camino entre la crónica y el cuento, fundó una nueva educación sentimental: no sólo propuso un nuevo modelo de mujer, también abrió horizontes desconocidos para el público chino.
El desierto del Sáhara, las Islas Canarias y Latinoamérica aparecían como destinos imposibles, sitios casi creados o inventados para sus lectores asiáticos. “Yo nunca fui a los lugares sobre los que habla, pero los conozco a través de lo que ella escribió”, explica Bai Ma, el director del Instituto de Investigación sobre Sanmao, mientras toma un té verde.
Lo cierto es que la vida de Chen Mao-ping, también conocida como Echo Chen, estuvo marcada desde el inicio por el viaje. La escritora nació en Chongqing en 1943 en una familia cristiana de dinero. Al poco tiempo, en plena ocupación japonesa, se mudó con sus padres y hermanos a Nanjing, pero a sus cinco años, poco antes del triunfo del comunismo, estaban todos en un ferry rumbo a Taipéi. Lo único que quedó en el continente fue el hogar de su abuelo en el pueblo de Dinghai, hoy convertido en un museo.
“Echo tenía una visión del mundo amplia. Sus pensamientos eran diferentes a los de las mujeres de la época, ella tenía su carácter. Abandonó la escuela a los trece”, comenta Chieh, el hermano menor de la escritora. Al parecer, Meimei, como la llamaban en la familia por ser la segunda hija, fue acusada por su maestra de Matemáticas de haberse copiado. La profesora le dibujó dos ceros alrededor de los ojos y la paseó por el colegio. La alumna nunca más piso el aula y la rutina escolar tuvo que sustituirse por clases particulares.
“La cabra es creativa, positiva, femenina, compasiva, llorona, sensible, soñadora, orgullosa y triste. No le interesa la riqueza material y prefiere vivir de sus ensoñaciones. Ama el hogar y estar en contacto con la naturaleza”, decía su horóscopo. Y fue tal cual. Para inicio de los sesenta, Echo había publicado algunos cuentos en los que, según su hermano, hablaba de la pena que tenía dentro. Confusión y La época de lluvias no volverá, dos de ellos, se publicaron en Diarios de ninguna parte, traducido al castellano por la editorial española :Rata.
Sin un título de secundario, en 1964 se le permitió estudiar filosofía, pero a los tres años dejó la carrera y se fue a aprender alemán y español a Europa. En aquel entonces, no había muchos chinos en Madrid, pero ya funcionaba el China Restaurant, fundado por el cocinero de la embajada taiwanesa en Roma. Yaoming Shu, el chef, era amigo del padre de Echo, por lo que ella se hospedó en su departamento.
Los Quero y Ruiz, con sus ocho hijos, vivían en el piso de arriba. “Ella obviamente era exótica y nos cautivó. José María, que tenía 16 años, se enamoró al minuto uno. Esto me lo contó uno de sus amigos. Yo no lo sabía, pero él le pide relaciones y ella, que le llevaba ocho años, le dice que es muy joven”, cuenta Carmen Quero desde su casa de Almería.
Tras su periplo por Europa y Estados Unidos, Echo regresa a casa en 1970 hablando alemán, español e inglés. Da clases en la universidad y se compromete con un profesor alemán veinte años mayor. El hombre muere repentinamente en las vísperas de la boda y ella no duda: se corta las venas. Según se dice, no fue su primer intento de suicidio, pero en ese entonces poco se hablaba de depresiones o enfermedades psiquiátricas, por lo que finalmente, huyendo de la tristeza, se vuelve a España.
“De día viviré pensando en tus sonrisas/ De noche las estrellas me acompañarán/ Serás como una luz que alumbre mi camino/ Me voy pero te juro que mañana volveré”, cantaba Nino Bravo en las radios españolas, mientras José María terminaba el servicio militar. Ya era un hombre: barba, camisa ajustada, pantalones apenas ceñidos y acampanados. Habían pasado cinco años desde que su vecina china se había ido, pero él no la había olvidado. Al final, se encontraron en el mismo piso del barrio de la Concepción donde se habían conocido. Un beso y una flor: esta vez se enamoraron y decidieron casarse.
