La Biblioteca Popular y Sociedad Vecinal de mi barrio, -omito su ubicación-, tiene suspendido el préstamo de libros, así como la devolución de los mismos, por imperativo del confinamiento epidémico. Promueve, en cambio, el encuentro de socios y vecinos en el marco de los formatos de intercambio virtual. Poner a disposición de los interesados una iniciación a la lectura de obras literarias que amedrentan, es una de las actividades en marcha. Hay personas que no se le animan al Don Quijote de la Mancha, mientras que una charla de veinte minutos, que sugiera cómo “entrarle”, puede animar a más de uno.
Yo me ofrecí para animar a socios y vecinos a descubrir en el Cantar de los cantares, - Shir hashirím, título original en hebreo -, la poesía erótica que lo caracteriza, y a sorprenderse por su presencia en la Biblia, o, más exactamente, en la Biblia hebrea, o Antiguo Testamento. Quién pudo haberlo redactado, es otra interrogación, para la cual los eruditos, algunos de ellos, no avanzaron más allá de suponer que se trató de un ser femenino. La atribución de su autoría al rey Salomón, tal como consta en el primer versículo, al igual que la atribución de los Salmos al rey David, quizá ayudó a su admisión en el canon bíblico.
El Cantar es un pequeño libro de ocho capítulos breves, ciento diecisiete versículos, uno entre los treinta y seis libros que integran dicha Biblia; está redactado en la lengua hebrea de algunos siglos anteriores a la era cristiana, y consolidado en el “Canon jerosolimitano”, en ocasión de un supuesto “Concilio de Yavnéh”, datado éste en el siglo I d.C. Traducciones directas del original, se han hecho varias. La Exposición literal del Cantar de los cantares, una de dichas traducciones, inquietó a la Santa Inquisición en el año 1561, tiñendo de sospechas a su autor, el fray Luis de León, entre otros motivos, por haber atendido a versiones producidas por judíos sefaradíes.
Son dos los personajes del Cantar: una mujer y un varón, -también un esporádico coro-, en una suerte de dinámica teatral, donde cada uno de ellos atrae al otro con generosas alabanzas. Élla: “Que me bese con los besos de su boca. Tus amores son un vino exquisito, suave es el aroma de tus perfumes, y tu nombre, un bálsamo derramado. Por eso se enamoran de ti las jovencitas”. Él: “Los labios de mi novia destilan pura miel; debajo de tu lengua se encuentra leche y miel, y la fragancia de tus vestidos es la de los bosques del Líbano”. No abundaremos en citas, para no restar de intensidad erótica la lectura que puede acometer cualquier lector desde este instante.
No faltan momentos dramáticos de desencuentro. Élla: “Sobre mi lecho, por las noches, yo buscaba al amado de mi alma. Lo busqué y no lo hallé. Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad, por las calles y las plazas”.
Aquí estamos recurriendo a la traducción que trae la titulada La Biblia. Latinoamérica, editorial Verbo Divino, por su lograda redacción en castellano. El texto hebreo no apela en ningún versículo a Yavé, o Yahveh, el Dios de la Biblia hebrea; tampoco lo hace la Biblia Sacra Vulgata, contrabando que sí comete “creativamente” la traducción mencionada, inscribiendo en el texto una apócrifa “llama de Yavé”, que también aparece en la traducción producida por el fray Luis de León.
La presencia del Cantar en todas estas versiones, sembró inquietudes, airadas repulsas, y justificaciones. Los exégetas cristianos que resistieron los intentos de expulsar al Canticum Canticorum Salomonis, adujeron que el idilio de los dos amantes representaba tanto el matrimonio de Cristo con la Iglesia, como la unión del alma con Dios. Asimismo, intérpretes judíos reconocieron en la jóven la encarnación del pueblo de Israel, y en el varón, al Jahveh creador.
Para los kabalistas hebreos, un versículo del Cantar confirmaba que Jahveh amaba al pueblo de Israel, a pesar de las adversidades y los desencuentros; testimonia Él: “Porque mi cabeza está cubierta de rocío, y mis cabellos de la humedad de la noche” (5:2); la exposición a las inclemencias de la intemperie no le arredraban. “Ninguna cosa es más propia de Dios que el amor, y cada cual que no esté muy ciego lo puede reconocer”, tal la defensa ejercida por fray Luis de León. Después de todo, el Cantar no era mucho más que una bucólica “égloga pastoril”, argumentado ante el incrédulo tribunal inquisitorial.
Cerca del final (8:6), la joven advierte sin ingenuidad alguna, que no faltarán amenazas mortales ; sin embargo, no hay quien pueda “apagar el amor (ahaváh)…No lo podrán las aguas embravecidas. Vengan los torrentes, no lo ahogarán”.
Quien llegue a leer el Cantar, reconocerá en el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, mil quinientos años después, un eco directo del libro hebreo: “Gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura al monte y al collado do mana el agua pura; entremos más adentro en la espesura”. Los encuentros amorosos, comentados en prosa por el autor mismo, son una representación poética del “venir a vivir vida de amor dulce y sabroso en Dios…compuesto en amor de abundante inteligencia mística”.
Tal es el remedo del Cantar el estilo elegido por Juan de Yepes, que tampoco quiso prescindir de la “morena” que protagoniza al Cantar: “No quieras despreciarme que si color moreno en mi hallaste”. En el texto hebreo precedente, la joven requirió adelantarse a dicha objeción: “Soy morena (shejoráh) pero bonita, hijas de Jerusalem…El sol fue el que me tostó. Los hijos de mi madre, enojados contra mí, me pusieron a cuidar las viñas”, he aquí la razón. Muy lejos de todo reparo a la tez oscurecida, el amante se prodiga en elogios: “Qué bella eres, amada mía, qué bella eres. Tus ojos son como palomas detrás de tu velo, tus dientes, ovejas esquiladas que acaban de bañarse…”, y así de seguido.
Misión cumplida, si hemos despertado el apetito por el Cantar de los cantares, y por extensión, al poemario de san Juan de la Cruz.
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