“Al final de mi sufrimiento/había una puerta” dicen los versos iniciales de The Wild Iris (El iris salvaje), libro con que Louise Glück ganó el premio Pulitzer en 1992. Enseguida, la puerta se abre y aparece la promesa de un jardín: un niño que juega contra el atardecer, “las primeras lluvias del otoño sacudiendo los lirios blancos”, esculturas del tiempo.
Si el jardín ha sido siempre un espacio alegórico (empezando por el Edén), aquí es además paradigma semántico, a la vez excusa y decorado de una conversación. En él se interroga y escucha, se aprende y reprocha, se reclama y se acepta. Uno de los interlocutores es Dios. El otro, plural y diversamente desposeído, diversamente desesperado: la materia sensible. El diálogo arroja algunos resultados. Al final, un corazón se yergue, alcanza el pico agudo de sus preguntas.
Louise Glück (1943) pertenece a esa generación de mujeres poetas que la crítica ha agrupado con la curiosa, pero no impropia, denominación de “poetas líricas”. Jorie Graham (Hybrids of Plants & of Ghosts/ Híbridos de plantas y fantasmas, 1980), Tess Gallagher (Instructions to the Double/ Instrucciones para el Doble, 1976), Linda Gregg (Too Bright to See/ Demasiado radiante para ver, 1981), Olga Broumas (Beginning with O/ Comenzando con O, 1977) y Susan Mitchell (The Water inside the Water/ El agua dentro del agua, 1983) son sus pares; casi todas publicaron su primer libro hacia fines de la década del 70 y, a grandes rasgos, cultivan una poesía más cercana a la plegaria y la invocación que al manifiesto político o la radiografía emocional. Por sedimentación sin duda, la estética del grupo denota un ahogo menos violento que el de Plath o Sexton, y también una rabia menos incisiva, un desacato menos efusivo que el de Rich.
Glück, con todo, es singular. Sus poemas eligen un equilibrio extraño entre la confesión y lo intelectual. Ya en los poemas iniciales de Firstborn (Primogénita, 1968) que versan sobre la niñez, la vida familiar, el amor y la maternidad, la reflexión y cierto apego formal desarticulan lo biográfico, lo desarman como si quisieran evitar el desamparo engañoso del yo. El iris salvaje, por su parte, confirma y exacerba la impronta. Su tono es urgente, no busca alzarse sino descender, renunciar a una versión unánime del mundo y también a la tristeza, que es vista como decisión personal. Es un libro escrito para la muerte.
En algún sentido, el dios de este jardín cobra una forma. La poeta lo invoca a veces áspera, a veces dulcemente (“dear suffering master”/ “querido maestro que sufres”) como a una ciudad a la que se asediara sin demasiada convicción, entre el deseo de dominarla y el (más fuerte) de capitular. Como respuesta, nunca encuentra una mirada de consuelo. Este agobio o dolor divinos no son novedosos. En la ciudad blanca de Fez, hace más de ocho siglos, el viajero Ibn-Arabi postuló que, al principio del tiempo, Dios era un tesoro escondido e interpretó su decisión de crear el universo como una tentativa de conocerse a sí mismo y así librarse de su Gran Ocultación. A los ojos del místico de Murcia, nuestra sed incurable refleja, como espejo, una necesidad del Creador, nuestra existencia tiene por objeto devolverle el mundo, que no es otra cosa que su sombra. La imaginación de Glück tiene la misma magia (su dios también es melancólico) pero en ella la transacción fracasa: nuestros gestos son fatalmente insuficientes. En su depresión, el dios se lamenta de haber compartido para nada los secretos, el entusiasmo pasajero y las penurias del acto creador. “I gave you pencils, tragedies// Creation has brought you/ great excitement/ as I knew it would/ as it does in the beginning” ["Les di lápices, tragedias// En la creación hallaron/ gran contento/ lo sabía/ es así al comienzo"].
Desde una perspectiva humana, el panorama es tanto o más desolador. Todo jardín escrito tiene sus riesgos. Al fervor de la búsqueda inicial sigue, por fuerza, el desencanto. No basta eludir lo transitorio o lo incompleto, perforar la niebla que habita entre el deseo y la culpa. Ni siquiera custodiar celosamente aquello que todavía “no se ha disuelto en la nada, en la realidad”. La escisión persiste: las palabras no devuelven, no saben materializar. Por eso las flores, en su diseño irreductible, representan una opción. En ellas, el impulso hacia el olvido se vuelve verdadero fin; más exactamente, el pasado y el futuro no cuentan. Su brevísimo pasaje a través de un verano, su clímax y abrupta desaparición son la condición misma de su fe; la fugacidad del color, su definición más cruda. Sin el acicate de la posesión, sin las restricciones del miedo, el sentido de haber vivido parece suficiente. No importa que esos momentos no puedan prolongarse, están ahí como una súbita confianza.
La poesía de Louise Glück conoce antecedentes. Ya en sus libros anteriores, The House on Marshland/ La casa en la marisma, 1975), Descending Figura/ Figura descendente, 1980), Triumph of Achilles/ El triunfo de Aquiles, 1985) y Ararat/ Ararat, 1990) pueden rastrearse ecos de la amargura de Wallace Stevens y también de ese don un poco ingenuo de William Carlos Williams para reunir a la vida y la muerte en una sola cosa. El resto es cosecha propia. Glück se destaca por su mirada distante, una dicción oblicua por donde se filtra la compasión y una mitología ecléctica que invita a solucionar alegorías.
El iris salvaje es uno de los libros más bellos escritos en EE.UU. a fines del siglo XX. En él la poesía espera, como espera el vacío, como corolario o premio: “After all things occured to me, the void occured to me” ["Una vez que todo me ocurrió, me ocurrió el vacío"]. Si la gracia es la arquitectura de un alma capaz de conocerse a sí misma, el jardín de Glück la contiene. El terror humano a la muerte habita en él pero también el deseo indisoluble de ser absorbido por el todo, reverso de la nada. Después, sólo después, empieza la travesía, el viaje impar al fondo de las cosas, donde ni la felicidad ni el miedo emiten sonido alguno.
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