“Todavía nadie sabía que salían y un día me citan y me cuentan sus planes. ‘Tus padres no me van a querer’, me dijo Echo, y yo le contesté: ‘¿Por qué dices eso?’ ‘Es que soy china’. Ellos nunca se opusieron a la boda”, recuerda Carmen, y aclara que fue ella misma la que llevó los papeles al consulado de Lisboa, donde Taiwán sí tenía una oficina, para que pudiesen tramitar la unión civil.
La pareja se fue al desierto del Sáhara (todavía colonia española) en 1974 y se casaron una vez ahí, con un poco de cilantro decorando el sombrero de ella y la calavera de un camello como regalo de bodas de José. “Mañana me caso”, fue lo único que se leía en el telegrama que Echo envió a su familia, o al menos eso es lo que narra. Sus relatos, aunque hablan sobre sus experiencias, tienen una cuota de ficción. “Deseo ser siempre una cuentacuentos”, escribía en una de sus crónicas.
Ya en El Aaiún, la capital del Sáhara occidental, en una casa en las afueras, entre saharauis, médanos y cementerios, Echo envió un texto al diario United Daily News de Taipéi y no hubo vuelta atrás. Un restaurante en el desierto, su primera historia, tuvo un éxito inmediato. Sanmao, el seudónimo con el que había firmado en homenaje a la caricatura de un niño que vaga por Shanghái, de repente era una estrella.
Espejismos, cabras que caen en el comedor por el tragaluz, vecinas que le roban los zapatos, bodas que parecen violaciones, esclavos, hechizos, rebeldes independentistas y hasta expatriadas aburridas, se suceden, mientras ella cuenta cómo consiguió fideos miantiao o decoró su casa. Los gestos de la convivencia, el chisme de la vecina o cómo se transforma en la curandera del barrio muestran el día a día de la aventura, su lado cotidiano, sin que ella pierda la mirada romántica.
Como traductora de Mafalda y con un apodo de cómic (Sanmao significa “tres pelos”), la escritora apela a la peripecia. “Su estilo parece muy sencillo, pero entraña sus dificultades. Hay muchas referencias intertextuales ocultas”, comenta Irene Tor Carroggio, la traductora de los libros al español.
Heroína absoluta de sus textos, viaja sola, es curiosa y desprendida, no se obsesiona con la pareja ni los hijos (dos mandatos casi ineludibles para la mujer en las culturas confusianas), maneja cuatro idiomas y habla con todo el mundo, conocidos y desconocidos, un perfil transgresor para la época en el Extremo Oriente. Casi como si la hubiese dibujado Quino.
“No soy feminista, pero no deseaba en absoluto perder mi independencia y libertad, así que le repetía una y otra vez que después de la boda yo seguiría siendo un alma libre, y que, si no, nada de boda”, dice en su primera crónica, aunque después se preocupa de que la casa esté limpia, la comida hecha y su marido y los invitados, satisfechos. Incluso, cada tanto aparece algún que otro pretendiente para rechazar. El combo es perfecto: fomenta el ensueño de libertad, al mismo tiempo que sus lectoras se identifican.
Las cartas de los fans no tardan en llegar. Son tantas, que el padre las organiza según el tipo de respuesta que requerían. Los libros de estos años, recopilados en español como Diarios del Sáhara, son su obra más destacada y terminan en 1976 cuando la pareja, testigo de la Marcha Verde (la ocupación del ejército marroquí), debe abandonar África.
