Bajo la consigna “Decir lo indecible”, narradores asociados a alguna forma de incorrección, como la española Cristina Morales y los argentinos Ariana Harwicz y Juan José Becerra, participaron del Filba. Allí coincidieron sobre la pasteurización del lenguaje en la esfera pública -que lleva a valerse de eufemismos para no incomodar- y en las concesiones que deben hacer los autores para no quedar al margen del sistema literario.
Si algo vincula las obras narrativamente disímiles de los tres escritores participantes de la charla es su capacidad para incomodar al lector: ya sea desde lo formal como desde la temática o el lenguaje, sus textos se asocian a alguna forma de transgresión o subversión, una condición que definió el territorio de operaciones del debate organizado en torno a los límites que traspone la literatura y a si la incorrección política se puede transformar en una impostura.
“Qué significa ser un provocador y un transgresor hoy en este siglo XXI de redes sociales y de mediatización extrema?”, fue el primer disparador que introdujo el periodista Luciano Sáliche, moderador del encuentro. Abrió el fuego Harwicz, autora de Matate, amor, La débil mental y Precoz, una suerte de trilogía que replantea de manera brutal los paradigmas de la maternidad y las relaciones amorosas: “En estos veinte años del bendito siglo XXI me da la sensación de que se está dándole la espalda al arte, que le está declarando la guerra al arte vaya uno a saber por qué”, dijo.
Harwicz deslizó que hoy “las novelas tienen que responder a un patrón ideológico, a un pensamiento único y hacerse cargo de categorías identitarias” y calificó ese fenómeno como “acorralar al arte y llevarlo al abismo, darle un empujón o pegarle cinco tiros en la cabeza”. Y subrayó: “Me parece imposible que este siglo produzca arte grande desde esas prerrogativas, bajo esa tesis de que no hay que insultar a nadie, de que no hay que ofender la sensibilidad de nadie”.
Luego tomó la palabra la granadina Cristina Morales, autora de obras como Los combatientes, Terroristas modernos y Lectura fácil, en las que plantea una corrosiva crítica a las instituciones paternalistas, la falsa integración de la izquierda o el machismo, que se refirió a la corrección política, a la que definió como “profundamente reaccionaria”.
“El concepto de la corrección política procede justamente de los clásicos ofendedores, de aquellos que han tenido en su poder la palabra y por lo tanto la capacidad de usarla de un manera daniña. Cuando me siento a escribir quiero ser lo más dañina posible, de hecho a efectos técnicos trabajo mucho el insulto, queriendo escapar justamente de los insultos clásicos que como bien sabemos son putófobos: el hijo de puta es el insulto dominante”, indicó.
“Algo que también me gusta es no ser ‘especista’, es decir, no endilgar a los animales características negativas: cabrón, baboso. ¿Qué culpa tendrá la cabra o qué culpa tendrá el caracol de que tu seas un machista redomado, abusador y violador? Entonces mi trabajo con los insultos va por ese lugar y con ser dañina va por ese lugar: conseguir un insulto politizado”, añadió Morales.
Becerra, autor de nueve novelas entre las que se cuentan El artista más grande del mundo y ¡Felicidades! -obras con un singular manejo del cinismo y el desparpajo- introdujo la cuestión de la censura y la cobardía en una época tramada por la impugnación de aquello que tenga algún componente racista o incómodo para el canon: “Hay un problema pre literario quizá que es la relación en general de cobardía de las personas con el lenguaje. Es un problema sin demasiada solución, sobre todo si se le agrega el hecho de que, sobre todo en esta época, quizá en todas pero en esta se nota un poco más, porque es más espectacular, el núcleo de la cultura -su función dominante- es la función de censura”.
“Es muy difícil que alguien diga una palabra y no haya otra persona, incluso en su casa, que lo refute y se establezca un pacto un poco demente de afirmaciones. Basta que alguien diga en una red social que el mejor postre es el panqueque para que otro diga que el mejor postre es el helado. Esa manera de sostener el gusto, porque no es otra cosa que sostener el gusto, es muy fascista”, apuntó.
Becerra sostuvo que en los usos públicos del lenguaje “se da una dinámica de intersección, es decir, no se puede decir una palabra sin que aparezca otra para censurarla, algo muy característico de estos años”. A continuación, Harwicz intervino para acordar con el autor de El espectáculo del tiempo y sumar un concepto, el de “política de la simulación”, sobre el que se explayó: “Como no podemos o casi no se puede escribir de lo que se quiere escribir hay que hacer uso del diccionario del eufemismo”.
“No está publicado pero que está en las conciencias y es sumamente eficaz y consiste en que ‘para decir esto digo esto’, como no puedo acusar a tal de antisemita porque me van a acusar de islamofóbico, como no puedo acusar a tal de corrupto porque me van a acusar de racista, entonces hay toda una estrategia de la simulación. Y eso genera un lenguaje sumamente pervertido y trucado que produce libros infames”, precisó.
Becerra distinguió entre dos tipos de escritores (“los escritores temerosos y los que no lo son, los que tributan a la ley y aquellos a los que no les interesa”) y disparó: “No se puede ser cagón si tomaste la decisión de escribir. ¿Cuál sería la gracia? Para mí la escritura es un acto de libertad total. Ahí uno encuentra la libertad que no encuentra para vivir. ¿Entonces por qué razón cuando te sentás a escribir habrías de desaprovechar esa oportunidad? Insisto con la cobardía, el temor”.
“Hay una presión bastante homogénea en la literatura que tiene que ver con que hay una especie de compactadora del gusto y del sentido que es la industria del libro, donde la literatura de alguna manera se escurre, se pierde -opinó-. Y entonces es imposible no encontrar ahí una línea de montaje: la industria busca libros con terminación. Y la terminación es un concepto fabril. Entonces, creo que cuanto más desorden haya en un novela, cuanto más desastre formal, incluso cuanto más incomprensión haya, me parece mejor para la novela y para el que la va a leer. Pero eso depende de la soberanía personal cuando uno ejecuta el acto de escribir”.
Más adelante, la charla derivó a las concesiones que deben hacer los escritores para no quedar afuera del canon y Harwicz caracterizó la escena actual como “un momento superdilemático donde es imposible no tomar posición y no negar que todo autor tiene una política de autor. (...) Si voy y me siento en un festival al que me inviten y respondo a lo que tengo que hacer -y entonces tengo que hablar como feminista, tengo que defender tales y tales causas de tales y tales modos, con tal y tal uso del lenguaje- me siento que estoy jugando el juego para vender tres libros más… Tengo la sensación de que transgredir te lleva hoy a ser un paria social, en alguien que no quiere nadie: ni las editoriales independientes, las grandes, ni las cool ni las feministas. Hoy transgredir es ir contra el poder. Y eso es lo más difícil hoy”.
Sobre el final, Becerra retomó la palabra: “La literatura nunca estuvo preparada para una disputa de poder. El poder que tiene la literatura es el de ingresar a una intimidad y de alguna manera desarticular lo dado de esa intimidad… es un gran poder, el único al que podemos aspirar. Y además de una manera muy errática, con desconocimiento de causa, porque no sabemos dónde se produce ese fenómeno, si es que se produce. La literatura se la banca y el escritor también se la tiene que bancar: tiene que bancarse el mundo en el que se metió”.
Fuente: Télam
SEGUIR LEYENDO