Las Canarias son el próximo destino. Signos de otra época, Sanmao ya es una celebridad en Oriente, pero en la Palma o Tenerife pocos la conocen. Caminatas, pinturas, crónicas, es, en esta temporada, que la autora traduce Mafalda, a quien conoce por José. Según cuenta en la primera edición de 1980, él compró un ejemplar de la historieta en la única librería del desierto.
La versión al mandarín fue un bestseller, aunque hubo que adaptarla. No sólo la mayonesa se convirtió en salsa de soja y el almacén de Miguelito en la tienda del señor Ma, de acuerdo con la investigación de Rubén Posse para Dangdai, se omiten algunas referencias políticas. Mafalda resulta menos crítica.
Para Sanmao son años estables. Las historias de este período, editadas como Diarios de las Islas Canarias, incluyen brujos, feriantes, los primeros turistas chinos, su familia política y, por supuesto, He Xi, como lo llamaba a su marido.
“José estaba enamoradísimo, siempre hablaba bien de Echo. Solo una vez que los fui a visitar, me dijo ‘mira Echo está mal, no tiene ganas de ver a nadie (…) me he casado con una mujer muy sensible y cualquier cosa le puede molestar’”, comenta Carmen. Sobre un episodio similar, ella escribe en sus crónicas, aunque nunca termina de quedar claro qué le sucede.
En 1979 el papá y la mamá visitan por primera vez a su hija y conocen a su yerno. Fue el único encuentro: José María muere ahogado, mientras practicaba pesca submarina. “Si mis padres no estuvieran aquí, me habría tirado al agua”, dijo ella.
No lo hizo, pero Sanmao ya no volvió a ser la misma y, al tiempo, regresó a Taiwán. Entre clases, publicaciones y entrevistas públicas, realizaba sesiones de espiritismo para conectarse con José. “Yo mismo vi los dibujos que ella hacía cuando se contactaba. Si bien eran solo círculos grandes y pequeños, ella me los explicaba”, comenta su hermano. Echo decía saber dónde estaba su marido y cuándo se reencontrarían.
Sanmao ya era un ícono cultural, una excéntrica en el corazón de la escena. En China empezó a ser leída en los ochenta con la apertura, primero en copias piratas y luego en ediciones en mandarín simplificado. Su fama era rotunda. En una sociedad que salía del colectivismo, aparecía una mujer que hablaba de deseos y libertad.
En 1981, también viene a Latinoamérica por encargo de periódico taiwanés. En un recorrido de seis meses, visita México, Honduras, Costa Rica, Panamá, Colombia, Ecuador, Bolivia, Perú, Chile y Argentina. Escritos con la urgencia del turista, su estilo y picardía igual persisten. Leyéndola, el lector asiático se entera qué se vende en el mercado, cómo es su hospedaje o los dichos racistas de un taxista. En Argentina, parece que hay chispazos con un gaucho.
A su vuelta, pública este y otros libros y, en 1989, visita la China continental. Cuarenta años después de su nacimiento, pisa de nuevo su tierra natal. Los videos muestran su llegada en barco al pueblo paterno, su sorpresa, el llanto desconsolado, el abrazo a la tumba de sus ancestros, siempre rodeada de decenas y decenas de personas y grabadoras. “Abuelo he vuelto. Si quieres que vaya contigo, me iré”, clama entre lágrimas frente a la lápida. La cámara toma el momento en el que ella guarda un puñado de tierra.
“Tenía mucha presión. En el último tiempo rechazaba las entrevistas y charlas. Solo la familia podía visitarla y había que pedirle permiso”, comenta su hermano. El 4 de enero de 1991, mientras se hacía estudios en un hospital de Taipéi, Sanmao agarró unas medias y se ahorcó en la noche. Tenía 47 años y veinte libros publicados.
La familia decidió cremarla y enterrarla con su nombre verdadero. Casi oculta entre cientos de nichos, es imposible confundirse. Tanto su tumba como la de José en La Palma siempre tienen flores frescas que les dejan los visitantes asiáticos.
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